II.- LA IMPORTANCIA DE LA MISION
Si la sociedad estuviese imbuida del espíritu cristiano, no sería necesario que trabajáramos en la tarea de autoeducarnos para descubrir y realizar nuestra Misión. En un ambiente marcadamente cristiano, normalmente la búsqueda y realización de nuestra Misión se haría de manera más irreflexiva y espontánea.
No podemos decir precisamente que nuestra cultura esté impregnada de valores cristianos. Carecemos de un cristianismo vivo en el ambiente que nos rodea, y éste nos arrastra con fuerza en otra dirección. El hombre moderno está sometido, a un proceso de radical despersonalización.
Por estos y otros motivos, conocer nuestra Misión se hace extraordinariamente necesario, si es que queremos salvar nuestra personalidad y ser agentes activos de la revitalización de la Iglesia, para que ésta llegue a ser alma de una nueva cultura. Nos vamos referir ahora a la importancia de la Misión para la persona, para la comunidad y para la Iglesia.
– La Misión centra la personalidad
En nuestro mundo moderno, afirma M. Quoist, existe un peligro muy superior a la amenaza de las bombas atómicas; es la ‘explosión’ interior del hombre, su ‘atomización’ sicológica o espiritual. Sí el hombre domina cada vez más el universo material, pero está siendo hostigado por múltiples estímulos exteriores (Internet, TV, Video juegos, cines, radio, periódicos), que le llevan dominarse cada vez menos a sí mismo. Precisa rehacer su propia síntesis si quiere vivir y obrar.
Sí, es necesario que este hombre sin yo, que carece de continuidad en su vida interior y en su actividad, encuentre su centro; su «propia síntesis». Sólo de este modo es y actúa verdaderamente como persona humana. El «hombre-internet», sin médula ni principios, sin norte, está constantemente expuesto a ser arrastrado por cualquier viento de doctrina y es apto para ser manipulado por otros con facilidad. Es un hombre incapaz de establecer vínculos de amor con fidelidad
La doctrina y la práctica de la Misión quisieran ayudar eficazmente a formar un tipo de hombre que supere el desafío del colectivismo. Necesitamos personalidades definidas, que posean un centro, que sepan quiénes son y qué es lo que quieren hacer de su vida.
La Misión centra nuestra personalidad, pues capta y canaliza la tendencia fundamental que nos impulsa y, a la vez, nos orienta hacia una actividad concreta que estamos llamados a realizar. De este modo, es un factor unificante de la personalidad, una <<idea-fuerza» entorno a la cual nuestra vida logra organizarse y adquirircoherencia.
Consideremos, primero, la Misión como factor unificador. Si nos orientamos por este puntode vista, entonces la persona descubre cuáles la tendenciafundamental que la impulsa y, a partir de ella, puededesarrollar, con la ayuda de la gracia, el núcleo de supersonalidad hasta alcanzar la perfecta libertad de loshijos de Dios.
Cada persona posee una sensibilidad y determinadas inclinaciones que brotan de su estructura de ser, que han sido motivadas por las vivencias que ha tenido y por las circunstancias concretas en que ha crecido. Dentro de estas tendencias existen algunas que son más fuertes y dominantes que otras. Quien posee un cierto conocimiento de sí mismo, sabe normalmente qué cosas son las que le afectan de modo más profundo, tanto en la esfera racional consciente como en la vida afectiva y emocional.
En la búsqueda de la Misión tratamos de descubrir qué nos «pesca» por dentro, cuáles son las zonas sensibles del alma, cuál de nuestras tendencias o impulsos es dominante. Esta tendencia fundamental es a la vez expresión de nuestra psicología individual y también impulso que la gracia imprime en nuestro ser. Pues la gracia no es un factor extrínseco a nuestra estructura sino que se recibe en ella, la eleva, la sana y le da un vigor que va más allá de las capacidades naturales.
Ahora bien, quien logra encontrar la veta de su tendencia fundamental y logra clarificarla, tiene en sus manos la raíz de su Misión personal. Posee la energía vital profunda de dicha Misión Personal, lo que imprime un impulso creador a todo su ser y actuar. Descubriendo esta tendencia fundamental captamos, en último término, la modalidad propia de la fuerza del amor en nosotros y el matiz original de nuestra imitación y seguimiento de Cristo que estamos llamados a encarnar. En otras palabras, poseemos el principio integrador de nuestra personalidad, un centro de asociación y un eje en torno al cual se construye y organiza armónicamente la totalidad y diversidad que representamos.
