I.- EL EDUCADOR

Educar e instruir son dos cosas muy diversas. La educación se refiere a todo el hombre; la instrucción, sólo a su inteligencia, y aun con respecto a ésta, son dos cosas distintas: enriquecerla con conocimientos y desarrollarla y capacitarla para el estudio.

Hay hombres de gran entendimiento, muy mal formados; muy cultos, pero faltos de lógica y de las ideas fundamentales de la que son los rieles por donde ha de caminar la vida. Y faltos, además, del desarrollo intelectual de que son capaces por no haber tenido formación para ello.

El educador desenvuelve todas las facultades del hombre, no sólo el entendimiento, sino la memoria y la voluntad, el sentimiento y la imaginación. Y, en el orden físico, el organismo.

Una cosa es el educador y otra el filósofo de la educación, como una cosa es el profesor y otra el filósofo de la enseñanza.  El educador, educa; el de la educación discurre teóricamente sobre cómo se ha de educar. Hay menos educadores que filósofos.

Sea lo que fuere de ti, lector, habrás de verte en el caso de educar: o como padre de familia, o como catedrático o como alcalde de tu pueblo. No me tomarás a mal, por ello, unas sencillas ideas, que acaso te puedan orientar acerca de una materia en que se desatina tanto.

1. El poder de la educación es decisivo
Un niño de familia judía será judío; de familia católica, católico; de familia protestante, protestante. ¿Es eso negar la libertad? De ningún modo; por eso se dan excepciones; es sólo conocer la fuerza inmensa de la educación.

Todos los institutos religiosos tienen seminarios menores, con niños de once o doce años: son vocaciones incipientes a lo más; prácticamente, sólo una materia prima, apta para imprimirles una forma sustancial. Si van a los capuchinos, son capuchinos; si a los franciscanos, franciscanos.

2. Cualidades naturales
El educador, como todo artista, nace; aunque no sea como el poeta que se lo debe todo a la naturaleza. Un pintor y un escultor han de tener cualidades nativas para su arte y sin ellas harán muy poco. De la misma manera, un educador, que es el artista de las facultades humanas, ha de nacer con cualidades para modelar los hombres y sin ellas no conseguirá casi nada. Puede escribir maravillosamente sobre educación y no saber educar.

3. La primera cualidad del educador es amar su vocación 
Y la razón es que educar exige un gran espíritu de sacrificio; porque no opera aquí el educador sobre mármol o madera, que ha de ceder forzosamente a los esfuerzos del artista; sino sobre la voluntad libre, que se resiste al mismo Dios.

4. Educar bien pide el sacrificio de la vida.
Por muchas cualidades naturales que se tengan es imposible llegar a una aceptable perfección en este arte precioso, sin consagrarle toda la vida. 

Un artista, un ingeniero, un médico, un abogado, dedican años y años a su profesión, y no acaba de perfeccionarse, para descollar sobre las medianías; un educador con poco tiempo, en los años más mozos, parece que tiene de sobra. ¡Es una ilusión! La experiencia no se suple con nada. ¡Si les pasa lo mismo a los zapateros, aunque sean linces en su oficio. Dos años de albañiles, dos de torneros, dos de electricistas, dígase lo que se diga, no puede ser.

5. Aunque el educador haya de ser un hombre de dones congénitos, no quita ello que las perfeccione con el estudio y la experiencia.
No con la experiencia sola, nacida de lo que se ha visto practicar a otros, ni sólo con la experiencia de lo hecho por sí mismo, sino del estudio de los principios fundamentales del arte de educar, que son invariables, más el conocimiento de los progresos modernos; los positivos, no los pretenciosos de una pedagogía pedante.

Hay en esto un descuido gravísimo; son innumerables entre nosotros los que, teniendo oficio de educadores, y más aún de directores de colegios, que son los que han de orientar a los demás, no tienen ni la menor noción de las bases sociales del arte de educar.

6. Los educadores por excelencia son los padres.
Nadie, en efecto, como ellos posee la cualidad primera y más esencial para ser educadores: el amor a los educandos, y no como quiera, sino el amor de sacrificio, la ternura, la paciencia, la constancia, la posibilidad de dirigir por muchos años con unidad de plan.  Si los padres no educan bien a sus hijos, aún amándolos mucho, es porque no saben amarlos.

7. Quien sabe amar, sabe educar.
Porque quien sabe amar, sabe corregir, sabe negar, sabe conceder, sabe premiar.  El amor que consiste sólo en dar gustos, tolerar caprichos, dejar sin sanción las culpas, ése es un amor estulto, que produce un fenómeno frecuente: el de los padres muy buenos que tienen hijos muy malos. Los aman mucho, pero muy mal.

