II.- QUÉ ES DIRIGIR (GOBERNAR)

Gobernar es ejercer los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Eso es propio no sólo del Papa, del Rey, de un Presidente del Gobierno, sino del padre en su casa, del director en su colegio, del párroco en su parroquia y de todo el que manda sobre sus súbditos.

No rara vez el gobierno es una comedia en cuatro actos:
– Acto primero: Nombramiento de la autoridad. Enhorabuenas cordiales y plácemes efusivos. Esperanzas de éxitos y triunfos.
– Acto segundo: Mandar. Dirigir. Corregir. Alentar. Premiar. Penar. Ordenar. Precaver. Vigilar. Oír. Contentar. Al bajar el telón se notan deficiencias en el jefe.
– Acto tercero: Aguantar. Disimular. Preocuparse. Enemistarse. Desengañarse. Fastidiarse. Llenarse de responsabilidades. En este acto tercero ya se ha desgastado el jefe, o por lo menos se dice.
– Acto cuarto: Primera escena.-Cese de la autoridad. Segunda escena.-Indiferencia general. Tercera escena.-Alegría parcial o total; más total que parcial.

Así fue el gobierno de tantos: Comenzar con entusiasmo. Siguen con paz y prosperidad. Se notan luego deficiencias inevitables, por humanas. Nos cansamos y pedimos a gritos la normalidad para evitar la catástrofe. Y en efecto, vino la catástrofe por pedir la normalidad. ¡Gobernantes: esperad vuestro premio en la otra vida!

El mundo es un campo donde los hombres nacen diferentes, como las plantas. Unos nacen para mandar, otros para obedecer; unos para cuchichear, otros para negociar; unos para cantar, otros para fastidiar.

Los talentos nacen para la ciencia, los comunicadores para la tribu, los realistas para el negocio, los de fantasía para el arte, y el gobierno para los sensatos y de carácter. Por consiguiente, en el interés de la sociedad está investigar las vocaciones.

Suplamos su falta como podamos. Y, en primer lugar, sepamos que las dotes más indispensables de los hombres dirigentes son: Juicio, Carácter, Bondad, Visión realista. Pasiones moderadas. Conocimiento de las personas. Nacer con estas cualidades no significa que no deban perfeccionarse con el ejercicio, el estudio y la práctica de la virtud. Lo que significa es que los nacidos, sin estas cualidades, nunca llegarán a gobernar bien. El conjunto de las cualidades es lo que hace apto para dirigir; no una aislada, ni la misma virtud en abundancia.

La virtud es gran dote para el mando, porque da la prudencia, primera de las virtudes para mandar que descarta las pasiones que impiden el buen gobierno. Pidamos, pues, a Dios nos mande buenos dirigentes. Le pedimos cosechas buenas, y no le pedimos hombres buenos; que den nacer el trigo.

Se debe educar al futuro jefe; pero si Dios no lo cría, como una rosa o una espiga, ¿qué será? Casi nada. En todo, lo primero, lo segundo y lo tercero, la naturaleza; después, el arte, que ayuda, pero no crea. Eso para lo relevante; para lo vulgar, no se necesita pedirlo mucho: Dios lo manda a montones.
Que no se le seleccione democráticamente.
Que se le ejercite en mandar.
Que se le ejercite dándole libertad de acción.
Que se le prepare técnicamente.
Que no se le eleve de un salto.
Que adquiera experiencia en todo lo que ha de ser objeto de su gobierno.
Que no se le elija por ninguna cualidad sobresaliente: ni la capacidad de hablar, ni la ciencia, ni el talento, ni mucho menos la alcurnia, el dinero, las ideas políticas.
Que no se le dé la responsabilidad total desde el principio, sino la cooperación, esto es, auxiliar en la responsabilidad.

Ahora, contestemos a tres curiosidades que se pueden suscitar aquí:

– ¿Dónde hay más elementos para formar dirigentes buenos?  En la gente religiosa-coherente; porque la vida ascética descarta muchos vicios, contrarios al arte de gobernar, y porque los sujetos se conocen más íntimamente y por toda la vida.
– ¿Dónde de hecho, se forman dirigentes más idóneos para el fin de la entidad que se gobierna? En las grandes empresas; porque el dinero tiene ingenio sutilísimo para hallar sujetos aptos para ganar dinero.

 – ¿Dónde se encuentran los más malos gobernantes de la tierra? En la política; porque suben, no los de más virtudes para dirigir, sino los más listos y hábiles para subir.
Se necesita algún ejercicio preliminar para todo tipo de gobierno

Nadie llegará a saber mandar, si no se ha ejercitado en mandar, en gobiernos de importancia progresiva. Nadie sabrá mandar sobre diez asuntos, si no ha pasado por ellos antes. Es absurdo creer que basta ser bueno y listo para saber mandar lo que no se ha practicado nunca. Si yo no he pasado por un hospital, no sabré gobernar un hospital. Si yo no he pasado por el cuartel, no sabré mandar a soldados. Si yo no he mandado asociaciones, no sabré organizar asociaciones.

Hemos de aprender mandando con libertad
Un educador que a sus discípulos no les dejara nunca la posibilidad de elegir entre lo bueno, lo malo y lo peor; no educaría su libertad, ni les enseñaría a gobernarse a sí mismos, ni mucho menos a los demás. Es necesario que la autoridad tenga libertad de errar, para enderezarla, para que no presuma, para que pida consejo.  Formar al que manda con la condición de que nunca yerre, es trazarle unos rieles de acero para que sea bueno, aunque no quiera, y halle la verdad por fuerza. Es una máquina puesta sobre la vía.

La preparación para el gobierno requiere una preparación técnica
Porque un jefe puede tener grandes cualidades de jefe y no saber nada de hacienda o de educación. Formación técnica es saber de aquello sobre lo que se ha de mandar. Se preparan y seleccionan los obreros manuales: aprendices, oficiales y maestros. Es la preparación profesional.

Se preparan y seleccionan los hombres de carrera: ingenieros, médicos, abogados, militares. Es la preparación técnica.  En los bancos, que son las entidades de más fino olfato para el gobierno, nadie sube sino pasando por los puestos intermedios, cuando con las obras acreditan su competencia. 

En la mala política se gobierna sin preparación, y se hace hombre de gobierno al primo, al yerno, al partidario, al rico, y así va ello. Es notable cómo teniendo el mundo civilizado masters para todo, hasta de veterinaria, no haya escuelas para seleccionar y formar hombres de gobierno, con competencia y dotes para mandar.

Podría parecer que nos preocupamos más de cualquier cosa que del gobierno de los pueblos. Sin embargo, como están en la cosas hoy en día, es muy probable que fueran inútiles los masters de gobernantes: elegiríamos no a los capacitados, sino a los amigos. Pues en los tiempos del “oscurantismo era otra cosa”; hubo colegios donde se educaban los futuros magistrados, prelados, gobernantes, rectores de universidad, etc.

Que no se le eleve de un salto
Hay un aforismo que dice: «La naturaleza no da saltos». En el orden moral, lo mismo: un pecador no es santo al siguiente día de convertido. En el gobierno, lo propio: un oficinista no puede ascender de un salto a director general. Pasa en la política, porque no se busca al gobernante, sino al que se arruga, al que se somete. Con lo que el amigo manda, pero no gobierna. Los gobernantes de un salto, los que aparecen de repente en las listas electorales sin que hayan hecho nada en los partidos, se eligen por ser listos y por dar prestigio a la listas electorales. Es una presunción peligrosa y que no ha funcionado. Pueden ser muy listos en su profesiones, pero inhábiles. Se presume que lo harán muy bien; pero luego resulta que lo hacen mal. Así que nada de saltos.

Somos  nosotros los que, sobre las dotes dadas por Dios, hemos de formar al hombre gobernante.
Para ser un dirigente formado se necesita ser diestro en ejercitar un conjunto de no brillantes, pero precisas virtudes. Un jefe debe ser padre, maestro, juez, legislador, director, médico, luchador. Unos son padres, pero no maestros; otros jueces, pero no padres; unos son legisladores, pero no dirigen; otros son luchadores, pero no médicos.
El que manda no necesita ser talento: basta que sea inteligente; no necesita ser sabio: basta que sepa mandar; no necesita ser santo: basta que sea bueno; no necesita ser un Cid: basta que sea valeroso; no necesita ser un Colón: basta que sepa orientar; no ha de ser un Galeno, pero ha de saber medicina y cirugía.

El Estado liberal en el que vivimos se está hundiendo por sobra de charlatanes y falta de directores, por sobra de listos y falta de competentes, por sobra de parientes y falta de padres de la patria, por sobra de leguleyos y falta de legisladores, por sobra de curanderos y falta de cirujanos operadores.

Lección para que aprendamos todos a no gobernar siguiendo las orientaciones del actual sistema político,  sino a seguir en todo gobierno las normas del buen juicio, de la experiencia, de la virtud y del valor.

De todo esto falta mucho en nuestro sistema político y cultural, sobre todo cirujanos y luchadores. Faltan jueces-cirujanos, y por eso, con frecuencia, la gente buena esta indefensa ante la gente mala, por eso la gente honrada es perseguida mientras el sinvergüenza goza de todos sus derechos; faltan educadores-cirujanos por eso los profesores acaban claudicando ante los caprichos de los alumnos; faltan directores generales-cirujanos en las oficinas del Estado, Autonomías o Ayuntamientos, y por eso hay funcionarios que no asisten a su oficina y cobran por estar en la oficina; faltan políticos-cirujanos, y por eso surgió el separatismo en España, faltan votantes-cirujanos y por eso los mismos partidos que hunden el sistema siguen en el poder. Nadie cogió el bisturí para cortar y rajar hasta que el cuerpo social se pudrió y murió.

Con una operación dolorosa a tiempo, se hubiera salvado todo; pero no se hizo a tiempo, y ya estamos tarde. Del mismo modo han faltado y faltan y gobernantes valerosos. Y por eso de ordinario, no atacaron; no defendieron; no hicieron frente; condescendieron; no se combatió el liberalismo ateo; se le trató como aliado; no se atacó al marxismo; se le favoreció por miedo, y así, hubo pocos dirigentes formados, cuyo ideal fuera llegar al hombre.

– ¿Quién es el hombre?
Es el sujeto que sabe hacer una cosa bien, llevar un colegio, dirigir un periódico, organizar un sindicato, gobernar una parroquia. No es un comunicador, ni un político, ni un ingenuo: es un juicioso, realista, competente, activo y que quiere entregarse a una empresa para la que tiene vocación natural.

Ése es el hombre. El que debe formarse y hallarse antes de acometer una obra. Generalmente se sigue el proceso contrario: se decide la obra y luego se busca el hombre. Y como muchas veces no se halla, en vez del hombre que hay poner, se pone uno que unas veces sirve y otras no.

Un hombre puede ser un sujeto que tiene alguna cualidad eminente, más o menos útil; o que tiene varias dotes necesarias, corrientes, pero no bastantes, porque falta una o más precisas, o sobran una o varias perjudiciales. Pero ese tipo de hombre puede servir si tiene las principales dotes, aunque no en grado sumo; con los defectos corrientes, pero sin ninguno incompatible con el ejercicio de la autoridad. Esto es lo frecuente y con lo que nos debemos contentar. Y empeñarse en hallar al hombre ideal, sin mácula, un ángel, es renunciar a las empresas, que, por otra parte, son precisas y de gran provecho.

