VI.- LAS MISIONES QUE SE DERIVAN DE LAS PERDIDAS Y DE LA HERIDAS
Viktor Frankl no compartía el pansexualismo de Freud, según el cual el principio de placer era la motivación principal del obrar humano. Durante la segunda guerra mundial, Viktor Frankl estuvo en los campos de concentración nazis. Salió de ellos con la convicción de que la única razón que le impidió suicidarse fue estar convencido de que la vida tiene un sentido y que era a él a quien le correspondía encontrarlo. De su experiencia concluyó que ni la voluntad de placer ni la voluntad de poder comandaban al ser huma-no, sino más bien la voluntad de dar un sentido a la propia vida. A propósito de los prisioneros de los campos de concentración, escribe: «¿Ay de los que entonces no encontraban sentido a su vida, de los que no tenían ya ningún objetivo, ninguna razón para seguir adelante! ¡Ya estaban condenados!»4. Y añade que, sea cual fuere el grado de sufrimiento al que uno está sometido, siempre es posible encontrar una razón de ser o de vivir.
El vacío creado por la ausencia de un ser querido o por la pérdida de un bien precioso exige ser llenado eventualmente. Para vivir en plenitud, y no solamente subsistir, la persona en duelo o la víctima puede y debe encontrar un nuevo sentido a su vida. Después de la muerte de su marido, una mujer me confiaba: «Mi vida se parece a un libro con sus páginas en blanco. No sé qué escribir en el. Le pregunté entonces qué título daría a su libro. Tras un momento de vacilación, exclamó: «¡Sigue adelante, Chantal!».
Es muy notable y hasta paradójico que frecuentemente muchos descubren una nueva orientación para su vida en vinculación con la pérdida o la herida que han sufrido. Su vocación emerge de sus duelos, de sus sinsabores o de sus pruebas. Pienso en aquella mujer que, víctima de la violencia conyugal, fundó una casa para mujeres maltratadas; en aquella pareja, cuyo hijo fue matado por un conductor borracho, que se ‘entregó a la misión de forzar a las autoridades a mostrarse más dinámicas en castigar a los conductores ebrios; en aquel parapléjico que ocupa lo mejor de su tiempo en recoger fondos para ayudar a otras personas inválidas. Son muchos los ejemplos que podría citar.
Las personas con alguna minusvalía o las víctimas de una enfermedad crónica se muestran, no pocas veces, como los mejores ayudadores. Han sido ellas las que han fundado la mayor parte de los organismos de ayuda mutua que encontramos en la sociedad. Como consecuencia de su desgracia, han sacado de sus recursos personales, ignorados hasta entonces, energías para curarse a sí mismas y para ayudar a otros a curarse. Esas personas comprenden mejor a los que sufren un mal semejante al suyo; conocen los caminos de la curación. Puede decirse que se han iniciado en la vocación de «sanadores heridos».
Son muchas las personas que han ,encontrado, como consecuencia de una prueba, una nueva razón para vivir. Por el contrario, otros se dejan caer en la depresión, juegan a ser mártires, alimentan un tenaz malhumor o piensan en el suicidio. Los que escogen mantenerse en esos estados emocionales acaban perdiendo aún más. En una conferencia que pronuncié en París, expuse la posibilidad de dar un ‘ nuevo sentido a la propia vida después de la muerte de un’ ser querido. Sufrí entonces los rayos coléricos de una mujer sumida en el duelo por la muerte de su hijo. Se puso a atacar a todo el mundo de la sanidad, médicos y psicólogos incluidos. Tuve la impresión de que sentía más satisfacción ‘ en exhibir en público su cólera de madre desolada que trabajar por hacer el duelo de su hijo y encontrar un sentido a su sufrimiento. Me hice la siguiente reflexión: una rabia como aquella contra los médicos, enfermeros y todo su entorno tendrá, un día u otro, efectos nocivos sobre la salud de algún otro miembro de la familia de esta mujer. Y pude comprobar el acierto de mi predicción cuando supe que otro hijo suyo había muerto de leucemia.
No se trata ciertamente de negar la desgracia que nos aflige. Pero, como recuerda Viktor Frankl, siempre tenemos la posibilidad de modificar nuestra actitud ante la desgracia para vivirla mejor. James Hillman escribe que no se trata tanto de preguntamos: «¿Qué he hecho yo para que me pase esto», ni «¿Por qué esto sólo me pasa a mí?», sino de interrogamos: «¿Qué espera de mí mi ángel?».
El descubrimiento de nuestra misión como consecuencia de una prueba nos permite experimentar una nueva libertad interior y descubrir horizontes nuevos. Salimos enriquecidos de una experiencia que podría habemos destruido. Somos más sensibles a las llamada de nuestra misión. Vislumbramos mejor cómo nuestra acción en favor de otros afligidos les -proporcionará la esperanza que necesitan.
Para ayudarte a encontrar una nueva razón para vivir después de una gran desgracia, te propongo que respondas a esta serie de preguntas. Están orientadas a transformar tu herida en ternura, en apertura a los demás y en descubrimiento de tu misión.
– ¿Qué he aprendido de mi duelo o de la ofensa que he sufrido?
– ¿Qué nuevos recursos de vida he descubierto en mí?
– ¿Qué limitaciones o fragilidades he descubierto en mí y cómo he podido manejarlas y administrarlas?
– ¿Me he hecho más humano y compasivo con los demás? ¿Qué nuevo grado de madurez he alcanzado? ¿En qué me ha iniciado esta prueba?
– ¿Qué nuevas razones para vivir me he dado?
– ¿En qué punto, y hasta dónde, mi herida me ha revelado el fondo de mi alma?
– ¿En qué medida he decidido cambiar mis relaciones con los demás y, más particularmente, con Dios?
– ¿De qué forma voy a seguir en adelante el curso de mi vida?