Descubrir la tendencia fundamental, implica un adecuado conocimiento de nosotros mismos y también un discernimiento, ya que en nuestro interior existen tendencias positivas, queridas por Dios, y también tendencias desviadas que son expresión del pecado original y personal. Pero si observamos atentamente, incluso en nuestras pasiones desordenadas se refleja muchas veces una tendencia positiva que sólo ha sido mal encauzada. De allí que es necesario discernir y detectar cuidadosamente cuál es la tendencia fundamental positiva y querida por Dios.
La tendencia fundamental de nuestro yo tiene que ser cultivada y desarrollada hasta su perfeccionamiento y la persona crecerá, entonces, a partir de un núcleo como un todo coherente y orgánico. Cómo llegar a descubrir la tendencia fundamental puesta por Dios en cada persona, es la pregunta que trataremos de responder el capítulo sobre la búsqueda de nuestra Misión.
Ahora bien, podemos abordar la Misión desde otro punto de vista, el de la Misión como tarea. Este centra nuestra personalidad en relación a la tarea concreta que Dios nos ha dado dentro de la sociedad, en nuestro campo de acción y de trabajo, en el seno de la comunidad a la cual pertenecemos.
La Misión como personalidad, es complementario con la Misión como tarea. El uno está contenido implícitamente en el otro. Si alguien tiene interés por una determinada profesión o tarea, es porque ve en ella, consciente o irreflexivamente, la realización y el cauce de su tendencia fundamental. Sólo el punto de partida es diferente. En la Misión como tarea, la persona no mira tanto a sí misma, sino más bien lo que tiene por delante, aquello que quiere emprender y realizar.
Cada uno de nosotros se enfrenta a tareas concretas, como hombre, como ciudadano, como padre o madre de familia, como miembro vivo del Pueblo de Dios, como miembro de una determinada comunidad. Dentro de estas coordenadas, tratará de descubrir cuál es la Misión a la que está llamado a consagrar toda su vida y desde la cual abordará otras tareas u ocupaciones particulares. Para descubrirla considerará el camino concreto por el cual Dios lo ha guiado, las aptitudes y capacidades con que lo ha dotado; las necesidades de la sociedad y de la Iglesia; los signos de los tiempos.
La Misión se convierte en «carisma»personal que Dios le ha dado para bien de la comunidad. Fidelidad a esa tarea será, para él, fidelidad a sí mismo y fidelidad al que se la confió.
Resumiendo, ambos caminos señalados nos conducen a lo mismo: La Misión, es la idea-fuerza en torno a la cual se organiza y adquiere coherencia nuestra vida.No es una idea arbitraria, pues ha sido leída en el orden de ser de la persona y en aquello que Dios señala objetivamente por las voces del tiempo y por las circunstancias. La Misión es una idea motriz, querida por Dios; en ella se ref1eja lo que El pensó de nosotros al crearnos y la relación original que tenemos con Cristo por la gracia.
– La Misión enaltece a la persona
Nuestra «Misión» expresa una realidad superior que se destaca sobre lo corriente y supera medianías. Al decir Misión Personal entendemos nuestro yo en su expresión más alta, como voluntad de ser en forma plena, como germen que tiende a desarrollar al máximo la fuerza sus potencialidades. Es por eso que la Misión actúa en nosotros con la fuerza de una idea llena de valor, que nos impulsa desde dentro hacia la conquista de nuestro yo-rey, es decir, del yo redimido que Dios quiere ver realizado en nuestra vida para su mayor gloria.
El animal irracional nunca enfrentará la disyuntiva de ser más o de ser menos, porque simplemente es llevado por su instinto y moldeado por el condicionamiento material de su existencia concreta. El hombre, en cambio, tiene la posibilidad y el deber de enfrentarse a sí mismo y plantearse en forma libre ante la posibilidad de poner su vida bajo la luz de la magnanimidad o bien de quedarse en la mediocridad.
La Misión, nuestro ideal personal nos lleva a orientar nuestra vida por la ley de la magnanimidad, haciendo nuestro, de esta manera, el criterio de acción que el Señor proclama en el Evangelio. Cristo no predicó el «mínimo necesario» para Salvarse más bien anunció un ideal extraordinariamente elevado y exigente. Cristo rompe los límites de una moral minimalista y servil: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre Celestial, nos dice. Es imposible imaginar un fin más alto. El no se contenta con la ley de los escribas y fariseos. Su ley es la ley de la magnanimidad. El criterio de comportamiento que propone supera los márgenes «normales» de una prudencia puramente humana: “Porque os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos.”