– Además de la técnica y rectitud necesita posición económica
Y, además de posición económica, ideas propias, personalidad, independencia de criterios. La posición ayuda a tener pensamiento propio, pero no es todo. Hay quien tiene muchas cosas y no tiene voluntad, ni personalidad, ni actividad.

– El dirigente formado necesita expedición en los asuntos.
Entre todos los ministros de la historia de la democracia, uno sobre todos nos ha parecido el mejor. El 
Excelentísimo Señor don Ejecutivo Sin Trámites. ¿Se necesitan veinte millones para la construcción de un puente? Que se entreguen ahora mismo a don Fulano de Tal… ¡Eso es un dirigente! No lo ha habido en el mundo mejor.

–  El dirigente ha de formarse siendo joven de talento y católico de acción.
Cualquier gobierno sensato, es decir, cualquier gobierno de alta política, forzosamente habrá de acudir a los hombres relevantes por su inteligencia, su preparación y su espíritu. No se trata del bien común sólo, que se supone buscarse; se trata del bien propio de la situación política, a la que únicamente pueden arraigar, dar prestigio y vida los talentos eminentes, preparados y de rectitud moral.

– Todo jefe ha de tener su programa cuatro cosas sustanciales:
No tener partido propio.
Aceptar bajo su jefatura a todos los hombres decentes.
No echar discursos: hacer cosas.
Oír mucho a todos, menos a los aduladores.
Sancionar a todos, no sólo a los infelices.
No discriminar a las organizaciones católicas frente a otra organizaciones.
No apoyar a  la propaganda subvertidora de la buenas costumbres de la sociedad.
No creer en la propia infalibilidad, ni en la propia indefectibilidad. Impulsar la creación de pequeñas y medianas empresas y repartir la propiedad equitativamente.
El espíritu no es sólo la piedad, sino el sacrificio. La piedad es la ciencia teológica, muy principal, no tanto como la virtud. El sacrificio, necesarísimo para el conocimiento y uso de los medios de apostolado moderno.

Un seglar puede ser bueno e inteligente y hacer muy poco en su apostolado, si ignora el modo de hacerlo en la sociedad actual. Existen de éstos: virtuosos, inteligentes e inhábiles. Saben doctrina católica, pero no ganarse el corazón de la gente; saben hablar, pero no organizar; saben quejarse del mal en la sociedad, pero no contrarrestarlo con el bueno; saben lamentarse del abuso a los niños, pero no establecer catequesis agradables; saben que se leen y ven muchas perjudiciales para el alma, pero no abren locales que tengan solo buenos libros, juegos, videos y programas de radio o TV. Oratoria, sí, pero, más, sentido práctico; erudición, sí, pero, más, trato humano; oración, sí, pero con creatividad; consuelos de palabra, sí, pero más crear trabajo.

El ateismo, ya sea en su vertiente liberal-capitalista como la comunista, es la gran preocupación de la Iglesia y del mundo, no se combate con la lamentación y el anclarse en el mal menor, sino con la universidad, la prensa, la radio y la TV, los gobernantes católicos, la propiedad bien repartida etc. Interesarse por todo esto, conocerlo, practicarlo cada uno en su esfera, es de una necesidad absoluta. El remedio ha de buscarse en el uso de las mismas armas por parte de los católicos, y en la lucha organizada.

La Legión de la Decencia, fundada por los obispos en Estados Unidos a mediados del Siglo XX para comprometerse a no participar en las cosas inmorales,  costó a las empresas más de diez millones de dólares.  Ése es el camino.

No es necesario que el católico sea locutor de radio, aunque puede serlo, y los hay; pero sí es necesario que contrarresten las influencias enormes de esos medios de propaganda. Todo menos limitarnos a vivir recluidos en nuestros templos.  Se han de formar selectos entre la juventud masculina y femenina; pocos, pero de espíritu, de acción, dóciles y orientados. La fe no esta muerta, sino dormida.
Hay educación intelectual, moral, artística, urbana, física; educadores para todo eso. A los profesores de la niñez, de la juventud y de los mismos educadores, y por tanto, a los legisladores en materia de educación, decimos:

Si son profesores, no sirven cuando no se ponen al nivel intelectual de sus discípulos.

Que no sirven, cuando sólo dan apuntes que no pueden coger fácilmente los alumnos.

Que no sirven, cuando no saben practicar los alumnos lo mismo que les enseñan.

Ni sirven los que suspenden a muchos sólo porque son muchos, aunque sepan y tengan talento.

En cuanto a los educadores:
No sirven los que no saben hacerse amar.
Los que no saben hacer cumplir el deber.
Los que no saben hacer gozar.
Los que no saben hacer llorar.
Los que no saben estimular.
No nos ilusionemos con la idea exclusiva de las mejoras sociales. No se satisfará la gente. Hay que hacerles variar el concepto de la vida. Y eso lo hace la doctrina de la Iglesia, explicada y practicada.

Los católicos deben formar líderes en los partidos políticos, asociaciones, sindicatos, empresarios. Es lo predicado por los Papas desde el siglo XIX y no aceptado prácticamente por los católicos, ni enseñado, sino como excepción.

Como no se hace, el comunismo y el liberalismo ateos tienen arrinconada a la fe católica. Estos enemigos no se combaten con discursos solamente, sino con organizaciones dirigidas por católicos, inteligentes, prestigiosos en sus profesiones, elocuentes, dinámicos. Ningún católico puede dejar de interesarse por la realización de esta idea, cosa bastante más que dirigir cursillos.

Preparemos personas de talento, competentes en sus profesiones, bien formados en la doctrina social de la Iglesia, ejercitados por largo tiempo en cargos de responsabilidad cada vez mayor. Si son de palabra fácil, mejor; no pedantes, sino modestos, juiciosos, católicos prácticos. Defensa viril de los trabajadores. Independientes para las cosas de Estado y de los grandes empresarios. Independencia de toda facción política. Que usen de todos los medios legales para la consecución del bienestar del pueblo, que odien a la lucha de clases pero que busquen el bien común de todos.
En los centros de educación escolar basta un poco de interés y observación para distinguir entre los deportistas adolescentes, quién se destaca, quién se impone por su iniciativa y carácter, por su persuasión y su elocuencia, por su simpatía, por su autoridad. En las demás actividades de trabajo, de catequesis, de misiones, etc., pasa lo propio. Son los mismos adolescentes los que, cuando votan el nombramiento de jefes, no vacilan en designar a los más aptos.

Pues ésos son los que un buen educador ha de seleccionar para formar gobernantes minúsculos, que por los azares de la vida tal vez no lleguen nunca a puestos de autoridad; pero que con una educación más perseverante en la juventud y en la virilidad, llegarían a desempeñar puestos de mando por sus dones naturales.
Programa del joven, futuro dirigente:

Gobernarse a sí mismo con la práctica del vencimiento propio. Valerse a sí mismo, prescindiendo cada vez más del auxilio ajeno. Ejercitar la responsabilidad en asuntos de importancia progresiva. Despertar en sí el gusto de la iniciativa personal. Saborear el placer del triunfo menudo.

Formar la conciencia sobre el valor de los fracasos. Crear el hábito de pedir consejo. Convencimiento de lo que un joven puede cuando es sensato y activo. Acostumbrarse a dirigir grupos juveniles.
Prudencia
Es la primera virtud del gobernante, que consiste en elegir los medios aptos para conseguir un fin honesto; en este caso, dirigir bien a los hombres.

– En cuanto a los subordinados. Se les dirige bien:
Tratándolos con respeto y con amor.
Haciéndoles bien y evitándoles el mal.
Sufriendo sus flaquezas.
Premiándoles sus servicios.
Alentándoles en sus trabajos.
Hablándoles con dulzura.
No cargándolos de ocupación.
Oyéndoles con benignidad.

– En cuanto a los asuntos:
Encomendándolos a Dios.
Pensándolos con madurez.
Aconsejándonos bien.
No resolviendo antes de tiempo.
Siendo cautos en conceder.
No prometiendo con facilidad.
Oyendo a las partes contrarias.

La prudencia no ha de ser política, con segundas, terceras o cuartas intenciones, porque se descubren y producen desconfianza. Pero sí hemos de guardar el precepto de Cristo: Sencillos como palomas y astutos como serpientes.

A) Prudencia en las obras
Los actos y las empresas, lo mismo divinas que humanas, no suelen tener éxito por acometerse imprudentemente:

1°. Por falta de visión de los problemas, es decir, por no haberlos estudiado maduramente, ya que aun las cosas que parecen más sencillas son complejas, y sólo los reflexivos que las estudian despacio ven su complejidad y llegan al éxito. Un gran matemático, no por serlo, es capaz de prosperar en un negocio insignificante.

2°. Por falta de esfuerzo, es decir, de trabajo, más o menos sacrificado, porque una empresa cualquiera exige dinamismo, molestias, gestiones, consultas, viajes, etc., todo lo cual no se gana sino con esfuerzo y sacrificio.

3°. Por falta de tenacidad, es decir, ánimo constante para superar obstáculos y no deprimirse por los fracasos que todo hombre tiene y ha de tener, y aprovecharse de ellos.

4°. Por falta de consejo, cosa que desdeñan los listos más que los vulgares, porque se lo saben todo.

5°. Por falta de preparación, o, lo que es lo mismo, de tiempo suficiente consagrado a practicar sin responsabilidad lo que más adelante se habrá de practicar con ella. De donde se sigue lo necesario que es preparar con tiempo dirigentes y gentes de todas clases. Y no nombrarlos de improviso porque saben geografía o son buenos teólogos.

6°. Por falta de vocación, causa por la cual fracasan muchos en su vida.

7°. Naturalmente que para las obras de Dios, y aun para las indiferentes, hay que confiar, por una parte, en su ayuda, y, por otra, en nuestro propio esfuerzo, cuando hay vocación, tenacidad, consejo y preparación.

B) Prudencia en las palabras
La prudencia en las palabras es más difícil que la prudencia en las obras; éstas dan lugar a la reflexión. ¿Quién no se arrepiente generalmente de haber dicho más de lo que hubiera convenido? Pecamos en esto: Por precipitación. Por pasión. Por  exageración. Por vanidad. Por credulidad. Por volubilidad.

Las mujeres pecan más que los hombres; los del sur más que los del norte; los del este  más que los del oeste; pero a todos nos toca una partecita. Por eso la Escritura está llena de recomendaciones sobre la guarda de la lengua. El Apóstol Santiago dice: «Si alguno no tropieza en palabras, este tal se puede decir que es varón perfecto»

¿Qué remedios? Hablar poco. Pensar mucho. Trabajar constantemente. Examinar lo dicho. Huir de los murmuradores. Ser reflexivos. Ocuparse en obras buenas.

Para ser prudente en la lucha de las ideas por la Iglesia y por la patria son necesarias las siguientes cosas: Hablar alto. Fastidiarse mucho. Contestar con energía. Tener conciencia de su propia fuerza. No tener miedo a nadie. Confiar en Dios. Aguantar los palos. No esperar ayuda. No hablar de la prudencia. Unirse a los buenos. Sacrificar dinero. Hacer gran propaganda. Tener constancia. Pedir mucho. No ceder en nada. Remover la opinión.  Lo contrario sería querer la victoria sin querer la lucha.

