VI.- EL GOBERNANTE

Las obras y los pueblos son lo que son sus gobernantes: si éstos son aptos, aquéllos prosperarán; si éstos son ineptos, se hundirán. Por consiguiente, a la sociedad interesa formar hombres que gobiernen el Estado, los ayuntamientos, las comunidades, las obras institucionales políticas y sociales; les interesa tanto más cuanto más trascendentales. Los hispanos son el pueblo más bonachón y dócil del mundo. ¡Lástima que no haya tenido directores! Nos falta formación de hombres, primero: y de gobernantes, después.

¿Qué ideas sacan sobre la naturaleza del hombre nuestros estudiantes?

No saben quiénes son ellos mismos, ni saben demostrar que en  se diferencian de los seres irracionales, ni cómo se demuestra la existencia de Dios, ni qué es la ley natural, ni la base de la moralidad. Nos falta también en la enseñanza, la educación de la personalidad. Los jóvenes como soldados, son hombres en pequeño, que mañana han de gobernarse a sí mismos, a sus familias y quizás a la nación. Y en orden a ello, han de iniciarse en el gobierno de sí mismos, de sus compañeros y de sus organizaciones de cultura y deportesNo es un juego, sino algo muy grave, que despierta y descubre las vocaciones de los hombres de carácter y de talento para gobernar.

Jóvenes católicos: dentro de poco mandaréis en vuestras casas, y ojala no mandéis en ellas sólo, porque significaría que os limitabais a ser unos honrados padres de familia, inútiles para otra cosa, o comodones y desinteresados de la vida pública. Para cuando vayáis a gobernar a otros, permitir unos sencillos consejos sobre bueno y mal gobierno.

1. Buen gobierno

a) Conocimiento de los hombres
Supongamos una banda de profesores acreditados. El rector toma la flauta, y se la entrega al que toca el la guitarra, el guitarra al que toca la trompeta, la trompeta al que toca el piano….¡Qué desconcierto tan infernal! Es que nadie ocupa su sitio. Quien dirige a otros ha de conocerlos, para que desempeñe el papel que les corresponde, según sus cualidades. ¿No atina porque no las conoce? Pues la asociación, entidad o lo que resulte será un desconcierto maravilloso, por culpa exclusiva director.

b) Amar a los de abajo
Y estimar sus buenas cualidades, aunque se conozcan las malas, desear sinceramente su bien. Para la compenetración cordial no hay base más firme que la de una estimación sincera. Sin eso, habrá convivencia o yuxtaposición, otra cosa, no.

No basta un amor especulativo, o un amor que consista en rezar por los gobernados. Se necesita algo más, a saber, las concesiones razonables, dentro de la naturaleza de la entidad en se viva, económicas, de libertad o de expansión, etc.

Y, por supuesto, un profundo sentido humano para exigir el con la seriedad necesaria para la prosperidad de la obra, sin olvidar que la ley que la rige no es una ley física, ni los hombres que la cumplen, locomotoras.

c) La satisfacción interior en los que obedecen
Si hay amor, y amor manifestado con obras, habrá satisfacción. Es ley del corazón humano; sentirse amado de veras y no sentirse agradecido y corresponder con amor es una anormalidad. Pues cuando la autoridad manda en esas condiciones, el se hace suave para todos.

d) No hay satisfacción con carga excesiva
Aunque un superior fuera el ideal de la autoridad, el gobierno sería insoportable si el trabajo no puede llevarse humanamente. El trabajo inhumano agobia el cuerpo y el alma y hace insufrible la ocupación más gustosa. De modo que si la carga no depende del que manda, él no se hará odioso, pero la vida sí.

e) No donde existe ineptitud
Entre los absurdos que se achacan a la Compañía de Jesús, uno de ellos es el de contrariar las inclinaciones naturales. Es al revés: a cada cual se procura darle la ocupación más conforme a sus cualidades; con lo que el trabajo es más gustoso, rinde más pueden llegar a formarse hombres de valer. Cuanto contribuya a hacer la ocupación más llevadera ha de favorecerse por la misma razón; dentro, como es evidente, del cumplimiento del deber.

