V.- CURAR LAS HERIDAS
A.- CURAR LAS HERIDAS PARA DESCUBRIR
LA MISIÓN PROPIA
A veces nos volvemos hacia Dios cuando tiemblan nuestros fundamentos, y no nos damos cuenta de que es Dios mismo quien los sacude. (Anónimo)
En los talleres sobre el tema Descubrir la misión propia, con gran sorpresa por mi parte, son bastantes los participantes que se sienten incapaces de identificar su proyecto de vida, por estar demasiado embebidos en las heridas del pasado. No logran franquear la etapa anterior, la del «soltar presa», y concentrarse en el descubrimiento de su identidad. Tengo, entonces, que insistir más en el tiempo dedicado a la etapa del «soltar presa». En efecto, no sólo es importante hacer los duelos, sino que además hay que curar las heridas mediante el perdón.
Los casos siguientes de «heridos de la vida» ilustran muy bien los bloqueos que ponen trabas a la prosecución de la misión. Una joven, víctima de una violación, no se perdonaba haberse expuesto a la situación peligrosa en que fue violada: no podía confiar en los hombres que, para ella, no eran más que potenciales violadores. Un joven, abandonado por su padre, ya no se sentía capaz de llevar adelante su vocación de cooperante. Y otro, tras un fracaso en su noviazgo, se creía incapaz de volver a amar y de construir una vida de pareja. Después de haber quebrado su empresa, un hombre de negocios se despreciaba y se mantenía duro y amargo respecto a sus acreedores; para él no eran más que buitres que no le habían dado la menor oportunidad de salir adelante.
No es raro que las personas afectadas por una prueba se sientan incapaces de curar y de construirse un nuevo porvenir. Se sienten inclinadas a vegetar en el resentimiento, reavivando constantemente el dolor por la ofensa sufrida. Permanecen pegadas a un pasado doloroso que estropea su presente y que les impide pensar en un porvenir prometedor. El miedo a verse heridas otra vez les angustia y les cierra a toda perspectiva de riesgo y de éxito. Han perdido la confianza en sí mismas y no ven la manera de realizar sus sueños. La búsqueda de su misión seguirá siendo imposible hasta que no hayan conseguido sanar de sus heridas.
Pondremos de relieve, en un primer tiempo, la necesidad de emprender un proceso de perdón para curar y liberarnos de las ofensas sufridas. En segundo lugar, subrayaremos cómo una buena curación y asumir la herida permite descubrir un nuevo sentido a nuestra vida, e incluso a nuestra misión.
B – CURAR LAS HERIDAS GRACIAS AL PERDÓN
Los psicólogos descubren cada vez más el valor curativo del perdón. Encuestas realizadas entre personas que practican el perdón para curarse han mostrado que en esas personas se produce una disminución notable de la ansiedad, de la depresión, de los accesos de cólera, así como un claro aumento de su autoestima. Estos efectos terapéuticos, constatados específicamente, duran y se prolongan durante años!.
Por consiguiente, será útil recordar aquí, brevemente, las etapas del perdón.
1.- Decidir perdonar en vez de vengarse
Se esboza un proceso de perdón cuando se toma la firme decisión de no vengarse y de hacer que cese la ofensa.
Es importante desarrollar en la vida una actitud de perdón en vez de esperar a decidir en cada ofensa si será ese camino del perdón el que uno elija. Incluso es necesario prevenirse de antemano contra la reacción instintiva de venganza. En efecto, la idea de venganza es tan espontánea que se impondrá sobre cualquier «veleidad» de perdón.
Cuando uno piensa en vengarse, sueña habitualmente en toda clase de actos violentos; es la forma activa de la venganza. Existe además una forma pasiva de la venganza que se nutre de una sorda cólera que impide a la persona vivir y dejar que vivan los que le rodean. Se manifiesta de varias maneras: depresión, nostalgia, malhumor, falta de iniciativa y de entusiasmo, apatía, sequedad de corazón, estado permanente de un aburrimiento indecible, etc. ¡Cuánta energía despilfarrada! Se envenena entonces la vida de uno mismo y la de las personas cercanas.
Por otra parte, la decisión de «no hacer pagar» al ofensor no significa dejar que se perpetúen los malos tratos. Al contrario, hay que utilizar todas las fuerzas de afirmación que uno tenga para poner fin a las violencias del ofensor, pero de forma no violenta. Recurrir a la violencia sería ceder al instinto de venganza.
Algunos han acusado a los «perdonadores» de pusilanimidad. Su acusación sería justa si las víctimas renunciasen a protestar contra el ofensor. La decisión de perdonar no es ni mucho menos un gesto de cobardía; al contrario, comienza con un acto de coraje y de protesta contra todas las formas de «victimación» de uno mismo. Si así no fuera, el perdón sólo sería un engañabobos.
