I.- EL ORADOR
Muchos predicadores admiran y no mueven, agradan y aun convencen, pero no arrastran a la ejecución de una misión, de una obra apostólica. A esos hombres les falta lo principal para ser apóstoles. Es preferible un orador de menos palabra y de elevación de ideas; pero que conmueva a las multitudes. Esa es la médula de la oratoria, de un buen comunicador y no ser música.
Para la misión se necesitan oradores de todas las categorías. Las cualidades que han de brillar en sus discursos son:
Ponerse al alcance de las inteligencias a las que se dirigen, cosa no fácil. Hay que ser breves. En las grandes solemnidades, media hora, a lo más; comunicativos con el auditorio, que no parezca habla el orador con oyentes de otro planeta; vibrantes en el estilo y enérgicos en las ideas. Pocas ideas sustanciales y repetidas.
De ordinario, en la oratoria propagandista, sobran palabras, sobran ideas y falta pedagogía. Se oyen voces, se declama y no se enseña. Hay derroche de concepción, y de ilación, y de plan, y el auditorio no se queda con nada.
Cuando se trata de portentos, la mayoría de los oyentes no sacaban otra cosa de sus discursos de dos horas que esta impresión: ¡Sublime! Sublime significa: no he entendido ni me he quedado con nada. El pueblo necesita otra cosa muy diversa: cuatro verdades de a puño, que se queden en las cabezas. Esta sola siembra de ideas es de una trascendencia grande, ya que el pueblo ignora las verdades más elementales y cree los mayores absurdos.
Mas el objetivo de nuestra oratoria, si la queremos hacer muy fecunda, ha de ser mover a las masas hacia la organización católica de todo género. Seríamos invencibles. La elocuencia es un don divino concedido a pocos, a saber: a los que la naturaleza ha dado cualidades para agradar, convencer y mover con su palabra. Pero esa cualidad, siempre, y con doble razón cuando no es extraordinaria, se ha de perfeccionar con el arte.
Hablar públicamente es hoy una necesidad universal, porque la lucha contra la Iglesia no se desenvuelve sólo en el parlamento, sino en las TV y radios, y en las organizaciones culturales, políticas y económicas o de cualquier orden que sean. Un médico católico que no sepa hablar puede tener la seguridad de que hará muy poco en un congreso de medicina. Formemos, pues, oradores. y, en primer lugar, apliquemos aquí el principio de la selección.
Elijamos, ante todo, jóvenes de talento, de palabra fácil, de temperamento sensible, imaginación brillante y no demasiada aversión a presentarse en público. Si entre esos candidatos estáis vosotros, componed, declamad, improvisad. Leed un autor clásico, aprendiendo trozos que os acostumbren el oído a la estructura de la oratoria. Hecho lo cual y corregido el discurso, breve y vibrante, aprendedlo de memoria, muy bien, y al pie de la letra. Y luego a declamarlo, ensayando el ademán, la entonación y las pausas. Decía Cicerón que en el discurso lo primero era la declamación; lo segundo, la declamación, y lo tercero, la declamación. ¡Cuántos oradores no agradan porque no saben decir ni accionar con elegancia!
Finalmente, si queréis progresar, improvisad con frecuencia, estudiando antes el asunto. Improvisar sin ideas es un dislate.