f) No hay buen gobierno sin estabilidad
Sin estabilidad no puede haber plan; sin plan no puede labor eficaz; sin labor eficaz, el gobierno es inútil o perjudicial. Sólo por eso, aunque no hubiera otras razones que los hacen funestos, los gobiernos del sistema representativo son infecundos. Sin estabilidad no se forman gobernantes ni gobernados.

g) El prestigio del que manda se funda en sus cualidades personales
Es decir, en su prudencia y discreción, su justicia y su bondad. No en que hable poco y grave y trate rara vez a los subordinados y se rodee la autoridad de trámites protocolarios. Un rey o un presidente de República, con el máximum de atributos externos de autoridad, puede ser el hazmerreír de todo el mundo.

h) Suavidad y firmezaSuavidad en las formas; firmeza en exigir el deber. Suavidad no sólo en las palabras, sino en el modo de exigir la obligación. El arte del gobernante consiste en lograr se cumpla el deber con espontaneidad.

i) La virtud de hacerse cargo
El superior ha de imitar a Dios en el modo de estimar las faltas. A los ojos divinos las faltas de fragilidad humana son dignas de compasión, porque son más pecados de naturaleza que de voluntad y de malicia. Aun las mismas faltas veniales, raras y aisladas, son un tributo la naturaleza caída. Lo que Dios detesta es el pecado venial consciente y habitual; es lo peligroso y no tolerable a los ojos divinos, y lo que no deja sin castigo, frecuentemente, es la caída en cosas mayores.

De la misma manera, el superior debe sentir compasión por los defectos y negligencias semivoluntarias de los subordinados y aun por las faltas aisladas y ligeras, aunque conscientes.

La autoridad ha de ser tolerable con esas faltas y saber disimularlas; pero entiéndase que si eso es humano, no lo es menos que los súbditos se compadezcan del superior y le perdonen las mismas fragilidades.

j) Hay que tomar a los hombres como lo que son
¡Qué satisfacción tan honda sentiríamos todos si pudiéramos hacer que cuantos nos rodean tuvieran las cualidades que quisiéramos nosotros! Pero los hombres son como son; no como quisiéramos que fuesen. Tienen cualidades buenas y mano buenas solamente.  Podremos hallar sujetos que carezcan de esas malas cualidades y otros que las tengan mejores. Lo que no podremos hallar es hombres sin tacha: eso no.

El caso es ver si está en nuestra mano encontrar quien reúna un conjunto más apreciable de buenas y malas prendas. ¿No lo encontramos? ¡Ah!, pues entonces prácticamente el sujeto que “enemas es ideal; porque no es el mejor posible, pero sí el mejor realidad, y, por tanto, haremos más con él que con nadie.

k) Cualidades naturales y de gobierno
Las cualidades nativas son: prudencia, energía, vigilancia, espíritu de justicia, previsión. Pero estas cualidades no se intuyen. No basta mirar a la cara a un sujeto para sacar de ella que ha ser un buen carpintero. Que sea aprendiz, que pase a oficial, suba a maestro, y cuando hayamos visto sus obras, diremos sirve o no. Por no seguirse este criterio ocurre tantas veces el fracaso de los que gobiernan, porque se creyó tenían cualidades que no tenían en realidad, o porque, teniéndolas, no las perfeccionaron con el ejercicio, adquiriendo la experiencia necesaria para cargos de mayor responsabilidad.

En cuanto entramos en el orden moral de las cosas se pierde el juicio que en el orden económico se conserva de ordinario con lucidez. ¿Quién pone al frente efectivo de un Banco a un sujeto no acreditado anteriormente en cargos subalternos, cada vez de importancia mayor? Nadie. Pues eso que no hace nadie, tratándose de intereses económicos, lo hacemos a cada paso tratándose de intereses de apostolado.