En el Sermón de la Montaña, la carta magna de su Buena Nueva contrapone el minimalismo legalista de los fariseos y el amor magnánimo propio de los hijos del Reino. Cristo vino a reemplazar la ley de la esclavitud, del temor y del castigo, por una moral de hijos de Dios, del Espíritu y de la libertad. Según esta moral, no debemos preguntarnos cuál es el mínimo necesario o «decente», ni qué es «razonable» a los ojos del mundo, sino cuál es el máximo posible en el orden del amor. Pues, como dice San Pablo:
“No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre!”
Ser magnánimo significa tener un espíritu grande, un corazón amplio y generoso que constantemente se pregunta qué más puede hacer todavía. La magnanimidad no es minimalista, busca más bien darse sin medida.
Cuán necesario es que surjan hoy personalidades dispuestas a romper con la mediocridad reinante. Son demasiados los que se dejan arrastrar por la tibieza. Uno de los últimos papas, Pío XII, acuñó la siguiente frase: «La tragedia de nuestro tiempo no es tanto la maldad de los malos, sino que los buenos no se atrevan a ser mejores». El mismo peso que ha puesto el pecado original en nuestra alma, nos atrae con fuerza hacia abajo. Y, en estas circunstancias, basta sólo con dejarse llevar por la corriente para seguir sin más por el «ancho y espacioso camino que lleva a la perdición». Entonces, aparece en nosotros el «pequeño burgués», el hombre del «mínimo decente», aquel que se contenta con hacer lo indispensable sin dar un paso más allá. Se está satisfecho con una moral del cumplimiento de las obligaciones cuya medida se restringe a sólo evitar el pecado grave. De ellos dice el Señor en el Apocalipsis:
“Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojala fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, vaya vomitarte de mi boca.”
Nuestra medida no es hacer «lo que toda la gente hace». La norma la dicta el Misión: si el Señor nos ha dado alas para volar hasta las cumbres, no podemos quedarnos en la planicie. Para alcanzar esa cumbre contamos con nuestras capacidades naturales y con la sobreabundancia de la gracia.
La Misión personal nos enaltece, además, por cuanto nos regala un sentir noble respecto a nosotros mismos, es decir, nos hace tomar conciencia de nuestro valor personal. Esto no debemos confundirlo con el orgullo. La soberbia consiste en buscar la grandeza separados de Dios; pero buscar la grandeza, en unión y dependencia deDios es una virtud, es el reconocimiento de losdones y los talentos que el Señor nos ha dado. María, lahumilde sierva del Señor, no trepidaba por eso en decir: “Grandes cosas ha hecho en mi el Poderoso”. (La obra maestra y monstruosa al mismo tiempo, de ésta época, ha sido la de transformar al hombre en un gigante del mundo físico a costa de su espíritu, reducido a un pigmeo en el mundo sobrenatural y eterno).
Creer que estamos llamados a algo grande, pertenece a la esencia del cristianismo, ya que no somos hijos de las tinieblas, sino de la luz. De ahí que el Señor nos dijera: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos». Hoy más que nunca es necesario recobrar y cultivar la conciencia de la propia grandeza y dignidad. Creer que no somos capaces de nada, es ser desagradecidos con Dios y desconfiar de su misericordia y ayuda. No podemos dejar que una atmósfera depresiva y de pantano invada nuestra alma. Terminaríamos paralizando todas nuestras fuerzas. Más bien siempre deberíamos contemplar en nuestra vida las palabras del apóstol: «Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz».«Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo».
La Misión Personal nos está recordando en cada momento que Dios nos ha hecho grandes y que espera cosas grandes de nosotros. No con el criterio de grandeza que tiene el mundo, sino con la grandeza que vale a los ojos de Dios. Somos portadores de una grandeza interior, de la cual debe brotar un estilo de vida noble, de acuerdo a lo que nos dice san Pablo:
Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados.
Por último, la Misión personal enaltece nuestra vida en cuanto la orienta careadoramente hacia un fin elevado. Por la Misión personal nos consagramos a una causagrande; no nos contentamos con las metas burguesas quellena la existencia de aquellos que desperdician su vida enla mediocridad.