2.- Reconocer la herida propia
Si la persona herida se empeña en olvidar la ofensa, en excusar al ofensor y en negar que su emotividad ha sido herida, nunca llegará a perdonar. Sin caer en el masoquismo o complacerse en el estado de víctima, tiene que reconocer simultáneamente la ofensa del otro y la herida propia. Si no lo hace, la ofensa recibida seguirá haciendo estragos en su sensibilidad y en su emotividad y minará sus energías de modo inconsciente. Negar la herida o aparentar negarla bloquea todo proceso de perdón. Esta estrategia de negación lo único ‘que en realidad consigue es hundir la herida en el inconsciente. Y entonces lo único que queda, a nivel consciente, es el sordo malestar, la depresión palpable, las repentinas irritaciones o unos locos deseos de olvidarlo todo.
3.- Contar nuestra herida a alguien
Para poder tomar mejor conciencia de todo el impacto que la ofensa ha producido sobre uno, no existe medio más eficaz que confiarse a alguien. Si el ofensor se muestra dispuesto a reconocer su responsabilidad, es a él a quien primero hay que hablar. Existen entonces muchas posibilidades de que el ofendido esté plenamente dispuesto a perdonarle. En efecto, afirma un antiguo proverbio: «Pecado confesado, pecado medio perdonado».
Por desgracia, no siempre el ofensor está dispuesto a confesar su responsabilidad, o es imposible entrevistarse con él. En estos casos, lo mejor que hay que hacer es encontrar a una persona empática, capaz de escuchar el relato de nuestras desventuras. Se derivarán de ello notables ventajas: veremos la situación penosa a otra luz; sentiremos un gran alivio al compartir el peso de nuestra pena; tendremos mayor capacidad de encontrar soluciones inéditas y descubriremos en nosotros mismos más coraje para aplicarlas.
4.- Identificar bien la parte herida en nosotros, para hacer el duelo sobre ella.
Bajo el impacto de una ofensa, sucede que no siempre discernimos con exactitud la parte de nuestro ser que ha quedado maltratada. Lo más frecuente es tener la impresión de que es toda nuestra persona la que ha sido desollada. El espejismo de haber sido afectado tan gravemente conduce a la impotencia de reaccionar e impide emprender el más mínimo proceso de perdón. Debemos evitar a toda costa complacemos en nuestro estado de víctimas. Lo que tenemos que hacer, más bien, es aplicarnos a discernir la verdadera naturaleza de la herida. Algunas preguntas nos ayudarán a hacerlo: ¿Qué parte, exactamente, de mí mismo ha sido herida? ¿He sido alcanzado en mi dignidad, en alguna de mis cualidades y en cuál de ellas, en mi autoestima, en mi orgullo, en el amor a los míos, en mis bienes materiales, etc.? No pocas veces, lo que saldrá a la superficie será una, antigua herida de la infancia, que todavía no se ha curado. Llegar a la comprensión exacta de la naturaleza y de la amplitud de la herida, sin exagerarla, facilitará el proceso de duelo.
5.- Manejar bien la cólera
Una de las principales dificultades que se encuentran en el camino del perdón es la de saber manejar la propia cólera. Ésta reviste diversos aspectos, sea la forma camuflada de la frustración, del descontento, de la decepción, de la irritación, sea la forma de la cólera explosiva, de la ira, del furor, de la rabia. No canalizada, la cólera corre el peligro de crear en la persona serios bloqueos; y entonces uno se convierte en un «agresivo pasivo». La persona se ve, entonces, nerviosa y excitada por perpetuas cavilaciones y rumias, corroída por el resentimiento y habitada por los obsesivos fantasmas de la venganza. Si uno vuelve su cólera contra sí mismo, el peligro será verse atormentado por un fuerte sentimiento de culpabilidad. Si la descarga sobre los demás, infligirá heridas injustas a personas inocentes, la mayor parte de las veces las más cercanas. En fin, proyectará su agresividad sobre su entorno; y no sólo tendrá miedo de la agresividad de los demás, sino de la suya propia.
Idealmente, manejar bien la cólera de uno mismo consiste en reconocer su presencia, en recibirla como propia, en adueñarse de ella y en expresarla de una forma constructiva. En vez de reprimirla, hay que servirse de ella para protestar contra los malos tratos del ofensor. La cólera no es en sí misma una emoción «negativa», como con demasiada frecuencia se da a entender. Al contrario, sirve para proteger la integridad amenazada de la persona. Una vez expresada adecuadamente, se irá diluyendo para dejar..sitio a otra emoción subyacente, habitualmente la tristeza. La aparición de la tristeza hará posible el trabajo del duelo con vistas al perdón.
6.- Recrear la armonía en uno mismo
Esta etapa constituye un giro decisivo en el proceso del perdón. Perdonarse a sí mismo es dejar de ser uno mismo su propio verdugo. En efecto, siempre que hay una ofensa grave, se pone en movimiento un curioso mecanismo de defensa: la víctima se identifica instintivamente con el ofensor, lo imita y sigue haciéndose daño a sí misma.