2. Mal gobierno

a) Mirar arriba demasiadamente
Si los que están arriba manifiestan su voluntad sobre un asunto, el arte de gobernar mal consistiría en ejecutarla, si en conciencia conviene hacer otra cosa. No se trata de que no haya respeto a la autoridad, sino que no puede exigir de esa manera, ni espontánea ni racionalmente. Hay que mirar arriba antes de ordenar, claro que sí; a Dios y a la conciencia.

b) El puesto a toda costa
Si los de abajo amenazan con revueltas desagradables si no se les da lo que piden. El arte de gobernar mal, consiste en la habilidad necesaria para no quedar envuelto en el problema, fuera o no fuera justo lo que se pida. Un gobernador tiene planteada una huelga injusta e ilegal. Método novísimo de gobierno: se da toda la razón a los obreros. No se hace eso en contra de los patronos o empresarios, ni desprecio de la ley, ni amor al proletariado: es sencillamente el arte de conservar el puesto en el gobierno.

c) Disciplina férrea
El exceso de disciplina, es decir, de rigor demasiado en exigir el cumplimiento de lo mandado, y más aún exigir lo que no es humano, mata el espíritu, porque hace insoportable el yugo de la ley. Una asociación que observa sus estatutos aborreciendo al que los impone, plantea este dilema: o es una agrupación de díscolos o tiene un director inepto. En la mayoría de los casos, el que gobierna es el que contrae la responsabilidad del descontento general por falta de dotes.

d) Sanción frecuente
Un régimen en que a cada falta correspondiese una pena sería un infierno. Al gobernante que procediese así le convendría que a cada negligencia o falta suya recibiera una sanción. ¡Qué pronto cambiaría de método! La disimulación de las faltas es, a veces, en el que manda una virtud amable: la de hacerse cargo de la fragilidad humana.

El que dirige debe parecerse más a un padre que a un juez en la imposición de la pena; el juez la impone siempre cuando se comete la falta; el padre, sólo cuando conviene para educar.

e) Sanción fulminante
Se expone a la injusticia, y además hace la corrección dificultosa, la sanción se ha impuesto por la pasión, aunque la pena sea justa. Una vez pasada la ofuscación en el de abajo, que  se ponga la sanción con serenidad; así el subordinado puede quedar agradecido y enmendado.

f) Disciplina laxa
Es decir, se manda con extraordinaria suavidad para contentar a los subordinados, y éstos acaban con no contentarse con las concesiones más extraordinarias. No quedan ni disciplina ni satisfacción.

g) Meterse en todo
Invadir las atribuciones de los subordinados es declararles inútiles y ponerlos en la tentación de ser remisos en un trabajo que no se estima. Hay padres de familia que, olvidándose de que son reyes de su hogar, acuden a la cocina a ver la calidad y número de los garbanzos que bullen en el puchero. No son reyes, sino chinches del hogar.

h) No meterse
Que el subordinado esté satisfecho a fuerza de dejarle hacer lo que se le antoje, no es gobernar ni cosa que lo valga; además de que si no hay dirección, no hay acción, y sin acción no hay nada.

i) Resoluciones precipitadas
Innovarlo todo al comenzar un gobierno es de ligeros e imprudentes. Lo primero es estudiar la razón de las normas establecidas. No hacerlo así, aun siendo defectuosas, es dar impresión de autosuficientes. Fuera de los casos en que se necesita una disposición inmediata, en lo demás el tiempo y la reflexión ayudan extraordinariamente a juzgar con acierto.

j) Diferir la solución
Sí, hay que tomar tiempo cuando la coyuntura lo exige; pero indefinido para no dar la solución, de ninguna manera. Como si el tiempo solo tuviese la virtud de arreglar los asuntos. Es el caso de un herido que se desangra. Modo de curarlo: dar largas al vendaje.

k) No oír
Ni oír sólo a los primeros. Es muy humano y muy corriente que cada uno de los que se quejan no diga sino aquello en que tiene razón, callándose aquello en que no la tiene. Por eso, si se toma una resolución oído sólo el primer contendiente, es muy fácil se sentencie mal.

l) El gobernante ha de oír
Saber oír es de elemental prudencia. Primero, para informarse. Sin informarse nadie puede gobernar. Sin conocer las necesidades, los gustos, las quejas, los ideales, las faltas de los súbditos, un gobernante será un ciego, y un gobernante ciego es la mayor calamidad de un pueblo.

Para saber oír, hay que saber elegir los consejeros. Elegir los sabios, no los ignorantes; los preparados, no los amigos; los que hablen, no los que callen; los independientes, no los tímidos o cobardes; los experimentados, no los imberbes. Saber elegir los consejeros es un gran don y un gran bien para la sociedad. Y no sólo para ellos, sino para el mismo que pide el consejo.