Es un hecho que solemos olvidar, una virtud que pertenece a la esencia del cristianismo: la esperanza. La esperanza nos orienta hacia la consecución de las promesas futuras y nos da la confianza que podemos alcanzar nuestra meta, ayudados por la gracia que Dios nos da abundantemente. Lo contrario de la esperanza es la pusilanimidad, que consiste en no atreverse a emprender grandes tareas por falta de ánimo y por desconfianza en las propias fuerzas.
La Misión personal nos hace vivir la esperanza; despierta en nosotros un fuerte dinamismo vital que nos lanza hacia el futuro en pos de la meta que el Señor ha puesto a nuestra vida.
Quien tiene ante sí una gran tarea, experimenta un constante estímulo que despierta en él el interés y la creatividad. Le sucede lo mismo que a san Pablo, que confesaba: «La caridad de Cristo nos urge, y todo lo puedo en Aquel que me conforta». El apóstol de los gentiles se sentía alcanzado por Cristo, y por alcanzarlo a El era capaz de dejarlo todo:
“No es que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús. Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús”.
Y cuando en medio de nuestra lucha sentimos la distancia que nos separa de la Misión de nuestra vida, cuando palpamos vivamente nuestra debilidad, entonces, también debemos escuchar, como dichas para nosotros, las palabras que el Señor dirige al apóstol: «Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza». La esperanza expresada en la Misión nos llena de optimismo y de sana victoriosidad cristiana, ya que «en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman».
2.- Para la renovación de la sociedad.
Una de las características más típicas de nuestro tiempo es, sin duda alguna, la profunda crisis social por la cual atravesamos. Del extremo individualismo liberal, característico del siglo pasado y de comienzos de este siglo, nos movemos cada día más aceleradamente hacia un colectivismo extremo, propio de una sociedad masificada y gregaria. No hemos sabido resolver la tensión entre personalidad y comunidad.
La sociedad colectivista, en su modalidad capitalista o marxista, se define por el desconocimiento práctico del valor y la dignidad del individuo concreto, aunque en teoría muchas veces ese valor y dignidad estén reconocidos.
El hombre concreto es considerado como una «fase» en el proceso revolucionario, un «factor” de la producción, un «caso» clínico. Es decir, no es sino un objeto utilizable, que se analiza y se cambia según lo indiquen las conveniencias. Se trata de una sociedad en la cual los individuos viven el uno al lado del otro, unidos sólo por intereses extrínsecos y funcionales. Y este fenómeno no se constata únicamente en la fábrica, en los partidos políticos, en la maquinaria administrativa y en los planteles de educación. Se constata en el seno mismo de la vida familiar. El bacilo del colectivismo nos ha invadido mucho más de lo que pensamos. Incluso, muchas veces, nuestra misma educación religiosa colabora en la producción del hombre colectivista, pues se transmite un cristianismo impersonal, ideologizado, moralista y formalista, que no logra crear verdaderas actitudes cristianas y un estilo de vida coherente.
Muchos se engañan pensando que el capitalismo liberal, que precedió al marxismo y que siempre trata de surgir de nuevo como réplica al mismo, es una solución adecuada. A semejanza del colectivismo, el individualismo también destruye a la persona, pues encierra en la cárcel del yo y de los intereses puramente egoístas. Destruye la comunidad, porque la convierte en un conglomerado de seres que viven el uno junto al otro sin conocerse, sin respetarse y sin amarse. Se proclama la dignidad de la persona y los derechos humanos, y sin embargo, en la práctica, se pasa por encima de ellos. En la libre competencia, el que tiene más, aplasta y utiliza en su provecho al que tiene menos; el ideal de la libertad parece consistir entonces en que cada cual haga lo que quiera, sin preocuparse mayormente de la responsabilidad solidaria que tiene por el otro.
La teoría y la praxis de nuestra Misión personal nos conducen hacia una solución radical del problema social, pues están orientadas a salvar la dignidad de la persona humana, eje de toda renovación social auténtica y duradera. La misma teoría y praxis nos llevan a encontrar el adecuado equilibrio entre transformación personal y cambio de las estructuras.
