I.- LA RELIGIÓN Y LA POLÍTICA

El Evangelio es savia que sirve para todas las manifestaciones de la vida del hombre. Es cosa sorprendente ver cómo ese espíritu ha penetrado tan profundamente en nuestra vida, que no hay momento ni circunstancia del ser humano que no estén informados por la fe católica. El nacimiento y la muerte, el matrimonio y la sepultura, las salutaciones y las despedidas, una limosna que se pide o deniega, la toma del alimento y el descanso de la noche: todo va acompañado del recuerdo de Dios. ¿Qué más? Hasta las pequeñas florecillas del campo tienen nombres inspirados por la piedad cristiana. La religión se mete en todo, como la luz, que lo alumbra todo; como el calor, que lo vivifica todo.

El espíritu secularizador, por el contrario, quiere arrojar la religión de todas partes: de la vida, de la muerte, de la enseñanza, de la prensa, de las obras sociales, del arte, de las manifestaciones callejeras de la política. ¡Vano intento! Así como Dios lo llena todo, así la religión lo invade todo, lo mismo en el orden privado que en el público.

1. No se puede separar la religión de la política

Si la política es el arte de bien gobernar, ¿cómo la religión se podrá desentender de ese gobierno, del cual depende la prosperidad material y religiosa, el bien temporal y eterno de los hombres?

En este sentido, la religión no prescinde, no puede prescindir de ella; como no pueden ni deben prescindir de ella los ciudadanos, no sólo los seglares, pero menos aún los sacerdotes y religiosos. En este sentido, la política no es sólo un derecho, sino un deber inalienable de la Iglesia y de todos los ciudadanos, de los católicos más que de nadie, porque están obligados por ley natural y evangélica al bien común, que la filosofía natural y la católica les señala como de la sociedad. La Acción Católica no puede coexistir con la política en el sentido de los partidos, porque política de partido es necesariamente parcial, limitada y dividida. Ahora bien; cuando se trata no de política de partido sino, en sentido etimológico de la palabra, cuando se trata de la o sea de dar y procurar el bien de todos, el bien común, entonces tal preocupación no sólo no puede ser ajena a la Acción Católica, sino que constituye su deber, como también es su deber, y urgente, la caridad que abarca a todos.»

Esta inseparabilidad, que los católicos proclamamos y los anticlericales niegan, son ellos los primeros que la practican. ¡Fenómeno notable! Cuanto más se apartan los partidos de la religión, más la persiguen y mezclan con la política. Es su verdadera obsesión. Como no quieren la escuela católica, desde el poder la clausuran, y como no quieren las órdenes religiosas, desde el gobierno las disuelven; no prohíben los mítines revolucionarios pero sí los de carácter religioso.

Es decir, que los anticlericales sostienen que la religión no ha de meterse en la política, pero meten la política en todas las cuestiones religiosas, y he aquí por tanto otra razón que demuestra la necesidad de que la religión se meta en la política, a saber: porque la política se mete con la religión.

Un gobierno despoja a la Iglesia de sus bienes o de sus derecho, como es la enseñanza; ¿no podrá la Iglesia defenderse? Los que le desconozcan ese derecho de la Iglesia, es que la consideran sin derecho a la vida. Pero lo tiene independiente del Estado. Nadie en el mundo puede arrebatarle esa facultad, y contra quien la detente o la desconozca tiene ella el deber de levantar su voz.

La Iglesia y la sociedad civil son dos sociedades perfectas e independientes; la primera, de fin sobrenatural; la segunda, de temporal. Los miembros de ambas sociedades son los mismos y las materias de jurisdicción, diversas; a veces las mismas, bajo diversos aspectos. El Estado, v. gr., tiene derecho a legislar sobre la escuela, y la Iglesia también tiene derechos a educar.

2. La representación de la Iglesia no la tiene ningún partido político

Por consiguiente, la Iglesia no puede menos de meterse en la política, como hemos visto en el amplio sentido dicho; pero no puede ni debe tener la dirección de los partidos católicos. No tiene derecho a eso, ni le conviene a ella, ni a los partidos, ni a los católicos. Le basta que éstos y aquéllos inspiren su conducta en las normas del Evangelio para defender en todo caso los derechos de la Iglesia y los principios cristianos. y si ella misma rechaza esa dirección porque ni le toca ni le conviene, ¡con cuánta menos razón podrá un partido arrogarse la representación de la Iglesia con exclusión de los demás!

La Iglesia está al margen de los partidos, por muy católicos que sean. Identificarla con uno es cargar sobre ella sus responsabilidades, hacerla odiosa a los demás, hacerle partícipe de sus ideas meramente políticas; tentación muy grave, porque la fuerza de la Iglesia es inmensa y la pasión política vehementísima, y muy humano querer aprovecharse del prestigio de la religión para sacar a flote el programa propio. La Iglesia ni depende de los partidos ni tiene ni puede tener vinculada su existencia a ninguno. Está por encima de ellos y no depende de ellos sino que son ellos los que viven de ella, cuando son católicos antes que nada. Por eso cuando decaen en el espíritu perecen. ¡Y es que llevan en sí mismos el germen de la división que son las opiniones políticas!