Quien pide consejo a un inepto, se desacredita y más tarde o más temprano se hunde.
Pedir consejo a un inepto que se calle, o lo dé desacertado, podrá servir para no tener contradictor, sacar adelante su idea y tirar viviendo. Pero eso durará muy poco, se vivirá un día, pero con desprestigio que acarreará la muerte.

m) Oír chismes
¡Ay del que no conoce a los chismosos y los escucha! El que gobierna ha de tener la confianza de arriba y no ser avisado a cada paso por chismes de díscolos y neurasténicos. Lo que procede es, o quitarle el gobierno, si lo hace mal, o, si se juzga que es apto, defender su autoridad.

n) Oír a todos igualmente
La autoridad necesita suma discreción para ponderar las informaciones: de lo contrario, o se armará una confusión lamentable con los juicios contradictorios, o, lo que seria peor, estimará en más el juicio de un desequilibrado que el de un hombre grave.

Una autoridad que se halla en la cúspide del gobierno correrá el peligro de aceptar los juicios de los de abajo, atribuyéndoles el mismo valor aunque lo tengan muy diverso. ¡Y tanto! Como que para un juicio imparcial hay diez falsos o apasionados. Los hombres dignos de ser oídos son muy raros. Inteligentes hay muchos; hombres de juicio, muy pocos. y como los inteligentes dan también su parecer, embrollan el asunto. Con talento, que es muchísimo peor.

o) Inconstancia en los acuerdos
La versatilidad es indicio de falta de visión o de debilidad de carácter. Es que el superior no ordena por el conocimiento objetivo, sino por impresiones de quienes le cercan con intereses encontrados. La autoridad es entonces como la veleta que toma la dirección del último viento que sopla.

p) El exceso de avisos
Cuantos más cauces y más pequeños se señalen a la actividad, para que por ellos se mueva necesariamente la vida, menos formación habrá, porque la formación consiste en enseñar a saber hacer uso legítimo de la libertad. En el hogar, que es el centro educativo por excelencia, no hay cuadernos de avisos. Y si los hay en otras partes, es evidente que a veces pueden ser excesivos.

El afán de reglamentarlo todo produce un malestar. Lo comparamos al que se experimenta cuando, entregados de lleno a oír música,  de repente comenzara a sentirse un rebullir y picar moscas. Nadie podría disfrutar así de un rato de música. Es imposible trabajar con gusto cuando no hay otra preocupación que el avisito tal, el avisito cual, la admonición de por la mañana y la reprensión de la tarde.

q) Los celos de autoridad
Un muchacho que tiene que mandar a varones hechos ha de mostrarse modesto, con cierta discreta y amable timidez, propia de quien se da cuenta de su difícil situación. Eso es talento y virtud. Imponerse despóticamente a los mayores de edad, aun en los casos en que se tiene derecho a mandar, es pura pedantería.

r) Lo esencial
Un gobernante se sabe de memoria todas las leyes de una institución cualquiera, civil o religiosa: estudia todos los casos y ocasiones posibles de su infracción: vigila y sanciona todas las menudas faltas de sus subordinados: se entera de si hablan, si tosen, si ríen. Es un prodigio de espionaje y de amor a la disciplina.

Otro gobernante no sabe más que dos cosas: tener satisfechos a sus subordinados y hacerlos trabajar bien, y constantemente. Lo demás, menudo, supone que lo cumplen, porque están contentos; y si se quebranta, lo supone, porque son hombres. ¿Lo desprecia? No; pero lo castiga cuando esa infracción es repetida. Es que sabe que lo menudo exigido en demasía, mata la satisfacción interior, sin la que no subsiste la ley de cumplimiento de lo más grave.

3.- No son señales de buen gobierno

Las  faltas y virtudes en los súbditos
¿Sería indicio de mejor gobernante saber evitar ciertas culpas que saber hacerse amar corrigiéndolas, haciendo adelantar en la virtud? Mejor indicio éste que aquél; porque evitarlas podría conseguirse por la violencia; pero tolerar que se cometan, y, en su corrección, ganarse al delincuente, es de una sabiduría sobrehumana.

Dios tolera muchos pecados para convertir y salvar a los hombres. Una colectividad puede carecer de faltas externas, estar mal gobernada y ser ella imperfecta; y otra colectividad puede tener faltas externas, ser muy virtuosa y estar bien gobernada. Lo que no es tolerable es la falta voluntaria, repetida, y no corregida.