En cambio, los padres que saben amar rarísimamente tienen hijos indignos; porque el poder de la educación es tan grande que, salvando la libertad que siempre permanece, aun cap la mejor educación, produce un efecto casi infalible.

8. Educar es hacer que el educando quiera libre y habitualmente cumplir con su deber. 
He aquí el gran fin de la educación. ¡Obra excelsa, por cierto! ¡Como que es colaborar con el mismo Dios al logro para el cual ha creado al hombre! Innumerables causas influyen sobre éste para apartarlo de  su deber; su naturaleza mal inclinada, las amistades, el ambiente  social, las sugestiones del demonio.  Fortalecer la voluntad humana, sobre en la niñez y en la juventud, para que no sucumba las influencias perniciosas de muchas concausas: ése es el objeto de la educación. Más aún: influir de tal manera que cumpla el deber con la suavidad que lleva consigo la creación del hábito. ¡No hay en el mundo ni objeto más noble ni influjo más excelente!

9. El educador ha de vivir estrechamente unido al educando.
Como que ha de conocerle para guiarle y, por lo tanto, ha de estar unido a él para conocerle. Ha de saber cómo piensa, cómo siente, cómo habla, cómo sufre. Es el caso del escultor que mira y vuelve a mirar la estatua para ver dónde está el defecto que corregir, dónde la belleza que perfeccionar.

Los que, sin contacto alguno con los educandos, se figuran que hacen labor en ellos porque están en lo más alto de la dirección, en efecto, labran estatuas; pero en serie, es decir, San Antonios, San Franciscos, San Pedros, todos de fábrica, o, lo que es lo mismo, sin expresión y sin arte, porque todos están sometidos a las mismas leyes mecánicas del centro educador. La verdadera obra educadora es personal, porque depende de las cualidades y condiciones del educando y del educador.

10. Todos hemos de ser educadores.
Los padres de familia, en sus casas; los gobernantes, en sus pueblos; los jefes militares, en el ejército; los párrocos, en sus iglesias; los religiosos, en sus obras de apostolado.

Es pues necesario que todos nos preocupemos por adquirir ideas educadoras y por hallar los hombres con vocación de educar, sobre todo, para formar a los selectos que han de poder hacer un bien o un mal muy grande en la sociedad.

11. En la educación moral, como en la intelectual, pocas normas trascendentales, repetidas y practicadas.
A los niños hay que enseñarles pocas ideas, elementales, prácticas. Así sabrían incomparablemente más que con absurdas enciclopedias. A los jóvenes, en el orden moral, lo mismo. Una virtud que es hábito moral, no se adquiere sino con la repetición de los actos del mismo género.

La virtud del celo de las almas, por ejemplo, es decir, el propio de la juventud católica, no se le puede inculcar haciendo que hoy enseñe el catecismo, mañana asista a un retiro y al otro tome disciplina.  Los jóvenes dirigentes, si han de ser apóstoles, que practiquen el apostolado, y quedarán formados para toda la vida. Nosotros nos contentaríamos con las siguientes normas: sentido sobrenatural, optimismo, acción, tenacidad, disciplina, plan.

12. La no libertad por la posibilidad del abuso es esencialmente deseducador.
Educar es hacer que, puesto el educando en la dificultad y la posibilidad de quebrantar el deber, sepa y quiera vencerse y vencerlos para cumplirlo. El educador está obligado a no exponer al que se educa a una mayor dificultad de la que se le pueda exigir; y para conseguirlo, habrá de graduar los peligros conforme a la edad; mas hecho esto, el abuso de la libertad probará que el educando es hombre, no que el educador hizo mal.

13. La educación por la acción, método rápido y agradable.
Es el mismo que se debe seguir en la enseñanza. Para saber lenguas, hablarlas; para saber matemáticas, resolver problemas; saber hacer zapatos, hacerlos. Y en el apostolado, para dar mítines, organizarlos; para saber ganar elecciones, actuar en ellas. Bueno es oír un sermón sobre la limosna; pero para educar a un niño es mejor que la dé. Bueno es leer un artículo sobre los sufrimientos de los pobres vergonzantes; pero es mucho más educador llevar a un joven a ver las tremendas miserias de ciertas familias, ocultas en buhardillas.

14. Un centro en que se educa exige cooperación de los educadores, plan en el que dirige y, si es algo nuevo, mucho tiempo. 
No basta un gran educador para llevar bien un centro católico. Si los que han de secundarle no participan de sus ideas no habrá formación. Y si participan no son estables, Porque la obra artística necesita unidad, y la unidad es moralmente imposible cuando en la obra se suceden muchos artistas.  Una estatua bella hecha por diez artistas eminentes es un caso que no se ha dado nunca.