En general, las soluciones que se proponen al problema social, tanto las de corte capitalista como las de corte marxista, se mueven en el plano del puro cambio de estructuras, sin considerar suficientemente que es necesario cambiar al mismo tiempo. Soluciones puramente técnicas y económicas no conducen por sí mismas a una verdadera renovación de la sociedad. Una auténtica reforma de estructuras es ciertamente necesaria pero, para que ésta sea fecunda, debe ir acompañada de una eficaz renovación en el hombre.
La Iglesia está llamada a ser inicio e instrumento de la instauración del Reino de Dios aquí en la tierra: Su Misión implica la tarea de ser alma del mundo. Ahora bien, el Reino de Dios se instaura en la medida en que se produce una auténtica conversión personal y un cambio ambas realidades en las estructuras socioeconómicas, en miras a una sociedad más justa. Sin embargo, es difícil encontrar la armonía entre ambas realidades. Se suele acentuar unilateralmente un polo y así, en la práctica, se termina negando o restando importancia al otro. Si se habla de formación personal o espiritualidad, se teme que quede de lado la acción y el compromiso concreto con la realidad, que se caiga en un espiritualismo o en un individualismo, y que no se emprenda una lucha eficaz por el cambio de las estructuras. Si se destaca la importancia del compromiso del cristiano en el orden social, político o económico, se lo hace dejando de lado el trabajo por la conversión personal y por el cultivo de una vida espiritual profunda. Se piensa que la autoformación conduce a una excesiva preocupación de sí mismo y del ámbito microsocial, y que se disminuye el sentido por lo macrosocial.
Términos como «formación» y «espiritualidad», de hecho están hipotecados por una experiencia en la cual estos conceptos, u otros afines, se identifican con el cultivo de
una piedad de marcada tendencia sobrenaturalista, la formación no es individualista y alienante. La palabra «formación» también se suele restringir al orden de lo puramente intelectual y de la reflexión. Desde este punto de vista se entiende, entonces, las reacciones de quienes, ante el peligro del sobrenaturalismo, acentúan unilateralmente el temporalismo, o que, por reacción ante el individualismo, caen en tendencias colectivizantes.
En los últimos decenios, el magisterio de la Iglesia ha proclamado reiteradas veces una visión orgánica e integrada de estas realidades, particularmente de la armonía entre cambio del corazón o de la persona y cambio de las estructuras.
Por eso, para nuestra verdadera liberación, todos los hombres necesitamos una profunda conversión, a fin de que llegue a nosotros el «Reino de Justicia” de amor y de paz». El origen de todo menosprecio del hombre, de toda injusticia, debe ser buscado en el desequilibrio interior de la libertad humana, que necesitara siempre en la historia, una permanente labor de rectificación. La originalidad del mensaje cristiano no consiste directamente en la afirmación de la necesidad de un cambio de estructuras, sino en la insistencia en la conversión del hombre, que exige luego este cambio. No tendremos un continente nuevo sin hombres nuevos que, a la luz del Evangelio, sepan ser verdaderamente libres y responsables.
Es esa conversión, precisamente, la que pretendemos lograr por el cultivo de nuestra Misión personal. Es una conversión orientada al cambio de estructuras, y que exige ese cambio. Pablo VI, en Evangelii Nuntiandi, por su parte, señala la ineficacia del cambio de estructuras, si no está acompañado por el cambio en el corazón del hombre:
“La Iglesia considera ciertamente importante y urgente la edificación de estructuras mas humanas, mas justas, mas respetuosas de los derechos de la persona, menos opresivas y menos avasalladoras; pero es consciente de que aun las mejores estructuras, los sistemas idealizados, se convierten pronto en inhumanos si las inclinaciones inhumanas del hombre no son saneadas, si no hay una conversión de corazón y de mente por parte de quienes viven en esas estructuras o las rigen”.
La proyecciones del cambio interior, de la conversión del corazón, las señala el mismo documento cuando explica:
Pero la verdad es que no hay humanidad nueva si no hay en primer lugar hombres nuevos, con la novedad del bautismo y de la vida según el Evangelio, La finalidad de la evangelización es, por consiguiente, este cambio interior y, si hubiera que resumirlo en una palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama, trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambientes concretos.
Sectores de humanidad que se transforman: para la Iglesia no se trata solo de predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez mas numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación.
Tenemos pues conciencia de que la transformación de estructuras es una expresión externa de la conversión interior.
Considerando estas verdades, creemos que la teoría y la práctica de nuestra Misión personal son capaces de dar respuesta a las necesidades que plantean los signos de los tiempos en este momento histórico.