Por otra parte, es un error de mando reducirlo a evitar las culpas; hay que hacer practicar las virtudes. Una entidad puede tener faltas y grandes virtudes. La misma ascética personal es equivocada si se limita a quitar pecados: hay que añadir virtudes. Y poner más empeño en practicar éstas que evitar aquéllos, cuando no son externos, o, si lo son, son más que culpas. Perdemos muchas veces el tiempo del examen de conciencia mirando con microscopio faltas apenas evitables e imperceptibles. No tanto: hagamos actos de sacrificio y vencimiento propio, y agradaremos más a Dios.

El rigor de la disciplina
La disciplina es el orden externo. Pero el orden externo se puede guardar por miedo al que gobierna. En un presidio se guarda el orden tal vez mejor que en un convento de monjas. Las monjas, por amor; los presidiarios, por temor.

La disciplina es medio, no fin. Tómese de ella lo necesario para el orden; lo demás, debe quitarse. El orden exagerado ahoga la libertad que todo gobernado tiene derecho a ejercitar para saberla usar. Siendo la disciplina amable, cuesta tanto observarla, porque es un sacrificio continuo de la libertad; ¿qué ocurrirá con la disciplina rigurosa? La disciplina rigurosa, para el cuartel, porque se obedece por temor y aun ésa ha de templarla la autoridad; porque los soldados no son máquinas ni delincuentes.

Es más difícil gobernar bien con disciplina discreta, de modo que los súbditos se sientan satisfechos, que no imponer un orden estrecho, para lo que basta promulgar la ley e imponer sanciones. Lo primero lo hacen sólo los buenos educadores; lo segundo pueden hacerlo sargentos. De ahí que la tendencia general sea hacia el rigor de la disciplina, que da sensación externa de un mando inteligente y observante. Pero eso engaña a los superficiales; los observadores van al fondo de las almas, en cuya alegría y virtud encuentran el secreto del buen gobierno.

El descontento de algunos
Como no todos los súbditos pueden ser perfectos, aunque sean excelentes, tiene que haber faltas y han de sancionarse cuando sean repetidas, y es claro que entre los excelentes habrá siempre algunos que no lo sean, sino mediocres, raros, neurasténicos, inaguantables. El buen gobernante ha de avisarles, corregirles, imponerles sanción. Estarán descontentos con facilidad, aunque se les corrija con benignidad. Antes, la insatisfacción de algunos será indicio de que se sabe mandar. Así que es doble indicio de gobierno bueno: primero, que la mayoría estén contentos; segundo, que algunos no lo estén.

Repitamos lo dicho en otras partes. La blandura de la disciplina no engendra la alegría; la engendra el deber cumplido, dentro de un régimen humano. Por consiguiente, si los que obedecen cumplen su deber y están alegres, señal clara de que se sienten bien dirigidos. El descontento no nace sólo del mal gobierno, sino de la imperfección del súbdito, de su complexión, de que no cumple con su deber.

Dios es infinitamente perfecto en su gobierno, y, no obstante, ¡cuántos descontentos tiene! Pero no están descontentos del gobierno de Dios, sino de sus pecados, de sus desgracias, que no saben llevar; del desconocimiento de la providencia de Dios. Los que le conocen, los que le sirven, los que quieren cumplir su ley, qué gozosos viven, qué felices, tanto más felices cuanto más se amoldan a su ley y sus deseos.

Tener contentos a todos es imposible, e imposible tener contentos a todos los hombres de positivo valer. Porque también éstos han de tener sus errores y por ellos ser descartados del oficio de gobernar. Porque la entidad gobernada se daría cuenta de que en ella se daba premio al talento, no a la virtud, y porque el talento no virtuoso se confirmaría en sus errores viendo que se le elevaba a las alturas.

El aplauso interesado
Cuando aplauden las muchedumbres y gritan «¡Viva Fulano!», parece que dan una muestra inequívoca de alegría. En efecto, la dan, pero ¿por qué?