15. Las dos bases esenciales de un centro educador son: bienestar y cultivo religioso. 
El bienestar ha de ser fruto de un régimen humano, acomodado a la edad, y de un cumplimiento serio de los deberes, exigido no de un modo mecánico, sino paternal. El cultivo religioso intenso, proporcionado a los influjos malsanos de la sociedad actual.

Pecamos por defecto de cultivo de espíritu, lo mismo en los centros de enseñanza que en las entidades juveniles; pero se puede pecar creyendo que, indefectiblemente, a un mayor influjo religioso corresponde un mejor ejercicio de la libertad. Porque ésta no es una ley física, sino moral, y es imposible que una colectividad responda unánimemente a este principio; no sólo porque, habiendo espíritus rebeldes, abusarán de la libertad en daño propio y ajeno, y porque seria necesaria una selección tan exquisita que sólo puede darse en la vida religiosa, sino porque en la sustentación del espíritu, como del cuerpo, hay un limite, que si se rebasa, lejos de aprovechar, perjudica.

Educar no es inspeccionar. Ser polizonte es molesto; pero no requiere mucha sabiduría. Un ciudadano falta a una ordenanza municipal? Pues… tal multa, ¿1nfringe otra ordenanza más grave? Pues… tal otra. El encargado de vigilar de los centros de enseñanza es el guardia municipal de los ciudadanos.

El educador es otra cosa. Ha de conseguir que el educando personalmente para hacerse un hombre probo, culto, urbano, sano de cuerpo y alma, cumplidor de todos sus deberes. I.uego entre educar y vigilar hay una distancia infinita.  Para vigilar basta un poco de genio y la tarifa de las sanciones.

Para educar se necesitan cualidades de educador, normas prudencia, amor, espíritu de sacrificio, paciencia, plan, cooperación de muchos y tiempo. De ahí  proviene la gran dificultad de convertir un colegio en centro de educación. Y el horror instintivo a crear el molde donde se han de forjar las generaciones venideras.

Es que se necesitan hombres especializados: mientras que para vigilar a los educandos bastan sujetos corrientes, disciplina rigurosa, sanciones y un reglamento que descienda hasta la minucia de si los brazos han de llevarse así o de otra manera.

16. La preocupación de los católicos debe ser el maestro, educador de la niñez.
Sobre todo del niño obrero. Lo que sea del niño, será del hombre. Convendría tener presente, con respecto a los educadores de la niñez, algunas sencillas ideas:

– El ideal del maestro católico es el sacerdote o el religioso, porque antes que nada ha de ser un modelador de la voluntad y del corazón. Y eso mejor que con nadie, con el ejemplo, con la palabra caldeada por la caridad, con la bondad y paciencia, lo pueden enseñar quienes hacen profesión de vida de sacrificio. De ahí la existencia de innumerables institutos religiosos consagrados a la enseñanza y formación de los pequeños.

– Un maestro secular católico será un selecto, a condición de tener las cualidades siguientes:

Espíritu sobrenatural para ver en los niños, antes que ciudadanos y patriotas, almas rendidas por Jesucristo, destinadas a servirle en la tierra para gozarle en el cielo.
Espíritu de sacrificio, para saber llevar paciente y benignamente la carga pesada de la formación e instrucción de los pequeños.
Vocación para la enseñanza, que requiere cualidades naturales y preparación bien orientada, en orden a instruir y educar a niñez.

– Para su selección no hay mejor método que la experiencia.
Nosotros no entregaríamos nunca una escuela sino al que demostrara que sabe llevarla, enseñando por un razonable espacio de tiempo. ¿Aprenden los niños y se educan bien? Es un buen maestro. ¿No hay disciplina en la clase y no aprenden los muchachos? Aunque sea un Salomón, es un profesor detestable.

– Pagarles la mitad o la tercera parte de lo que se asigna un maestro oficial es reservarnos la flor y nata de las inutilidades del magisterio. Hay, otra razón: todo profesor de niños ha de ser hombre de salud vigorosa y, por consiguiente, que se alimente bien. Un famélico no puede ser nada, y menos pedagogo.

Tal como nosotros concebimos la escuela y su director, podríamos establecer el teorema siguiente: El aprovechamiento de los niños está en razón directa de la actividad del profesor en clase. Aunque sea pedagogo; si sale de ella descansado, los niños no aprenden nada; si es pedagogo y sale fatigado, los niños habrán aprendido mucho.

– Descartado esto, que es vital, si queremos maestros católicos y una fuerza social enorme, queda organizarlos bien.