Por consiguiente, para recrear la armonía en sí mismo, habrá que cesar de acusarse y machacarse a golpe de reproches: «¡Tenía que haberlo previsto! ¿Por qué me permití amar a semejante persona? ¿Por qué me siento siempre inclinado a meterme en situaciones de este tipo? Debo de ser un masoquista, un tonto perdido, un estúpido por naturaleza! ». Todos esos reproches dirigidos contra uno mismo detienen el avance del perdón. De ahí la importancia de que modifiquemos nuestro diálogo interior y de que aprendamos a tratarnos con bondad y dulzura, como lo haríamos con nuestro mejor amigo en una situación semejante.
Perdonarse es crear la armonía entre dos partes de uno mismo: la que ha sustituido al ofensor y la que es víctima de él Se trata, por un lado, de desarmar la violencia del verdugo interiorizado haciendo de él un protector y, por otro lado, de restablecer la dignidad de la víctima. Para aprender a crear esta armonía, será útil consultar mi obra Cómo perdonar, particularmente el ejercicio orientado a rehacer la armonía interior
7.- Comprender al ofensor
Sería imprudente empezar esta etapa antes de haber recreado la unidad interior. En efecto, sólo después de haber conseguido la armonía dentro de nosotros mismos, estaremos capacitados para acercarnos al ofensor y afrontarle con calma y serenidad. De lo contrario, correremos el riesgo de nadar en la confusión.
El esfuerzo desplegado para comprender al ofensor no significa en absoluto que tengamos que esforzarnos en excusar su actuación y reprobable .mucho menos darle nuestra aprobación. Lo que se busca es resituarlo en su contexto, lo que permitirá explicarlo mejor. Para hacerlo, podemos hacernos las preguntas siguientes: «¿En qué circunstancias cometió la ofensa? ¿Cómo explicar semejante actuación por su parte?: ¿por la historia de sus propias heridas? ¿por sus antecedentes familiares? ¿por alguna contrariedad que le afectaba? ¿por sus fracasos, sus sinsabores, sus malestares, etc.? Todos los datos adquiridos sobre el ofensor contribuirán a atenuar la severidad del juicio que hagamos sobre él.
Una mejor comprensión del ofensor permitirá además separar su acción de su persona, impidiendo «diabolizarlo» para siempre. Evitando identificar al ofensor con su acto malo y creerle incapaz de cambiar, el ofendido se da la posibilidad de verlo a una nueva luz, como un ser débil, capaz de evolucionar y quizás de arrepentirse.
8.- Encontrar un sentido a la vida después de la ofensa
Las etapas anteriores fueron necesarias para asegurar la curación emocional del ofendido. Una vez emprendida esta marcha, el ofendido tendrá que liberarse y distanciarse de sus vivencias emocionales, sin negarlas desde luego. Este distanciamiento le permitirá situar mejor la ofensa en el conjunto de su vida y deducir de ello un sentido para asegurarse una razón de existir.
Dada la importancia de esta etapa para la curación espiritual, le he reservado la sección final de este capítulo: «Las misiones que se derivan de las pérdidas y de las heridas».
9.- Ahondar en los recursos espirituales
La curación de una herida, tal como la hemos descrito a lo largo de las etapas anteriores, prepara el corazón para perdonar. Pero eso no es más que el esbozo del perdón. Porque el perdón, como indica la etimología de la palabra, significa «don perfecto». Pues bien, un don semejante llevado a la perfección del amor supera ampliamente las fuerzas humanas. «Vengarse es humano, pero perdonar es divino», afirma el proverbio. El perdón excede siempre todos los esfuerzos de la voluntad humana, por muy generosa y magnánima que pueda ser. Exige un plus de amor, una gracia especial que sólo puede venir de Dios. Las religiones tradicionales lo reconocen unánimemente: «Dios es el único que puede perdonar».
La psicología se pregunta actualmente si es posible el perdón sin la ayuda de Dios. Sí, responden algunos psicólogos humanistas que hacen del perdón una simple técnica terapéutica. Yo no puedo admitirlo, ya que entonces se corre el peligro de reducir el perdón a un medio de curación, desviándolo de su finalidad propia que es la superación en el amor a los enemigos. Lo que permite realizar un gesto de tan alta generosidad como es el perdón es el sentimiento profundo de ser amado y perdonado de forma incondicional por Dios. En efecto, ¿cómo se puede amar si no se tiene el sentimiento de haber sido amado? Del mismo modo, ¿cómo se puede perdonar si no se tiene la íntima convicción de haber sido perdonado?
El «perdonador» goza de la gracia divina que confiere un amor completamente especial que supera todo amor humano. Es esa gracia la que le permite perdonar. De hecho, el perdón que él concede no es más que el eco del perdón que Dios le ha concedido antes a él. Hasta cierto punto, el «perdonador» no es el autor de su perdón, sino el sujeto del perdón divino. Sólo la fuerza del perdón recibido de Dios hace al ser humano capaz de perdonar a su vez.
En resumen, el perdón es el fruto de la colaboración entre el esfuerzo humano y el don de Dios. Impide caer en la trampa del deseo de venganza; hace tomar conciencia de la propia herida y la cura; restablece la autoestima y la confianza en los recursos propios; nos recuerda que con la gracia de Dios tenemos poder para crear auténtica novedad. El perdón nos abre al porvenir y hace posible la realización de nuestra misión.