Puede haber muchas causas, sin que ninguna sea por la excelencia de su gobierno. Por contagio del entusiasmo, por el provecho propio, por causas concomitantes, porque Vicente va donde va la gente. Un pueblo hambriento y desnudo no puede entusiasmarse con el que manda, aunque mande bien y no tenga culpa del hambre y la desnudez. Porque nadie puede tener satisfacción interior si no tiene qué comer. Ningún pueblo es capaz de elevarse sobre su hambre atribuyéndola a las complejas causas que la producen. Eso queda para los el pueblo bajo razona así: ¿Este es quien nos manda? Pues él tiene la culpa.

El verdadero indicio de buen gobierno es la satisfacción interior, la vida llevadera, los alimentos al alcance de todos, la vivienda sana, el trabajo seguro y remunerador, la participación en los beneficios, la propiedad privada. Mientras eso no se tenga, no nos fascinemos con las banderas, las colgaduras, las exhibiciones, los gritos ensordecedores.

El rigor en las sanciones
Para gobernar bien, lo primero evitar las culpas, lo segundo evitar las sanciones, lo tercero no frecuentarlas, lo cuarto no castigar a la colectividad.

Un juez ha de considerar que no es virtud menos necesaria la misericordia que la justicia y cualquiera que mande podrá observar que puede lograr el arrepentimiento del delincuente a veces más con una frase bondadosa que con un acto de justicia.

Limitándonos al gobierno de colegiales, pueden establecerse las proposiciones siguientes:

– Si el profesor pone malas notas generales, es mal profesor.
– Si el profesor pone castigos generales, es mal profesor.
– Si el profesor no consigue que la mayoría de los alumnos sepan la lección, es mal profesor.
– Si el profesor no hace guardar la disciplina general, es mal profesor.
– Si el profesor da muchas voces y se enfada mucho, es mal profesor.
– El ideal es el premio como regla; el castigo como excepción.
– El amor, como regla; el temor, como excepción.
– La alegría, como regla; la tristeza, como excepción.
– El deber cumplido, como regla. No cumplido, como excepción.

¿Puede esto lograrse en un colegio? Sí. ¿Puede lograrse en una comunidad religiosa? Sí. ¿Puede lograrse en una colectividad cualquiera? Sí.

4.- Son señales de buen gobierno

El régimen humano
El sentido humano consiste en hacerse a todos para ganarlos a todos: a los frágiles para ayudarles, a los afligidos para consolarlos, a los deprimidos para alentarlos, a los niños para alegrarlos, a los enfermos para curarlos. Por consiguiente, al pobre, el euro; al sin trabajo, la recomendación; al niño ignorante, la escuela; al afligido, el consuelo; al enfermo, la medicina, el hospital. Y cuando esto no es posible, la manifestación de dolor, de compasión, de cariño, lo que todos querríamos para nosotros.

Lo primero es tratar al hombre como hombre. Y, por consiguiente, al seglar, al religioso, al virtuoso y al que no lo es, como hombre. Y ello supuesto, porque todos tienen la misma naturaleza; después, al niño, al joven y al viejo, según su edad. Y más aún concretamente: al pobre, al enfermo, al afligido, según su estado de espíritu.

¿A qué hombre no le gusta un dulce?
Luego aunque se trate de santos, un dulce siempre se recibe bien. Una atención, una bondad, una palabra de afecto, una frase de aliento, una sencilla expansión. Lo que no es humano es desconocer la necesidad especial de un hombre y tratarle como si no la padeciese. Hablar del infierno a un hambriento es una inhumanidad. Ni es humano desconocer que todo hombre, por serlo, ha de tener faltas de fragilidad, y hay que contar ellas y ser benigno en perdonarlas, y muchas veces en no darse por enterado.

Se gana más el corazón con dos faltas discretamente disimuladas que con una advertida y corregida no con dulzura.

La satisfacción general
Un pueblo no tiene satisfacción interior si está hambriento, si no hay justicia, si está administrado, si la propiedad está mal distribuida, si no tiene donde instruirse, si la religión se practica mal, si el grande abusa y no es corregido y el pequeño abusa y es sancionado.

Una entidad bancaria no tiene satisfacción interior si los empleados modestos trabajan mucho y cobran poco, si los altos trabajan poco y cobran mucho, si los cargos se dan más al influjo que a la competencia. Una feligresía no tiene satisfacción interior si no tiene la parroquia puntualidad en las misas, asiduidad al confesonario, asistencia solícita a los pobres y a los enfermos, diligencia la administración de la Eucaristía.