Conocimiento de los hombres
Es una magnífica cualidad para dirigir. Tan rara como excelente, tan necesaria, que sin ella no hay gobernante posible, y que con ella casi sola, habría buen gobernante. Añadimos: tan difícil, que no hay dirigente que conozca al hombre. Porque, aunque sea sencillo, es de complejidad que no acaba de conocerse nunca.  Ésta es la razón por la cual dice Cristo: «No queráis juzgar» (Mt 7,1).

Si como vemos las caras, viéramos los espíritus, nos espantaríamos de su disparidad. Los confesores se maravillan considerando que, así como no se parecen en el rostro, tampoco en el alma. Cada hombre es de un molde distinto. Es una enormidad querer gobernar a otros como a nosotros mismos.

Para conjeturar algo de lo que hay dentro del hombre, se necesita, Observación. Mucho trato. Juicio reposado. Estimación justa de los valores. Tiempo. Considerar sus obras. Considerar sus palabras. Cotejar las palabras con las obras. Un poco de malicia. Una vista de conjunto. No impresionarse con una cualidad sobresaliente.

Sentido realista
Sentido de lo real es la visión de las cosas tales como son ellas, no como nos las representa la fantasía o el entendimiento. Cualidad indispensable para el gobierno, que no sólo ha de acertar en elegir los hombres para sus puestos, sino en saber dirigir bien las empresas. Cualidad difícil, no idéntica al entendimiento y en orden a la cual son precisas las condiciones siguientes:

Pensar las cosas. Ser hombres de acción. Tratar con hombres de empresa.  Observar el juicio general. Examinar el resultado de nuestros actos. Examinar nuestros pronósticos. Capacitarnos para las obras. Conocernos a nosotros mismos. Moderar nuestras pasiones. Pedir consejo a competentes. Hacer cosas útiles, según el juicio ajeno y general.

Hacer cosas no es tener actividad febril, para dar una nota a la prensa dándonos autobombo y callando lo que hacen los demás, para que se entienda que no es suyo, sino nuestro.

Pidamos a Dios dirigentes de sentido realista, que sepan dar pan y justicia al pueblo, dinero a los pobres, trabajo a los obreros, instrucción a los niños. Prensa honrada a la sociedad, espectáculos y juegos decentes a los jóvenes, catedráticos sabios, pedagogos y católicos a la universidad.  ¡Un paraíso!
El gobierno de los hombres es de visión de realidades, no de visión de ideas.  Por consiguiente, aquéllos serán más aptos para mandar que nazcan con más aptitud para la vida que para los libros, o que por su formación hayan tenido más contacto con los hombres y sus asuntos, que con lo especulativo de las ideas.

De modo que los hombres de empresa, los industriales, los hombres de negocios, los banqueros y los educadores, son de suyo los de mejor madera para mandar. Decía San Ignacio que los hombres aptos para el mundo eran los aptos para la vida religiosa. Se refería a la aptitud para tratar a los hombres, cosa muy necesaria para llevarlos a Dios y para las empresas en bien de la Iglesia.

Prestigio
Los hombres no son ángeles, y necesitan ver en el que gobierna, además de la razón de su gobierno, otros motivos extrínsecos para obedecer con suavidad. Tales son la virtud, la ciencia, la prudencia, la experiencia de los asuntos sobre que manda, etc. Un mínimo de prestigio es imprescindible; un máximo multiplica la autoridad y hace al gobernante amable y su gobierno apetecible.

Dirigentes con gran prestigio son pocos, sobre todo en la política. Porque se eligen parientes, partidistas, caciques, ideólogos..; eso, ¿qué tiene que ver con gobernar? El mismo desacierto podría introducirse en otras sociedades de cultura y arte, económicas y aun religiosas.

Una cosa es que la virtud, la ciencia o la comunicación puedan realzar la autoridad, y otra, muy diversa, que la razón fundamental de elegir a un dirigente sea su ciencia, su elocuencia y no su virtud.
Un sabio, un comunicador, un artista, un millonario, no pueden ser elegidos para gobernar por serlo; sino un virtuoso. Ante todo, que sea prudente, humano, experto, sencillo, bondadoso, conocedor de los hombres. Si tiene eso, cuanto tenga de lo demás, mejor. Si no lo tiene, aunque tenga lo demás, no importa.

El prestigio en orden al gobierno se funda especialmente en el conocimiento de la materia característica del gobierno. Para uno de Hacienda, el prestigio no está en que tenga tres doctorados y sepa seis lenguas, sino en que sea experto en asuntos de hacienda pública, en que haya sido director de un gran banco, o de una empresa,  administrándola bien; en que haya escrito obras relevantes, de general aceptación entre los técnicos.

Equilibrio
Hombre reposado, sereno, tranquilo, juicioso, pacífico, realista, de pasiones moderadas, de fantasía moderada. Equilibrado es el sujeto en que ninguna facultad avasalla a las demás. Sujeto normal en todo, que sólo se destaca de los demás en que reúne un conjunto de cualidades no sobresalientes, pero sí buenas, y por eso, pareciendo un vulgar, es un ejemplar raro, pero precioso para ponerlo al frente de obras

El equilibrio se da, no con frecuencia excesiva, en las medianías; talento, visión, actividad, carácter; todo aceptable. En los sobresalientes, el equilibrio es rarísimo: gran talento, gran memoria, gran voluntad, gran sentido práctico, gran energía. Lo corriente es: inteligencia notable y fantasía vulgar, fantasía extraordinaria y poco sentido práctico. Cuando el equilibrio se da en los notables resultan gobernantes extraordinarios.

Experiencia
Cualquiera que haya de gobernar hombres ha de conocer asuntos; porque el gobierno de hombres no lo es de ideas y de libros. Por consiguiente, ha de tener experiencia de la vida, no sólo de años, ya que hay no pocos viejos sin experiencia. Aunque se les suponga de cualidades para mandar, necesitarán antes un período de contacto con la vida; sin el cual expondrán su mando a errores muy lamentables, tanto mayores y más frecuentes, cuanto mayores fueren su talento y su saber.

Un sujeto capaz para el gobierno se malograría si antes de recibirlo sólo hubiera desempeñado cargos de absoluto aislamiento social. La experiencia es la sal del arte de educar y gobernar.

Todos los grandes hombres que cooperaron con San Ignacio en la fundación y desarrollo de la Compañía de Jesús fueron hombres maduros al incorporarse a la obra del santo: no sólo sus primeros compañeros, sino San Francisco de Borja, Nadal, Mirón, Palanca, etc.
Un Jefe de Estado no puede serlo decorosamente si no tiene juicio personal sobre los problemas trascendentales de su gobierno; juicio formado por el trato con técnicos y competentes. Y sin eso, no podrá mandar en conciencia, porque resolvería a ciegas sobre los intereses de todo un pueblo.

Un alto gobierno, no ya político, sino económico, de cultura, y aun religioso, requiere conocimientos generales amplios, no tanto especulativos cuanto prácticos; porque un gobierno importante, del género que sea, aun religioso, no vive aislado, sino en relación con las complejidades de la vida, de gran variedad de asuntos y de personas.

Ejemplaridad
El dirigente ha de hacer lo que manda. Ha de ser exacto en sus deberes. Si es profesor, que no exija puntualidad a los alumnos si él no la guarda. Si es párroco, que no pida a sus feligreses frecuencia de sacramentos si no facilita la confesión.

Podrá ser que, siendo ejemplar quien manda, no lo sea el que obedece; lo que sí será certísimo es que si la autoridad no cumple, el súbdito cumplirá menos.

No ocurra lo que tantas veces se ha visto: que el que hace la leyes, el primero en vulnerarla. Se cumpliría así lo que dijo Cristo de los fariseos: que imponían cargas insoportables y luego ellos no movían un dedo para llevarlas. Cuando un superior es el primero en la observancia se tienen dos fuerzas para guardarla: la ley y el ejemplo.  Cuando no hay ejemplo, o no se cumple la ley, o se burla cuando se puede. La  autoridad que no la cumpla, si ve que no se cumple, o no la exige, o si la exige, se expone a que le saquen los colores a la cara.

Si siendo bueno, podrá ser un superior inepto; si da mal ejemplo, no lo podrá ser, lo será seguro. Si dando ejemplo la autoridad cuesta tanto seguirla, ¿qué sucederá faltando a su deber? Si el padre es escandaloso, ¿qué pasará con los hijos? Si el párroco no es celoso, ¿qué pasará con el pueblo?

El mal ejemplo tiene más fuerza que el bueno.  Un sacerdote bueno influye; un sacerdote malo influye más.  Judas, que murmuró del ungüento que la Magdalena derramó sobre el Señor, hizo prevaricar a los demás Apóstoles, que amaban tanto a su Maestro. Los constituidos en autoridad deben temblar por la cuenta que han de dar a Dios de su conducta.

Observación
Se nace con espíritu de observación y se nace con espíritu de distracción. No se nace con espíritu observador para todos igualmente, sino para aquello a que se tiene inclinación natural. Un niño verá con indiferencia una muñeca y una niña con indiferencia una escopeta. Un sujeto nacido para mandar ha de tener aptitud natural para fijar la atención:

1.° En el modo de ser de las personas: su carácter, sus defectos, sus virtudes, su trato. 

2.° En las actividades para que sirven y así poder hablar, escribir, mandar.

3.° En lo menudo más que en lo grande; porque lo grande se ve sin observarlo; y lo pequeño no se ve.

4.° En que no se puede educar en serie, ni se puede gobernar en serie.

5.° En que no se puede gobernar a otros por lo que pasa por uno mismo. Para la colectividad basta la ley; para el individuo es necesaria la dirección particular.

Un distraído no es apto para el gobierno. Son distraídos de ordinario, los intelectuales, los poetas, los artistas. Tienen atención, pero sólo para su vida íntima, sus ideas y sus afectos. El espíritu observador lo ha puesto Dios hasta en el instinto de los animales: el gato observa y el ratón también.

Un Jefe de Estado que se aísla, y ni pregunta, ni oye, ni tiene como el instinto de llegar a lo profundo pueblo, sino que se satisface con lo externo, ruidoso, lisonjero, se expone a tremendos desengaños.
La madre observa, y más que el padre; porque la observación nace muchas veces de la delicadeza del sentimiento. Por eso un corazón sensible y delicado será siempre excelente cualidad para gobernar colectividades íntimas. A veces, el único que no se entera es el único que debería saberlo.

Casos ha habido de escándalos nacionales en que el gobernante nada sabía y el pueblo lo sabía todo. Y casos hay, en las intimidades familiares, en que el jefe del hogar vive a oscuras y la casa toda ve con meridiana luz. Y casos en que toda una colectividad critica defectos del superior, y el superior es el único que no se entera.
No sirven porque no observan. Observar no es fisgar; es darse cuenta sin que lo parezca. Se observa inquiriendo; pero es mejor observar oyendo. Querer conocer a uno por lo que ha conocido de otro es querer conocer el rostro de otro por el retrato que tiene de su vecino.
Muy necesaria es la observación para dirigir a otros; pero lo es más para que el que manda sepa dirigirse a sí mismo en el gobierno.

Carácter
Carácter significa energía para mandar: Decir de un general: tiene carácter es lo mismo que decir: sirve. El carácter es necesario para el orden, para exigir el deber, para aplicar la pena, para prevenir las faltas, para lograr la armonía en la convivencia.