Una autoformación orgánica supera las tendencias espiritualistas y temporalistas. Aborda a la persona desde un punto de vista moral-religioso en forma integral, en la totalidad de sus dimensiones: en el ámbito individual, familiar, profesional, cultural, social, político, y económico; en la relación de la persona consigo misma, con Dios, con la comunidad y con el trabajo. La autoformación no es un proceso intelectual, no es mero conocimiento o reflexión, es algo vital que tiende a transformar la mente y el corazón. Si esta conversión es auténtica, implica necesariamente la conquista de actitudes, criterios de juicio, de una mentalidad y estilo de vida verdaderamente evangélicos, y por su dinámica intrínseca impulsa hacia la conformación en Cristo de toda la realidad en la cual existe y se desarrolla la persona.
La autoformación, entendida en esta forma, camina a la par con el cambio de estructuras del individuo, o con la adquisición de un estilo de vida personal, y con el cambio de estructuras macro sociales, en la medida y en el radio de acción que puede abarcarlas la persona concreta.
Si damos prioridad al cambio de la persona, como la «originalidad cristiana», ésta se refiere al orden de ser y al hecho de que este cambio sustenta y garantiza la eficacia de las transformaciones estructurales.
En ese ámbito, es donde compete intervenir directamente a la Iglesia como formadora de la fe y educadora de auténticos cristianos comprometidos. Son otras las instancias que tienen la primera responsabilidad de velar por el cambio directo de las estructuras sociales. Su tarea sería vana si la Iglesia no cumple adecuadamente lo que a ella le corresponde en primera instancia.
3.- Para el cristianismo .
La importancia de la Misión personal se hace aún más patente si se la considera a la luz de la situación del cristianismo actual. Hoy ha desaparecido lo que llamábamos «cristiandad”, es decir, la sociedad que es producto de una cultura cristiana donde la Iglesia impregnaba la vida y las instituciones reinantes. Por esto, en nuestro tiempo, al cristiano se le exige una posesión mucho más consciente y misionera de su mensaje y Misión propios.
Para designar este nuevo estado de cosas, hablamos de un cristianismo de diáspora. Quien quiere hoy en día vivir su fe, no puede contar con el apoyo de un ambiente cristiano, sino que debe basarse en una decisión estrictamente personal, y sabiendo «nadar contra la corriente” en medio de una atmósfera cada día más y más secularizada.
En este sentido, el P. Kentenich habla de la necesidad de un «cristianismo de decisión», a diferencia de un «cristianismo por costumbre», recibido por tradición. Dice al respecto:
Se trata de un cristianismo que pone fundamentalmente el acento en la opción personal, en la decisión propia esclarecida y en una vigorosa voluntad de ejecución y de conquista. Está dispuesto a renunciar a ser simple acompañante y seguidor. Trabaja, más bien, sobre la base de vigorosas personalidades cristianas, de jefes, que han hecho de la religión su forma interior de vida y un imperativo que los impulsa hacia adelante. No le basta tampoco, como ocurre en el cristianismo por costumbre, con desarrollar su fuerza de atracción y su actividad creadora, poniendo en primer plano la irradiación de una atmósfera común o la transMisión cuidadosa de formas y costumbres reconocidas por todos; no le basta con hacer crecer a sus miembros de una manera más bien espontánea e irreflexiva, y, en cierto sentido, sin esfuerzo, en el ser, en la vida y el actuar de la comunidad cristiana. No queremos decir con esto que el cristianismo, por costumbre, no conozca también la opción y la elección personal, sino tan sólo que no pone particularmente el acento en ella.
Tampoco necesita hacerlo, ya que las circunstancias indican en forma natural otros caminos. El cristianismo por costumbre tiene lugar allí donde éste domina y conforma un medio cultural más o menos cerrado e insular. Así sucedió en los tiempos pasados en occidente cuando éste representaba un mundo cristiano cerrado. Esto ya no existe. Puede ser que aquí o allá haya todavía un enclave cristiano; sin embargo, éste ya no puede contar por mucho tiempo más con una vida larga y tranquila. Hacemos bien en tomar conciencia que el occidente se encuentra inconteniblemente en vías de llegar a ser campo abierto de una sociedad de religiones mezcladas que avanza vertiginosamente hacia la secularización. La rueda de la historia ya no puede volver atrás. No tiene ningún sentido pretender constituir en norma de vida y de actuar a situaciones que correspondían a la época medieval. La orientación hacia el pasado debe ser reemplazada, cada día más y más, por la orientación hacia el futuro. De otro modo, desperdiciamos nuestras fuerzas, luchamos por utopías y dejamos expuesto el campo de batalla del presente, sin mayores obstáculos, a las fuerzas enemigas. Ya es hora que hablemos en todos los continentes de la transformación del cristianismo en un cristianismo de elección. Mañana y pasado mañana, la situación resultará aún mucho más difícil y complicada que ayer y anteayer.