Un colegio no tiene satisfacción interior si los maestros revientan con el trabajo y los educandos salen mal en los exámenes y los internos comen mal y reciben castigos frecuentes y generales, y un convento de religiosos no tiene satisfacción interior si el gobierno no es paternal y la disciplina es demasiada y las correcciones son duras, y en todas estas colectividades hay satisfacción general, cuando se goza de paz, y se alaba generalmente al gobernante, y se desea perdure, y se teme el cambio.

El bienestar no puede originarse de la remisión en la disciplina y de la excesiva bondad del que manda. Cuando esto sucede, nunca el de abajo se satisface, siempre pide más y más, hasta que, por falta de una nueva bondad, se produce la rebelión.  La satisfacción interior nace de parte del gobernante, de que manda bien; de parte del gobernado, de que cumple con su obligación. Si falta una de las dos cosas, faltará el buen gobierno. Porque si se manda no odiará al que manda, y si no se cumple con el deber, no se amará al que obedece, él estará contento.

El cumplimiento de la obligación, aun en el orden humano, es una de las mayores satisfacciones de la vida, porque es la paz de la conciencia, sin la cual no puede haber alegría verdadera.

El amor a la autoridad
No a cualquiera autoridad, sino a la que exige el deber. Ésa es la gran señal del buen gobierno. Amar al bueno porque lo es, no cuesta, es razonable y casi inevitable. Pero amar al que exige el deber, el cual exige siempre sacrificio, y más si es constante, eso es difícil. Es un gran don de Dios, don de prudencia, don de bondad, don de amor.

Porque, en efecto, a la autoridad no se la ama por autoridad: se la respeta. La autoridad es amada si antes ella sabe amar. El que ama a Dios es porque antes ha visto que Dios le amó. El hijo que ama a su madre es porque antes ha visto que su madre le ama a él. El colegial que ama a su educador es porque antes ha visto que su educador le ama. Todos los de abajo aman al de arriba porque son amados de palabra, de afecto, de obra, con sacrificio, con beneficios, con amor que cause alegría, felicidad; la frase de aliento, de aplauso, el premio, el solaz.

No hay más modo de conseguir manifestar amor que sentir el amor. El amor con que amamos los hombres, no el de los filósofos. Amar con los ojos, la sonrisa, la dulzura, la pena, el dolor, el sacrificio; con un amor no igual al de las madres, porque es un secreto y tesoro que se guardan .ellas, sino con un amor que se entienda vacilar.

La libertad de acción
Sería una contradicción considerar que se ha hallado el hombre, y no concederle luego confianza plena y libertad de acción, y, además de contradicción, sería inutilizar al que gobierna, más cuanto mayores fueran sus dotes y la conciencia de su valer. No hay derecho, por mucha autoridad que se tenga, a considerar que en una organización jerárquica sólo la cabeza es la que sabe hacer. Sería el caso de un cuerpo humano en que para nada sirvieran ni las manos ni los pies.

Los gobernantes, cuanto más excelsos, mejor supieron utilizar sus auxiliares dándoles plenísima libertad de acción. Eso hizo la gran Isabel la Católica por consejo de fray Hernando de Talavera, que le decía: «Bien elegidos, fíese bravamente de ellos», y lo mismo practicó San Ignacio.

Que la confianza sea plena no significa que sea ciega: el de más arriba da líneas generales. Lo demás, que quede a la voluntad de sus hombres, y ellos le informen e ilustren, pues cuando están bien escogidos, como son aptos y están en los negocios, conocen mejor las circunstancias, las personas y los lugares. El de arriba tiene más autoridad, pero el de abajo conoce mejor los asuntos. Absurdo, molesto, impolítico y contraproducente sería que el que sabe menos dijera al que sabe más: «Eso, no; eso, sí».