Carácter no es mal genio; pero menos es, falta de genio. Es necesario para que se vea claro que se tiene vigor de voluntad para que la ley se cumpla. Si no se tiene, el súbdito descuidará la disciplina, cumplirá a medias con el deber, sacará lo que quiera, no temerá la sanción. Se peca por falta de carácter:

– Cuando debiendo defender un derecho ante otra autoridad y previendo el disgusto de ésta, se calla y no se hace nada. Se dice diplomacia, y es cobardía.

– Cuando debiendo la autoridad corregir un abuso se calla por no disgustar al súbdito. Parece prudencia y es timidez.

– Cuando, viendo el dirigente que entre sus gobernados unos piensan negro y otros piensan blanco, no se da la razón a nadie. Parece se contenta a todos y no se contenta a ninguno.

– Cuando debiendo un jefe defender a un súbdito, que ha cumplido con su deber, le deja indefenso, faltando a su conciencia. Cuando sabiendo que debe avisar un defecto, difiere la corrección y no llega nunca la corrección.

– Cuando debiendo la autoridad descartar un sujeto de una sociedad, no lo hace, con la esperanza de una enmienda que tiene experiencia de que nunca llega. Parece caridad y es mal común.

El término medio entre la prudencia y la cobardía es, en los casos concretos, muy difícil de hallar: lo ordinario es inclinarse a no molestar. Los dirigentes que aspiran a terminar su mando sin fama de rigurosos, corren el peligro de terminarlo con fama de condescendientes. Las sociedades donde el superior es demasiado blando son centros de malestar en que pronto nadie quiere vivir. Energía y dulzura son condiciones esenciales del saber mandar. Carácter y dulzura no son términos antagónicos. Lo son agrio y dulce.

Lo que no es carácter es el mal genio, el imprudente, el que con nadie se entiende, el que riñe con todos, el que se figura que nadie cumple con su deber.

Un superior que cobra fama de gran carácter porque no concede nada, porque exige la letra de la ley, porque manda a rajatabla, porque se indispone con los demás que mandan, porque habla mucho de la austeridad y de la relajación social, no es buen gobernante, no es un carácter; es sólo un mal carácter.

Bondad
A un superior que es bondadoso se le perdona todo, aunque no basta ser bueno para mandar bien; puede mandar mal siendo muy virtuoso. Pero aun así, se le amará. Lo cual quiere decir que, con menos cualidades, podrá producir satisfacción su mando.  En cambio, el no bondadoso y amable, sino seco, serio,  poco amigo de conversación, con grandes cualidades, no se hará querer ni producirá contento en aquellos a quienes mande.

Al bondadoso se le reconocerá la falta con dolor, porque, a pesar de ella, se le ama; la bondad se ama sin querer. Bondadoso es el que se inclina a conceder lo que es grato y no es perjudicial, el que sabe excusar y dulcificar una negativa, el que sabe avisar sin reñir, el que sabe disimular con discreción, el que sabe perdonar con oportunidad.

Bondadoso no es el que no se sabe si dice que sí o que no, ni el que nunca se atreve a decir que no, ni el que difiere la contestación y nunca la da. Es el que por temperamento o criterio propende a complacer, el que sabe alentar con una palabra amable, el que sabe interesarse por lo que nos interesa, el que sabe demostrar confianza e intimidad, el que sabe consolar cuando se tienen penas.

La condición natural da de sí muchas de estas bondades; pero la gracia y el arte de gobernar perfeccionan esta excelente condición. La bondad no está reñida con la energía, cuando es precisa; antes dejaría de serlo si no se uniese con ella, pasando así a ser simplicidad.  La bondad que es virtud suele acompañarse del juicio recto y sereno. Pidamos a Dios gobernantes buenos, pero que nos libre de los benditos.

Sencillez
Cristo nos manda ser sencillos como palomas y astutos como serpientes. Pero ser sencillos es cosa distinta de ser simples. Debemos ser sencillos y astutos, como lo manda Cristo; no infelices, a fuerza de bonachones. No se puede ser simples y astutos, simples y listos.

Ser sencillos es no tener doblez en el trato, no tener en él segundas intenciones; ser francos, claros y transparentes. Ser simples es juzgar los hechos y las personas, desde un solo punto de vista, por algo bueno que se dice o algo bueno que se hace. Es creerlo todo, creer a todos, juzgar buenos a todos.

Juzgar las intenciones ajenas conforme a lo que dan de sí los hechos, no es contra la sencillez, sino talento y perspicacia. Todo hombre, todo hecho, toda obra o institución han de tener su aspecto bueno pero juzgarlo bueno sólo porque tiene algo bueno, eso es simplicidad. Así hay quienes llaman buena a la Revolución francesa y bueno al comunismo porque sus lo único bueno que tenia de bueno era que buscaban la solidaridad entre los hombres, sin fijarse en el tremendo daño que han inflingido a tantos hombres . Hagamos análisis minuciosos de todo; lo bueno, a un lado; lo malo, a otro. Sumemos lo bueno, restemos lo malo. La cosa es lo que queda. Si lo bueno es mucho mayor, la es buena. Si lo malo es mucho mayor, la cosa es mala.

– ¿Cómo hemos de ser astutos como serpientes?
Sabiendo cotejar hechos con dichos, hechos con hechos, dichos con dichos. Si un hecho malo se contradice con un dicho bueno, me quedo con el hecho. No todo el que diga: «Señor, Señor», entrará en el reino de los cielos. Cuando existen católicos que quieren ser comunistas o liberales ateos, no es cosa de darlos por legítimos a todos.

– Males de la simplicidad
Cuando se cae en la excesiva sencillez, la bondad se hace funesta. A veces conviene ser un poco peores para ser mucho mejores. Es decir, no tan candorosos que nos la peguen.  Para que colaboremos en cualquier institución hay que ver claro adónde lleva. Por el mismo amor a la Iglesia, a la patria y a la verdad, deben pedirse garantías a cuantos nos pidan colaboración.
– Colaboración, pero sagaz, no simple.
Una colaboración puede ser sabia con uno malo, si hay esperanza de que triunfe el bien. Y otra colaboración puede ser funesta con uno bueno, si hay temor de que triunfe el mal.

– Sencillos, sí; pero no simples
El rey Carlos III fue tan bueno, dicen, que no concebía se pudiera cometer un pecado venial. No lo concebía, pero fue funesto; por infeliz, desconocedor de los hombres, que se rodeó de astutos y perversos; los cuales le llevaron a la expulsión de los jesuitas y a influir en su supresión, al final este Rey Católicos los despojó y desterró de España.
Saber oír
No es buen dirigente quien no oye. No lo es quien oye poco. No lo es quien oye a pocos. No lo es quien no oye a los contrarios. Ni lo es quien no oye a los que quieren orientarse. Ni a los que quieren quejarse. Ni a los que quieren informarse.  No es buen dirigente: El que oye a los que adulan. El que oye sólo a los grandes. O sólo a los partidarios. El que oye y no remedia.

Ahora bien: si no oye, ¿cómo sabe las cosas? ¿Cómo conoce a los sujetos? ¿Cómo manda? Gran arte es saber oír y gran defecto no saber, y muy fácil no querer. Porque oír mucho es molesto.El que rechaza al que habla la verdad es indigno de mandar a ciudadanos libres. El que no oye a los hombres libres, es que sólo quiere gobernar a esclavos.

El arte de oír no consiste sólo en escuchar, sino en oír sin contradecir ni molestarse; oír amable y pacientemente; pensar maduramente, y luego hablar y actuar con prudencia.

El que dirige ha de ser hombre de sillón y mesa, aunque no ha de gobernar como el piloto de un avión, que si deja un momento los mandos produciría una hecatombe; pero se ha de parecer al telefonista, que debe estar en comunicación continua con el que llama.

Una central en que nadie contestase a las llamadas de una ciudad, ocasionaría una revuelta. La autoridad ha de someterse a la dura ley de su despacho. Oirá muchas cosas inútiles, muchas apasionadas, muy pocas discretas.

Pero oído todo benignamente, servirá de información, de conocimiento de los sujetos, de satisfacción de los oídos, de remedio de muchos males y de aliento para los que trabajan y luchan.

Saber pensar
No son los más aptos para mandar los muy rápidos en el discurso; sino más bien los muy reposados en los juicios. Porque en todo acto de gobierno deben apreciarse datos y hechos; los cuales tienen puntos de vista, no apreciables por una inteligencia pronta, sino por un observador juicioso.

Para juzgar bien cada objeto hay que aproximarse a él, verlo despacio y observarlo desde distintos puntos. Nos equivocamos en los juicios y en las órdenes por irreflexión, por pasión, por falta de consejo, por credulidad, por oír a unos y no a otros, por presunción, por fantasía.

Ni lentos, ni irresolutos, ni olvidadizos; pero tampoco muy rápidos. Prevengámonos contra nuestra propia índole y si no deberemos decir siempre: «Lo pensaré», en casos de importancia siempre lo debemos hacer.

El proceso será: oír, callar, pensar y resolver. Un talento corriente acertará, y con talento brillante se errará muchas veces, si se va de prisa… A la madurez en el pensar se oponen la precipitación y la lentitud.

La precipitación
Cuando nos molestan y resolvemos antes de tiempo, para que nos dejen de fastidiar. Cuando un gran interés nos mueve a determinar las cosas sin apenas reflexión. Cuando nos abruman las ocupaciones y no tenemos espacio para estudiar bien los asuntos.  Cuando el carácter es vehemente e impresionable.

Imitemos en todo gobierno la madurez con que se resuelven los asuntos en los bancos. El dinero da mucho seso. El pedir consejo también lo da. Eso no es lentitud. La lentitud procede de la falta de expedición, del desorden, de la indolencia natural, de la excesiva centralización. Prevengámonos contra los juicios temerarios; a veces juzgamos lentitud lo que es sólo caridad

Saber valorar
El primer criterio para estimar el valor de los hombres suele ser el talento. Del talento se ha hecho un fetiche omnisciente. En cuanto un hombre discurre bien, ya es apto para todo. ¿Tiene talento? Parece que ya es apto para ministro, para catedrático, para director de una empresa, para organizar una biblioteca, para alcalde de una capital, para presidir una organización.

Parece increíble lo inútiles que resultan muchos buenos talentos, por carecer de otras  cualidades más vulgares: carácter amable, energía, sentido práctico, conocimiento de las personas. Y parece increíble también lo que aprovechan inteligencias aceptables con otras cualidades corrientes: actividad, simpatía, buen juicio, habilidades.

Muchas veces no se estima bien el valer de las personas por:

– Los medios de comunicación, que crean prestigios por motivos políticos.


– Por las sociedades de bombos mutuos, en que cada uno llama sabio a su vecino, para que su vecino se lo llame a él. De la solidaridad regional, que crea prestigios por amor a la patria chica, exagerando las cualidades. Del dinamismo personal, por el que sujetos de cualidades medianas se crean a sí mismos pedestales de gloria, que están muy lejos de responder a la verdad. De la indolencia de los hombres de verdadero valer, que contemplan indiferentes cómo la sociedad considera oráculos del saber a los que sólo saben hablar bien. De la modestia excesiva de quien, valiendo mucho, no se exhibe de ningún modo. De la ignorancia de la sociedad, incapaz de conocer el verdadero mérito de las personas. De las pasiones humanas, que rebajan el mérito de otros por envidia, antipatía o interés personales.