Quien quiera ser cristiano en esta época, tiene una tarea difícil por delante. La mentalidad que reina en el ambiente no lo comprenderá e incluso lo rechazará. Resulta incómodo alguien que se guía por otros principios y que no comulga con el estilo de vida reinante. El cristiano actual debe estar dispuesto a afirmarse en un medio adverso, donde no hay interés por Dios o se le desconoce ya enteramente. no basta una fe recibida por tradición, o la práctica de formas cristianas tras las cuales no está todo el ser de la persona. Hoy necesitamos hombres que hayan conquistado una convicción eminentemente personal de su fe y que hayan internalizado las verdades del Evangelio, no como verdades intelectuales sino como palabras de vida que penetran y conforman toda la mentalidad y el comportamiento. Es justamente esto lo que queremos lograr a través de la Misión personal.
La Misión Personal nos lleva a tomar decisiones concretas que sean respuesta a la llamada que nos hace Cristo Jesús. Le respondemos con un compromiso consciente y libre, y lo seguimos a partir de esa elección. De este modo, la fe no se queda en un plano teórico sino que capta la vida y la perspectiva de intereses de la persona concreta. Al personalizar la fe, ésta pasa a ser un imperativo de conversión y de acción, que nos capacita para enfrentamos con un ambiente que se guía por otras ideas, a veces enteramente contrarias a las nuestras. La Misión personal crea personalidades de líderes, y líder es quién ha hecho del cristianismo una convicción personal y, por tanto, no depende del apoyo, de la motivación y de la comprensión de los demás. Al contrario, cuenta con que no será apoyado por los otros y que él deberá irradiar sus ideales y penetrar el medio en el cual vive:
la Misión Personal forma un cristiano capaz de afirmarse a sí mismo en una situación de diáspora.
Pero esto no es suficiente. Dijimos que el tiempo actual exigía también un cristianismo misionero. La misma situación de diáspora está ya indicando la necesidad de que los cristianos se movilicen apostólicamente. Cristo no pensó a la Iglesia recluida en el sótano, replegada en sí misma o pasiva: «Vosotros sois la luz del mundo. No puede estar oculta una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino sobre el candelabro, para que alumbre a todos los que están en la casa». El proclamó que debíamos ser la sal de la tierra y la levadura que fermenta toda la masa.
El envío apostólico pertenece a la esencia misma del cristiano auténtico. Cristo lo declara solemnemente: «Como el Padre me envió, también yo os envío, Estas palabras clarifican el sentido profundo del envío final a los apóstoles hecho por el Cristo resucitado: ID por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la Creación. El envía a los apóstoles a ser sus testigos hasta los confines de la tierra». Y este envío misionero permanece vivo y actuante a lo largo de los siglos en y por la Iglesia:
La Misión evangelizadora es de todo el Pueblo de Dios. Es su vocación primordial, «su identidad más profunda». Es su gozo. El Pueblo de Dios con todos sus miembros, instituciones y planes, existe para evangelizar. El dinamismo del Espíritu de Pentecostés lo anima y lo envía a todas las gentes.
Es necesario plantearse un cristianismo impulsado por un vigoroso espíritu de conquista, pues el amor de Cristo nos urge a trabajar para que el Evangelio llegue a todos los rincones de la tierra, y sea la energía vital que penetre todas las estructuras de la sociedad. La doctrina y la práctica de la Misión Personal quiere ayudar a formar ese tipo de cristianos.
La Misión Personal no se contenta con ponernos ante una Misión en general, sino que nos obliga a preguntamos por la Misión específica y concreta que Cristo quiere que realicemos. Sabemos que recibimos del Señor las gracias necesarias para cumplirla y que Dios nos irá mostrando el camino para realizarla hipara dar así un fruto abundante, de modo que, brillando nuestra luz ante los hombres, nuestras buenas obras y glorifiquen al Padre que está en los cielos.