Por parte, dar libertad y confianza al que sabe usarla, multiplica el rendimiento, porque se trabaja con entusiasmo, como en cosa propia, por la gloria del éxito y el aplauso ajeno. La autoridad que no conozca esos bienes y mate la iniciativa ajena, lejos de servir para mandar dará a entender que era más apto para mandado. Es preferible tolerar el error a quitar la libertad. Es preferible tolerar la iniciativa con peligro de error, a matarla, con peligro de apagar el entusiasmo. Es preferible avisar y orientar después de varias equivocaciones, no de monta, a suplantar la autoridad del subordinado. Porque suplantándola nunca se formará ni actuará con satisfacción, y dejándola libre aprenderá con el yerro, o será más tarde orientada con la experiencia.

Un niño a quien su maestro siempre cogiera la mano para enseñarle a hacer palotes, nunca aprendería a escribir; que haga palotes malos, y cuando haya asegurado el pulso de algún modo, que el maestro le encauce y enseñe y le coja la mano y se la guíe alguna vez, pero de ordinario sea él quien escriba solo y vaya actuando hasta no necesitar de nadie. Cuando eso se hace con las autoridades subordinadas, éstas trabajan con satisfacción interior y la difunden en la colectividad.

La estabilidad
En todo necesitamos sujetos estables: maestros fijos, directores de obras fijos, políticos fijos. Todo hombre, por cualidades que tenga, cuando comienza, lo hace medianamente. Hay que dejarle que aprenda con el tiempo, con los yerros, con los disgustos. ¿Qué pudieron hacer determinados gobernantes, si apenas en el poder, se conspiraba para poderlos derribar? No digo un país, ni una escuela se puede llevar así.

Un médico ejerce toda la vida; lo mismo un pintor,  un artista, y sólo así llegan a cierto de perfección. ¿Por qué, pues, un buen gobernante, que es más raro que un buen ingeniero, ha de gobernar un poco tiempo y no seguir gobernando, aunque sea en otros cargos de igual o mayor responsabilidad?

Pasa así que, cuando un hombre de dotes, apenas cumplido un plazo, deja el gobierno, lo deja cuando lo debiera comenzar, porque el primer tiempo ha sido de ensayo, y, por  tanto de errores y tanteos. Que es como si un ingeniero o médico, pasada una temporada de práctica en la profesión, la abandonara, el ingeniero para dedicarse a cantar y el médico para criar ganado. Nace esto de la persuasión de que el ingeniero y el médico están especialmente capacitados y nadie los puede sustituir; pero al de dotes para mandar se le sustituye con muchos de los que sobran en todas partes.

La estabilidad en el gobierno no significa que un hombre de dotes mande siempre, sino siempre en lo mismo. Porque un hombre con cualidades para gobernar no mandaría igual en un convento que en un cuartel. Si un director sabe educar jóvenes, que esté toda la vida con ellos. La dificultad está en hallar sujetos aptos; hallados, es pecado mortal mudarlos porque no sirven para otra cosa.

El ideal es cargos estables en catedráticos, gobernantes, profesores, directores, comunicadores.

El sentimiento del cambio
Cuando un gobernante va a cesar en el cargo, se producen entre sus súbditos sentimientos diversos: unos se alegran, otros lo sienten, o les da igual. Aun en la dirección de un pueblo, pudo eso apreciarse en otros tiempos, en que la autoridad era indiscutible y el amor a los reyes cosa sagrada, y su prestigio personal podía revelarse
con evidencia. ¿Quién dudará del sentimiento de España a la muerte de Felipe II?

En cambio, durante la democracia, el sentimiento siempre es parcial y ajeno a las cualidades personales del gobernante. Se va Aznar, lloran los liberales y se ríen los socialistas; cae Zapatero lloran los socialistas y ríen los liberales.

Nada de eso es indicio de buen gobierno, sino de provecho o daño de la parcialidad.  Es indicio de que se gobierna bien, que la generalidad de los súbditos experimenten dolor con la mudanza. Cuando todo el mundo se alegra de que cese un superior, suele ello ser indicio de que él tropieza con todos por su carácter áspero, o dominante, o absorbente, o incomprensivo de los que tiene subordinados. Es decir, que es mal gobernante.

Así hay que entender las críticas versificadas de un purpurado español relativas al gobierno: Si predica, es presumido; si no predica, es ocioso; si trabaja, codicioso; si no trabaja, perdido; si se queja, es malsufrido; si es paciente, es cobardía; si hace reparos, manía; si fábricas, busca nombre; si no las hace, no es hombre; si es próvido, desconfía.