Saber hacerlo
Gobernar no es sólo mandar, aunque se mande bien. Gobernar es, muy principalmente, orientar y dirigir. Dirigir es ordenar. Es observar. Es precaver. Es vigilar. Es amar y sufrir. Es disgustar. Es tener un plan. Es aconsejar. Es rectificar. Es educar. Es meditar. Dirigir no es fácil. Es costoso y molesto.
¿Hay muchos directores? No.
¿Dirige el que no se entera de los fallos? No.
¿Dirige el que se entera y no corrige? No.
¿El que oye a los aduladores? No.
¿El que oye y no resuelve? No.
¿El que trabaja mucho, pero no orienta? No.
¿El que no entiende lo que manda? No.
¿El que no se crea enemigos? No.
¿El que a todo dice que sí? No.

En todo gobierno hay súbditos que yerran, abusan, son ineptos, murmuran, revuelven, no trabajan; hay que amonestar, corregir, sancionar, estimular. ¿No hay dirigentes? No hay gobierno. ¿Hay dirección? Hay disgustos. Quien no quiera disgustos, que no gobierne.

¿Cómo se evita la falta de dirección? Descentralizando el gobierno y dando discreta autonomía a los técnicos y competentes. Prescindiendo de lo menudo, que importa menos, y consagrando la actividad a los asuntos graves. Siendo prontos en las resoluciones, para disponer del tiempo necesario en orden a lo más trascendental. Ordenando las ocupaciones, a fin de destinar espacio a la resolución de los problemas graves.

El caso es que no se paralice la vida porque falta la autorización o la orientación precisa para actuar.

Saber alegrar
Ante todo, tener contentos a los súbditos; es la única disposición para trabajar bien y recibir bien las órdenes del que manda.

Aprendamos del gobierno de Dios. No hay contento como el que Dios da a los suyos que quieren obedecerle. Es ley universal, lo mismo si se manda a niños que a soldados, que a monjas, que a funcionarios, que a trabajadores de una empresa. Hecho que equivale a esta ley: la aspiración a la felicidad es una necesidad del espíritu. La dificultad estriba en el modo de producir el bienestar, que depende de un conjunto de circunstancias y con causas no demasiado fáciles de reunir.

1.° De no mandar a los que no pueden estar contentos.

2.° De no sobrecargar a los capaces, que tampoco lo pueden estar.

3.° De hacer trabajar conforme a la propia vocación, que produce una satisfacción inmensa.

4.° De hacer sentirse estimados y defendidos.

5.° De ser tratados humanamente, en conformidad con las circunstancias personales, en las penas, en las enfermedades, en las alegrías.

6.° De ser avisados y corregidos con dulzura y benignidad.

En una palabra, de ser amados; el amor es la alegría de la vida, porque el que ama lo da todo por el que ama, y, más que todo, el mismo amor, que todos estimamos más que los dones.

No es lo mismo el amor de un rey a sus vasallos, que el amor de una madre a sus hijos, ni el amor de un empresario por sus trabajadores, ni el amor de un general a sus soldados; pero todo el que manda ha de amar con su propio amor. Y con ese amor ha de procurar la felicidad de los suyos, y con esa felicidad ha de hacerles amable su gobierno. Y si a eso no se llega, todas las demás normas de gobierno valdrán muy poco en orden al arte de gobernar. Serán fórmulas externas, que podrán causar orden y observancia más o menos duraderos; un verdadero gobierno, no.

Saber no sobrecargar
Un trabajo excesivo hace odiosa la vida y hace odioso a quien lo impone.

Luego quien manda, debe pesar bien la carga que impone sobre los hombros ajenos. Norma prudente es que el trabajo se pueda llevar holgadamente, sin ociosidad, pero más sin agobio abrumador. La excesiva ocupación es mala para el cuerpo, porque se agotan las fuerzas; y mala para el espíritu, porque se pierde el ánimo y el gusto. Entre pecar por exceso de carga o pecar por falta de ella, preferible es un trabajo llevadero, aunque serio, a un trabajo que resulte excesivamente molesto.

Esta norma rige lo mismo para quien carga blocs, que para quien se dedica al estudio. La Iglesia ha sido siempre humanísima en pedir un trabajo humano para los trabajadores; para los niños y las mujeres, más. Y el Estado, cediendo a las reclamaciones de los trabajadores, más que a sus impulsos propios, ha de reglamentar las condiciones del trabajo, de modo que no haya abusos ni en cuanto al trabajo, ni en cuanto al tiempo, ni en cuanto al modo, ni en cuanto a los peligros de la salud, ni en cuanto a la retribución.

Pero existen obras en las que es posible excederse con cargas excesivas. Si quienes se consagran a obras de caridad toman dos hospitales con personal para uno, la carga que pesará sobre los religiosos será perjudicial para ellos, para los enfermos, para el instituto y para el mismo superior, que verá con pena, pero irremediablemente, todos los males.

Hay un remedio: no dejarse llevar del celo tomando más obras de las que se puedan llevar de un modo humano. Éste es el gran peligro del dirigente, sacerdote o seglar; peligro del celo de las almas mal entendido. De ahí tantas depresiones como se dan en el mundo moderno. Es un mal gravísimo tomar más obras de las que se pueden llevar convenientemente.

Mal para los subordinados, que se gastan en el cuerpo y en el alma.
Mal para las obras, que forzosamente han de ser deficientes.
Mal para el prestigio de quienes las han de llevar que no las pueden llevar como Dios manda.
Mal para aquellos a quienes se ha de dirigir, porque se les atiende mal, y es imposible dirigirlos bien.

El mayor peligro de las obras es su número excesivo.
Pues, aparte de los males dichos, el excesivo número de obras suele estar en el papel; parece que se hacen y no se hacen. Parece virtud y es sólo ruido. Parece talento y es puerilidad; porque todos se dan cuenta de que sólo es fantasía. Y si no es nada de eso, es por lo menos falta de visión real; se cree que se hace más y se hace menos. Causa regocijo y burla ver esquemas de apostolado que son sólo alardes de dibujo lineal.

Hay un cuadrito central que es el motor supremo, y de él parten líneas y líneas, que terminan en rectángulos, que son obras preciosas. A primera vista, parece una organización maravillosa; pero a segunda vista, cuando se estudia el contenido, se ve con claridad que los rectangulitos son pompas de jabón inútiles. Menos nombres y más obras.

Hacerse cargo.
¿Cómo son los hombres? Desde luego, no hay ninguno sin tacha. En algunos, lo bueno supera a lo malo; en otros es al revés. La autoridad sólo puede aspirar a que sus subordinados sean más útiles que dañosos. Como los súbditos sólo deben aspirar a que quien los gobierna tenga menos defectos que virtudes. Rechazarlos por lo que tienen de imperfección es resignarse a no tener autoridades ni súbditos aceptables. El talento del que nombra cargos de gobierno se ha de demostrar en saber hacer una resta: minuendo, cualidades útiles; sustraendo, defectos nocivos; resta: sirve o no sirve.

Tomar a los hombres como son es hacerse cargo de: Que les disgusta que se metan en su campo de actividades. Que les subleva que los desautoricen en sus decisiones. Que suelen figurarse valen más de lo que son. Que no soportan autoridades chinchorreras. Que observan las imperfecciones menudas de los que mandan. Que llevan a mal el excesivo trabajo. Que les gana el corazón más un dulce que un palo. Que no se les debe mudar de ocupación sino por necesidad. Que la confianza les subyuga. Que no se les debe abandonar a sí mismos. Que cada nuevo mandato es un nuevo sacrificio, y cada nuevo aviso, un motivo de antipatía.

Arte de innovar
Es inevitable que haya gobiernos malos, y es natural que las deficiencias de esos gobiernos se deberán corregir por las nuevas autoridades. Pero no es prudente que, al día siguiente del cambio, se corrijan los defectos. Primero, porque hiere el amor propio del gobernante anterior. Segundo, porque da impresión de suficiencia, cuando, sin apenas tiempo de observación, ya se ha caído en la cuenta de los males y sus remedios. Tercero, porque de los súbditos siempre hay quien juzgue bien lo deficiente: unos, por simpatía; otros, por comodidad. Y esta precipitación les molesta y dispone mal.
Al principio, ver y callar. En fin, corregir, lenta, gradual y suavemente, sin que se note el cambio. Lo contrario es imprudente, enojoso y expuesto a crear dificultades. La tentación de corregir es tanto mayor cuanto mayor es la falta y mejor el dirigente. Pero el bien común exige tiempo y suavidad.

En el régimen de los partidos, cuando caen unos, los siguientes destituyen en el acto a todos los cargos del anterior gobierno, se cambian los nombres de las calles y se tiran las estatuas. Y viceversa. De modo que los unos y los otros, por confesión propia y ajena, reconocen su propia inhabilidad.

Estas alternativas, de subir unos y bajar otros, se dan a cada paso en esta España que soporta el gobierno de la Unión Europea, el del Estado, el autonómico, el municipal etc… De ahí la creciente indiferencia con que el pueblo hispano ve a esta casta, a esta especie de tío vivo descendente y ascendente de cargos políticos, en que empieza a dar lo mismo que suban unos que suban otros.

Desgraciadamente, no sólo en el gobierno político se puede faltar quitando y poniendo cargos políticos, y dando leyes y suprimiéndolas a cada paso, sino que en otros géneros de gobierno, no viciosos como el del turno de los partidos, se puede abusar con las continuas mudanzas del personal. Porque hay jefes de espíritu inquieto que sólo ven las deficiencias de los subordinados, y no saben remediarlas sino con un trasiego continuo de las personas. Olvidando que hace más y mejor una capacidad regular con tiempo, dirección y experiencia, que muchos talentos consecutivos sin espacio para educarse.

El continuo cambio de dirigentes es tan absurdo e irracional, que sólo puede desearse por quienes no buscasen el bien común de la patria, sino el bien común del partido y el bien particular de los aspirantes a gobernar. Hubiera bastado esta sola razón contra el actual régimen político para argumentarle contundentemente: <<¿Cambias continuamente a los que gobiernan, hay demasiados niveles gobierno en España: el europeo, estatal, autonómico, ayuntamientos?>>, luego es un sistema absurdo.

Arte de hacer hacer
Saber dirigir es mandar, tener un plan, hacerlo ejecutar. Es el trabajo del que gobierna, peculiar e insustituible.

El director que hace lo que es deber del dirigido no cumple con su deber, a no ser que tenga plenamente satisfecha su obligación fundamental. No ya un arquitecto, sino el director de obra, harían mal si hicieran la labor de un albañil. El arquitecto hace los planos, el director de obra los interpreta, y los obreros los ejecutan. ¿Quién hace más? El arquitecto, después el maestro, luego el oficial y, finalmente el peón.

Meterse el arquitecto a peón es faltar a su deber, que consiste no sólo en trazar los planos; sino en saber si el maestro los interpreta bien y el oficial los ejecuta bien. Nunca un arquitecto desciende a poner ladrillos; pero no rara vez el director de un colegio enseña, no dirige; el superior de una casa religiosa da ejercicios y no gobierna; el ministro de un ramo echa discursos y no gobierna.

Dirigir es hacer y trabajar; pero sólo el trabajo propio del jefe. El que dirige hace más que el que ejecuta; como el timonel de una nave hace más que el que la barre. Un cálculo de un arquitecto es más importante que todo el trabajo de los albañiles; el cual puede venirse abajo si el edificio se hunde por estar calculado mal.

A veces, la autoridad trabaja porque le molesta dirigir, y le agrada más otra ocupación; Si la ayuda es tal que no le quite su ocupación esencial, que es dirigir, bien; si se la quita o la aminora notablemente, mal. Malo es esto, pero, al fin, necesario; pero darse a una ocupación que no es gobernar, el que debe gobernar, y eso por afición a otras cosas, eso ya no es necesario, sino defecto voluntario de gobierno.

Cuando la centralización es mucha y no se puede trabajar sin el visto bueno del jefe superior, entonces se paraliza la vida, de modo que trabaja el jefe y sobran los demás.
No sólo a veces se necesita el visto bueno del jefe superior; es que se necesita su consejo y dirección en casos que son de monta. Y, para darlos, se necesita tiempo y reflexión, que no se tienen cuando el superior trabaja, pero no hace trabajar.

Arte de saber negar
Es un arte exquisito el de saber negar. Porque negar es cosa necesaria y desagradable, y un modo indiscreto en el modo de negar hará odioso al gobernante. Ya que haya de negar, que envuelva la negativa en la píldora dulce de las palabras.

Lo pide la caridad, y, si no se tiene, la finura del sentimiento. Y el arte de dirigir no puede existir cuando el que manda se enajena el afecto del que obedece. La regla general de buena política consiste en ser más inclinados a conceder que a negar, cuando la concesión puede hacerse sin detrimento del bien común o privado. Hay gobernantes cuyo primer impulso es la negativa seca. Les parece que toda concesión entraña una debilidad. Otros se inclinan más a negar que a conceder; son poco humanos. Ni faltan quienes acceden a peticiones razonables, pero a puros ruegos, como si una cosa baladí fuera una perla preciosa. Finalmente, hay quienes nada saben negar de puro bondadosos. En el medio está la virtud.

Pero si se concede, que no sea con displicencia, y si se niega, que sea con dulzura, expresando el sentimiento y la razón de la negativa. Un dirigente puede ganarse más el afecto negando que concediendo, si negando lo hace con dolor y con dulzura; y si concediendo lo hace con molestia y displicencia.

Cuando el que manda es sagaz, el otorgamiento del favor se lo reserva él; la negativa, el subalterno. La habilidad del que manda ha de mostrarse de un modo especial en la interpretación de la teoría del precedente. Es peligroso establecer costumbres; pero es peor no conceder por el temor de crearlas. La bondad halla modo de compaginarlo todo.

Los principios esenciales deben ser: inclinarse más a conceder que a negar; conceder cuanto se pueda, sin daño del bien común o el bien particular; considerar que para hacer cumplir con el deber más eficaz es una bondad que un sacrificio, porque la vida es dura, y el hacerla llevadera acerca a Dios.

Lo que en ningún caso es tolerable es no saber, después de hecha una petición, si el jefe la concede o la niega; si le parece bien o le parece mal. Preferible es una negativa discreta, razonada y franca, a una concesión ambigua, que deja el ánimo sin saber a qué atenerse.

Arte de autorizar
La autoridad superior ha de mirar como propia la autoridad de los subalternos. Ha de robustecerla, manteniendo sus decisiones. Ha de acrecentarla con la palabra y con los hechos. Aun en sus errores, ha de proceder con cautela, porque por remediar un mal leve, puede hacer un mal grave.

Las autoridades inferiores no son impecables, ni indefectibles, ni deben estar exentas de dirección; pero sin que pierdan el prestigio.  Si lo han de perder, que pierdan antes el cargo. Nadie quiere el cargo sin prestigio, a no ser quien desmerezca el cargo.

El prestigio se pierde pronto:
1.° Cuando se revoca una orden.
2.° Cuando se niega lo ya concedido por otra autoridad.
3.° Cuando el superior mayor se mete demasiado en el campo de las actividades subalternas.
4.° Cuando se oye a los súbditos de las autoridades inferiores y no se las oye a ellas.
5.° Cuando se restringe demasiado el campo de las actividades de los jefes inmediatos.
6.° Cuando se les demuestra desconfianza en su aptitud para el gobierno.
 
No hay vidrio tan frágil como el prestigio de la autoridad.
La cual difícilmente dejará de tener enemigos, aunque dirija bien: los sancionados, los no virtuosos, los apasionados, todos los cuales conspirarán contra ella y la harán fracasar. Las discrepancias entre las autoridades no pueden salir al escenario. Al súbdito se le debe disimular a veces; al jefe inferior, más.

A éste darle libertad y confianza y amplitud de acción; cuanto más sirva, más. Si sirve, ayudarle y fortalecerle; si no, quitarle. Pero desprestigiarle, nunca. Es menos mal tolerar el error del subalterno que quitarle el prestigio. Salvo en lo que sea de justicia o de conciencia; que en eso ni se debe defraudar al súbdito ni el superior inmediato tiene derecho a su prestigio.
Lo que no puede ser el dirigente
Ni muy listo
Muy listo llamamos al sujeto que discurre mucho con facilidad y acierto, y de él decimos que, por esa rapidez y acierto, se siente, naturalmente, inclinado a fijar la atención en el mundo interno de sus ideas. Es que experimenta un deleite intenso en razonar, y de ahí nace que en los hombres de gran talento y los que saben muchas cosas, en la misma medida que aumenta la intensidad de su vida interna, en la misma su atención y su interés por lo exterior.

La vida intelectual de gran intensidad, produce el mismo efecto que el de una pasión cualquiera. El amor, el odio, la codicia, cualquiera pasión vehemente, se apodera del espíritu de tal manera, que no le deja actividad para ningún otro interés o sentimiento.  Resulta así que los hombres de gran talento, de gran memoria o de gran fantasía, o de corazón excesivamente sensible, suelen distinguirse por su tendencia al aislamiento, por su desinterés de lo exterior, por su espíritu reflexivo y concentrado, por la sobriedad de su conversación, por su amor desmedido a la lectura.
Ahora bien, ¿qué es dirigir?

Conocer y dirigir personas, vivir entregados al estudio de actividades externas, que reclaman toda la atención del espíritu. Se establece así una especie de antagonismo entre la vida del que discurre mucho y la vida del que gobierna bien. Como el hombre es limitado en actividad, si vierte su atención a lo interno por el caño de las ideas, no le quedará agua para derramarla por el caño de los hechos exteriores.

No es falta de capacidad: es falta de aplicación del talento. Si se aplica a las ideas, no se aplica a los hechos. Por tanto, no es desdoro de las inteligencias notables suponerlas, como regla general, no tan aptas para el gobierno. Más bien sería presunción creer que, porque un hombre discurre, ya ha de saber actuar.

Tal vez sabría actuar si aplicara su talento a los negocios. Tal vez esto por lo que hombres muy listos se meten en ellos y se arruinan. Como no basta aplicar el talento a la música o la pintura para ser un buen artista. Consuélense los talentos con la idea de que los hombres prácticos, de ordinario, no sirven para la especulación. Y consuélense los unos y los otros con el hecho de que no faltan hombres de gran talento que sirven para mandar, como no faltan prácticos que sirven para la especulación.

Ni muy sabio
Distinguimos entre el muy listo, de talento extraordinario, y el sabio, que sabe de todo, aunque no sea un portento en discurrir. El sabio tiene la cabeza llena de ideas, de una o muchas materias. Si sabe muchas cosas, su cabeza será como una gran exposición, que recorrerá mentalmente, solazándose con ellas, entendiéndolas, curioseándolas, admirándolas. Si no se distrae porque razona, se distraerá por lo que sabe.

El dirigente no puede leer muchos libros, porque debe leer en los hombres lo que hacen, lo que dicen, lo que quieren, lo que sienten y debe leer en las obras, cómo marchan, sus provechos, sus deficiencias, sus mejoramientos. Leer muchos libros y leer en muchos hombres y leer en muchas empresas, no puede ser. El dirigente ha de tener buena inteligencia para saber gobernar. Todo el resto de su saber será bueno, si no le estorba para lo suyo, y si es mucho y le embelesa el entendimiento, será malo; sabrá mucho de muchas cosas, pero no sabrá gobernar.

Conocimos un sabio de tan prodigiosa memoria, que para quedarse con lo leído le bastaba leerlo una vez. Y así, queriendo nosotros comprobar su saber con un caso concreto, le sacamos la conversación sobre el uso de la chistera. En efecto, nos dio una conferencia amenísima sobre tan interesante asunto.

Era de talento y excelente persona; pero ¿qué hubiera hecho nombrado gobernador? ¿Cómo gobernaría un ayuntamiento de aldea quien supiera quince idiomas y necesitara sólo tres meses para hablar correctamente el alemán? Por consiguiente, no diremos nada de sabios, pero sí… ¡mucho cuidado! La idea de que los sabios, de ordinario, no son aptos para ser jefes, se comprueba con el hecho de que son rarísimos los sabios que han sido dirigentes.

Raros los sabios que fueron reyes, raros los sabios que fueron presidentes de gobierno; los sabios que han sido ministros, los sabios que han sido fundadores de institutos religiosos, los sabios que han sido directores de grandes organizaciones sociales o económicas. Ello parece dar a entender que el sentido común veía en los sabios cierta incapacidad para el mando, y que la misma naturaleza apartaba a los sabios de los cargos de gobierno.

En España sólo hemos tenido al Rey Alfonso X, sabio legislador, pero político mediano, y en nuestras dos Repúblicas, a Salmerón, filósofo krausista ininteligible; a Castelar, orador grandilocuente y vacuo; a Alcalá Zamora, hablador interminable, y a Azaña, ateneísta con pretensiones de hombre de Estado.

En España, la convicción nacional ha sido de que estorbaba la sabiduría para ser gobernante, y por eso se ha tenido generalmente el buen acuerdo de no escoger para ministros no ya a sabios, sino que tampoco a técnicos y competentes. De modo que estamos convencidos de que sabio y gobernante son términos antitéticos. Como debemos estarlo de que sabio y pedagogo lo son también.
Primero, porque los sabios no tienen dificultades y creen que sus discípulos tampoco las tienen, y sí las tienen, Y por lo mismo, no las resuelven. Segundo, porque les absorbe el ansia de saber por el deleite que en ello sienten, y les molesta enseñar, que es penoso, pues para ello se necesita observación asidua de los discípulos. Después de todo, no es desdoro: ¿qué mayor gloria que ser sabio?

Ni muy bueno
Hay varios tipos de dirigentes muy buenos: El muy bueno por timidez, que deja hacer por no disgustar a nadie. El muy bueno por indiferente, que deja ruede la bola porque no tiene un ideal de dirección, El muy bueno por complaciente, que reduce su oficio a ser paño de lágrimas. El muy bueno por cachaza, que espera la coyuntura para el aviso y nunca llega.

Es digno de observarse que nunca se encuentran gobernantes muy buenos entre los directores de bancos. Ni entre los presidentes de grandes empresas industriales. Ni entre los ingenieros que construyen puentes, puertos o túneles. El dinero está reñido con la excesiva bondad.

Desde el punto y hora en que se establece la relación de súbdito a superior, se entabla una lucha inconsciente, pero real, entre el que manda, para hacer cumplir la ley, y el que obedece, para excusarse de ella; lucha no de mala voluntad, sino de fragilidad, aun supuesto el buen deseo de cumplir la ley. Si en esa lucha el que ordena ayuda con sus blanduras al que propende a la libertad, el resultado será que mande el que obedece.

Ni muy político
Hay dos políticas: una alta y otra baja. La política alta es la que atiende al bien común; la baja, la que atiende al provecho propio o del partido y en esta última, dos formas esencialmente diversas: la de los partidos que sólo buscan el bien del partido y no el bien social, y la de los partidos que buscan el bien común, pero sólo dentro de sus ideales propios.

Gobernar exclusivamente con ideales propios, que se consideran salvadores, cuando existan otros que, a juicio de la Iglesia, son lícitos y libres, es descartar de la participación en la autoridad a muchos ciudadanos aptos para el gobierno. Esto, que en el gobierno de un pueblo es malo, en el gobierno del estado religioso es menos admisible.

Un superior religioso no puede ser partidario de política determinada, de partido político determinado, hacer propaganda de ella, manifestarla, sugerirla. Puede tener ideas políticas, y aun debe tenerlas, porque no tenerlas sería dar a entender que no le interesaban los bienes o los males de la patria; pero lo que no puede es defender las ideas de un partido, propagarlas, porque desde ese momento perderá autoridad para con los extraños y con los propios que piensen de distinto modo. Este es uno de los males a nuestro juicio de la Iglesia en España. Lo que si hay, son unos principios innegociables: El bien común, la defensa de la vida y la familia, el derecho de los padres a educar a sus hijos y la libertad religiosa. Fuera de ahí la Iglesia nos deja libres, señal de que no considera obligatoria ningún adscripción a un partido político concreto, ni ideario político.

Ésta es la política de las ideas. Pero hay otra política de la conducta y tampoco un gobernante puede seguirla. Es la política que atiende a palabras y a contestar a todos, y salir del paso, y mirar arriba, y ganar amigos, y considerar demasiado las personas o el dinero, la clase o el puesto, o la esperanza del provecho, etc.

Un dirigente debe ser sagaz, prudente, previsor, reservado, con prudente cautela; pero no hombre de palabra ambigua, de intenciones recónditas, que va a lo suyo, que concede favores para lograr prosélitos, que rebaja al adversario para realzarse él, que busca la ovación populachera, que remedia el desastre para aumentar su prestigio, que no oye cuando le van a molestar y sí oye cuando le van a adular.

El dirigente político se da también en el estado religioso, que sería el de los criterios humanos, que consistirían en estimar en más el talento, la ciencia o la oratoria que la virtud; en buscar más el trato de los grandes que el de los humildes; en apreciar más el aplauso y la fama que el verdadero fruto de la santidad; en exagerar el valor de los medios humanos y desestimar medios sobrenaturales.

Ni muy militar
La ley militar ha de ser dura, porque lo pide su propia naturaleza. Pero toda ley y gobierno han de partir del fundamento de que se establecen para seres que son humanos.

Por consiguiente, sea cual fuere la naturaleza del mando, siempre la ley habrá de ser humana y su aplicación más. El súbdito es hombre, y, sobre eso, hijo de Dios y hermano del que gobierna. El mismo gobierno militar, salvo el cumplimiento de la ley, que debe ser humana, aunque severa, en su exigencia debe ser exacta, pero benigna y comprensiva de que el soldado no es ni una máquina, ni un delincuente, ni una oveja: un hombre con flaquezas, errores, pasiones y corazón. Aplicarle el rigor de la ley sin una interpretación benigna ni una muestra de cordialidad y amor, como si no hubiera en él sino la calidad de soldado, es hacer el mando inhumano, odioso y propicio a la indisciplina y la rebelión.

Un colegio sería aborrecible si en él imperase el rigor de los cuarteles, aun suavizado por la benignidad de los educadores. El colegio es un hogar grande; los niños, hermanos; los educadores, padres; la ley, de amor; el gobierno supremo, fuente de alegría y bienestar, alma y fundamento de la educación, pródigo de premios y escaso en los castigos, enemigo de ordenaciones molestas e innecesarias.

La energía como hábito de gobernar ha de mezclarse con la dulzura, y entonces resulta el mando como un caramelo de menta: dulce y picante a la vez. La energía no ha de consistir en las voces destempladas, sino en los remedios callados. Un educador hará mal si en el gobierno de sus súbditos a cada paso los amenaza; avisados con dulzura, si no hay enmienda procédase con energía.

De los presbíteros dice San Pedro en su Primera Carta: los presbíteros suplico yo… que apacentéis la grey de Dios, puesta a vuestro cargo… no por un sórdido interés… ni como que queréis tener señorío sobre la heredad del Señor, sino siendo verdaderamente dechados de la grey…» (1 Pe 5,1 -4).
De los maridos dice San Pablo en su epístola a los Colosenses: «Maridos, amad a vuestras mujeres y no las tratéis con aspereza».«Padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos con excesiva severidad, para que no se hagan pusilánimes. Tratad a los siervos según lo que dicta la justicia y la equidad, sabiendo que también vosotros tenéis un amo en el cielo» (Col 3,19-22).
Ni muy engolado.

Fino, sí, y caballero; pero no excesivo en las formas sociales. Porque las excesivas formas son vallas y barreras que apartan a la autoridad del que obedece. Eso, para el Papa, el Rey, el Presidente del Gobierno; para los demás, que han de vivir al lado del dirigente, la sencillez, la llaneza, la confianza, aunque sea entre el soldado y el capitán.
Es error creer que esa sencillez destruye la autoridad; la aumenta, porque aumenta el amor. Una autoridad ceremoniosa, aunque sea una maestra de novicias, nunca será amada; será respetada, temida, admirada, pero al verla, y más al tratarla, se estará pensando no en abrirle el corazón, sino en hacer lo que manda lo políticamente correcto. 

Un hijo debe ser atento con su madre y con su padre; ponerse de guante y frac para hablar con ellos sería monstruosidad. No con todos los dirigentes se debe guardar el mismo protocolo; la razón pide que a un Jefe de Estado no se le trate como a un alcalde de barrio, pero es evidente que aun las más altas jerarquías, si son llanas y amables, se ganan el corazón; si exigen la etiqueta rigurosamente, no se lo ganan.

Porque hay un grado razonable de etiqueta que debe guardarse, pero si se pasa, y cuanto más se pasa, ya no sabe a necesidad de respeto, sino a soberbia o vanidad ridícula. ¿Quién no ha visto dirigentes tiesos, entonados, taciturnos, que necesitan cinco permisos para ser vistos y hablados? Eso no es autoridad. La autoridad nace de la virtud, como la de un Francisco Javier, Nuncio del Papa en las Indias, sirviendo a los enfermos de la nave en que él iba.
Ni muy joven para mandar

Unos prefieren jóvenes; otros, viejos. Los jóvenes, porque tienen fuerzas, energía, entusiasmos. Los viejos, porque tienen experiencia, serenidad de juicio A nadie se le puede ocurrir la idea de elegir presidente de la Nación a un jovencito de 40 abriles. Ni a un monarca electivo. Ni a un director de banco. Los años no se suplen ni aun con el carácter reposado y sereno de un joven notable por su virtud. Un santo, a los dieciocho años, no sería apto para gobernar una orden religiosa. Le faltaría conocimiento de la vida, de los hombres, de los asuntos, de los innumerables problemas que lleva consigo. La santidad ayuda, pero no basta.

Los años dan peso, pero como a la par restan energías, debe haber un límite prudencial, más allá del que las cualidades del gobierno se aminoran o se extinguen. ¿Cuál es ése? A los noventa años es evidente que no está el espíritu, ni el cuerpo, para las tareas del gobierno. Ni a los ochenta, si han de gobernarse colectividades numerosas, con problemas que requieran estudio y actividad. De los cuarenta a sesenta y cinco hay espacio para que una autoridad con cualidades desarrolle una acción muy bienhechora.

Lo que no hará si, después de la primera etapa, se la relega a la oscuridad. Se daría el caso de que gobernaría cuando aún careciese de experiencia y no gobernaría cuando el ejercicio del gobierno le hubiera formado para mandar. Que es como si habiendo un sujeto sido presidente del Consejo de Ministros, andando el tiempo fuese juzgado inepto para alcalde de Miguelturra.

Preferirnos un dirigente de cincuenta años a otro de cuarenta. Creemos que la experiencia de los hombres y de las cosas, y la madurez del juicio que dan los años, es un tesoro de ideas que no lo dan los libros ni el talento. Un hombre de setenta años podrá creer que ya sabe por experiencia cuanto la vida da de sí. No es verdad: si llega a los ochenta sabrá más. De modo que si se hubiese de atender sólo a la sabiduría de los años y no al vigor del espíritu y el cuerpo, ningún gobernante hubiera sido mejor que Matusalén.

El Eclesiástico dice: «Corona de los ancianos es la mucha experiencia, y la gloria de ellos el temor de Dios» (Eclo 25,8). Con todo, no sólo los años dan experiencia, ni la dan siempre los años. Hay hombres que, viviendo mucho, carecen de experiencia, y hay jóvenes que con pocos años han vivido muchos. La experiencia la dan no sólo el tiempo, sino la reflexión, la intuición y, sobre todo, el trato de los hombres y de los asuntos.


Los niños de ahora que viven en medio de las ciudades y en las grandes urbes, saben más de la vida que en otros tiempos los jóvenes. En algunas cosas, más que sus abuelos. Viven muy de prisa y aprenden en la TV, Internet, los juegos y el cine lo que aprendían antes los hombres en el roce con las gentes. Un rey que se criara en una isla, fuera de todo comercio humano, aun con grandes cualidades de inteligencia, bondad y energía, sería incapaz de gobernar.

Ni muy rico
Hay dos clases de ricos: los que nacen y los que se hacen, y entre los que se hacen, dos modos de educarse: uno, como señoritos, sin más oficio que el de gastar; otro, como industriales, para llegar a una inteligente dirección de las empresas.

El rico que nace y no trabaja es inútil para el gobierno. Pero el que nace y se forma para continuar la tradición industrial de la familia, servirá para el gobierno de sus cosas, que conocerá perfectamente, por la larga y sabia práctica de ellas, heredada de sus padres, y el de otras entidades similares, porque el trabajo continuado e inteligente es un mundo de experiencias sobre los hombres, su trato, los negocios, sus dificultades, etc.

Por un misterio de la herencia, con la sangre se heredan muchas veces las aficiones y las aptitudes; pero por la educación, por el ambiente, por el trato continuo de los padres, por sus lecciones de ideas y de cosas, adquieren los hijos un caudal de conocimientos que es un verdadero tesoro para la vida. Por el contrario, los menos aptos para el gobierno, cabalmente porque carecen de sentido de la realidad, son los opulentos por herencia, cuyos padres también lo fueron; los hijos de los muy ricos, que se han criado en el ocio y en las comodidades y los placeres.

Un Ford que de la nada llega a multimillonario, revela visión realista, prudencia, tacto para dirigir, conocimiento de asuntos, condiciones nada vulgares para mandar. La clase media lleva consigo trabajo, sufrimiento, experiencia, afán de crearse un porvenir, contacto con las dificultades y los desengaños, visión de ordinario más realista que la de los poderosos y herederos ricos; tesoro de cualidades que dan madera, de suyo, apta para el gobierno.

¿Quién manda en el mundo, sino la clase media? Por tanto, como regla general, para jefes, ni muy ricos, nacidos y criados en la opulencia; ni muy pobres, nacidos y criados en la miseria. Generalmente, se ha seguido entre nosotros el criterio de la riqueza y de la aristocracia para conferir cargos de autoridad. Yerro lamentable, porque se ha confundido el arte de dirigir con la prosapia y el dinero. De ordinario, los muy ricos y muy aristócratas pecan de excesivo amor a su propio juicio; creen que saben dirigir, porque viven opulentamente; que aciertan siempre, porque nadie les contradice. A parte de que los nacidos en la aristocracia o la opulencia no suelen pecar de sacrificados, y el oficio de mandar exige abnegación.

Mas como el dirigente, de ley ordinaria, no puede extraerse de entre los nacidos en la opulencia, tampoco, de ley ordinaria, han de tomarse de los criados hasta la virilidad en pobreza extrema; porque quien sube a puestos muy elevados necesita conocimiento de los hombres de todas las esferas sociales, más de las clases altas que de las bajas. Pues del mismo modo es cierto que, de ley ordinaria, no serán los más aptos para jefes de colectividades importantes los nacidos y criados hasta la virilidad en los campos o en las aldeas.
Un hombre de campo o aldea puede tener talento natural, honradez, virtud y sentido común, cualidades inestimables para mandar, pero no tendrá la cultura que da el ambiente de la ciudad, y más de la gran ciudad, que no se da en los libros, sino en el ambiente social; tesoro de ideas que si no se adquiere en los años niños de juventud, jamás llega a asimilarse totalmente, ni con la más exquisita educación.

El ambiente moral es como el material. En éste se absorbe con el aire la fragancia de los campos o los miasmas de la ciudad, que influyen insensiblemente en la salud y en la vida. Y en el ambiente moral, el alma absorbe y se asimila, sin notarlo, infinitas ideas de cultura, de religión, de moralidad, de experiencia, de lenguaje, de estética, de  todo lo que constituye el mundo espiritual. No lo parecerá, pero es evidente que es mucho más lo que se aprende con estas lecciones de cosas que lo aprendido en una enciclopedia.

El que aprenda en ésta sabrá más de historia, geografía y ciencias; pero el caudal de sentimientos, lenguaje, modales, juicios, experiencia, gusto, que adquiera en el ambiente de una gran ciudad, será mayor en cantidad y más o menos selecto en calidad: según la categoría de la atmósfera que se respire. De aquí resulta que cuando con el pensamiento se salta de la aldea a la gran ciudad, fácilmente puede creerse que se gobierna una gran urbe como pudiera gobernarse un pueblecito como El Toboso. Es que los problemas de una aldeíta no tienen complicación, y el que no ha visto sino campos, labradores, corderos y mieses se figura que todo el mundo es orégano. ¿Un aldeano nunca podrá mandar? No es eso. Como rarísima excepción, podrá ser alcalde de Londres, pero será uno entre los miles nacidos en las aldeas.

Ni muy raro
Raros son los que hacen y dicen cosas extravagantes. Mala condición para vivir en sociedad, porque son objeto de crítica acerba, aunque tengan cualidades excelentes: A un rey ridículo habría que destronarle por caridad, para que no se convirtiera en befa nacional. Ninguna mujer bella se vestiría de un modo extravagante, como no fuera la que pretendiera, más que parecer hermosa, llamar la atención por fines inconfesables.

Y es que la rareza es antipática, descuido de educación, vanidad de espíritus estrechos, herencia desagradable, falta de espíritu observador, reveladora de ausencia de buen gusto, cosa fácilmente ridícula e incompatible con la dignidad del mando. La rareza se agranda con la excelencia de quien la tiene. Si la tiene un labrador nadie la nota; si la tiene un rey, es defecto que ve y censura todo su pueblo como cosa intolerable. El hombre raro no es frecuentemente un gran hombre; lo frecuente es que los grandes hombres tengan rarezas.

Quizá algunos las tengan por parecer originales, pero sólo logran ser más vulgares. No se observan ni observan a los demás; de lo contrario, huirían del ridículo en que caen. Huirían del trato social, para no ser víctimas de la sátira, tanto más dura cuanto es más elevado el cargo. Es gran don de Dios ser anónimo en el modo de proceder: uno más.

La naturaleza humana, inclinada más a juzgar con rigor que con benevolencia, no perdona el defecto del igual; el del superior, mucho menos. El súbdito más bondadoso tiene siempre al superior en su microscopio, y en él ve los microbios de sus defectos. ¡Qué no verá cuando la rareza la distinga a simple vista! No es malicia humana, es condición humana. Por eso repara en lo chocante, aunque nada tenga de culpable, como ocurre en los neurasténicos y escrupulosos. Se dan casos de escrupulosos para sí y no para los demás, pero ¡qué pocos! Lo que no se dan es neurasténicos para sí y no para los demás. Ni los unos ni los otros son aptos para la vida social, ¡cuánto menos para jefes!

Pidamos a Dios, jefes no extravagantes en nada, ni en el hablar, ni en el reír, ni en el pensar, ni siquiera en la virtud, que puede ser grande, pero no llamativa y rara.
Subir
La primera norma del mal gobierno es pretenderlo y arreglárselas para lograrlo. Porque el que lo desea, aunque no lo pretenda, es que no ve su responsabilidad y si sobre eso lo procura, está más ciego. ¿Quién no desea ser ministro? ¿O director general? ¿O gobernador?
Subir: he ahí el ideal. Hasta la muchacha que se casa anhela mandar y ser señora de su casa y de marido. La Iglesia quiere a los que no quieren; al que no quiere la parroquia, la canonjía, la mitra. Porque ve que esa disposición de no apetecer el mando es la primera condición para ejercerlo bien. Se ve la modestia, la humildad, el temor a la responsabilidad.

Según esto, ¡qué pocos dirigentes aptos debe haber en el mundo!
Si nos quedáramos en desearlo…, ¡pero lo procuramos! y el que no, parece un tonto. Tan natural se considera. Como una gracia, como un derecho, como un premio, como un ascenso; sin eufemismos, sin empacho y procurándolo por el influjo, por la recomendación, por el parentesco, por el mérito de hablar bien, por la promesa de incondicionalismo. Cuando al tomar posesión nos digan: «Yo, elevado a este cargo, sin méritos, pretenderlo…». Falso.

El mando es un peligro para quien no lo quiere; para el que lo busca, más. Saúl fue bueno cuando pequeño, y fue malo cuando fue rey. David fue bueno cuando pastor, y pecador cuando Cristo dijo: «Cuando os conviden no escojáis los primeros puestos» (Lc 14,8), desmerecerlos. Recibirlos y ejercitarlos como una carga, como un deber, como un sacrificio: ésa es la primera condición para mandar bien, y la primera norma de mal gobierno desearlo y procurarlo.
Si San Pablo dice que desear el episcopado es desear obra buena, ¿por qué ha de ser imperfección y peligro querer el ascenso a cargos de autoridad? Porque el sentido de San Pablo es que el que desea el episcopado desea una cosa en sí excelente; pero lo que no quiere decir San Pablo es que el deseo del episcopado es un deseo excelente. El episcopado en sí es bueno; pero el deseo, no.

Desear cargos de autoridad es peligroso. Porque supone certeza de la aptitud. La Sagrada Escritura amenaza duramente a los constituidos en autoridad:

“¡Escuchen, reyes, y comprendan! ¡Aprendan, jueces de los confines de la tierra! ¡Presten atención, los que dominan multitudes y están orgullosos de esa muchedumbre de naciones!
Porque el Señor les ha dado el dominio, y el poder lo han recibo del Altísimo: él examinará las obras de ustedes y juzgará sus designios. Ya que ustedes, siendo ministros de su reino, no han gobernado con rectitud ni han respetado la Ley ni han obrado según la voluntad de Dios, él caerá sobre ustedes en forma terrible y repentina, ya que un juicio inexorable espera a los que están arriba. Al pequeño, por piedad, se le perdona, pero los poderosos serán examinados con rigor.

Porque el Señor de todos no retrocede ante nadie, ni lo intimida la grandeza: él hizo al pequeño y al grande, y cuida de todos por igual, pero los poderosos serán severamente examinados. A ustedes, soberanos, se dirigen mis palabras, para que aprendan la Sabiduría y no incurran en falta; porque los que observen santamente las leyes santas serán reconocidos como santos, y los que se dejen instruir por ellas, también en ellas encontrarán su defensa.

Deseen, entonces, mis palabras; búsquenlas ardientemente, y serán instruidos. No se sigue de todo esto que haya de renunciarse a los cargos de autoridad. Pero sí que debe considerarse si podrán ejercerse lícita y provechosamente para el bien común o el personal. (Sabiduría 6, 1-11)”.

No caer
Supuesta la norma primera de mal gobierno, que es desearlo y procurarlo, la segunda consiste en el de no caer. Es complicado y sutil, y entre otras artes y marañas puede consistir en las siguientes:

1. En el arte de mirar arriba demasiado: ¿Que quieren blanco? Blanco. ¿Que quieren negro? Negro. ¿Se levanta el brazo? El brazo. ¿Se levanta el puño? El puño de seis horas? Seis horas. ¿Piden aumento del 50 por 100 de jornal? El 50 por 100. Es de un éxito maravilloso. El pueblo contento, el Ministro contento y el Presidente del gobierno contento.

2. En el de mirar enfrente. Un ministro ve frente a sí dos fuerzas, una y otra no; da vueltas al caso, y se decide por la que juzga más poderosa. Es el arte de no caer. Eso si acierta; si no, se hunde.

3. El arte de ver de lejos. Lo que se llama «verlas venir». Porque hay gobernantes que ven de cerca, pero de lejos, no. Creen que nunca van a cambiar las cosas, y eso es una quimera, y cuando cambian, caen en su propia trampa.

4. El arte de no mirar hacia adentro. Viene a reducirse a lo que un político corrupto decía con desenfado: «Los cargos, para los amigos».

Centralizar
En una organización de hombres hay muchas actividades, unas más altas que otras, todas subordinadas y dependientes de una dirección central. Cada actividad tiene su autoridad respetable, aunque sólo se trate de un hogar. La madre tiene la suya, las hijas la suya, la cocinera la suya y el chófer la suya. Si el padre, que es el jefe supremo de la casa, no se limita a llevar la alta dirección, sino que se quiere meter en lo que corresponde a la señora, a las hijas, a la cocinera y al chófer, se producirán los males siguientes:

– El padre se hará antipático, dando a entender que cuantos él dependen son unos torpes.

– Los hará remisos, porque si todo lo ha de mandar él, ¿para qué molestarse? Incurrirá en errores frecuentes, porque ¿va a guisar mejor que la cocinera? Perderá el prestigio de su autoridad, por sus frecuentes disparates, y una de dos: o se los dicen y se molesta, o se le callan y salen las cosas mal.

Estos despistados son como bombas: primero, absorben la autoridad, sin dejar gota, y luego impelen a la acción con una fuerza arrolladora. ¡Dios nos ampare! Lo discreto es lo contrario: que si el súbdito acude a él para minucias, le despida diciéndole: «Tiene usted edad». Que si acude a él para aquello en que no tiene jurisdicción, le conteste: «No mando en eso». Y que si se identifica con su criterio sólo porque es súbdito, le diga: me diga lo que me agrada».

Un alto gobierno puede pecar por dos extremos: o por dar exceso de libertad o por no dejar libertad, tomando para sí la actividad de los de abajo. Ambos extremos son viciosos; con el primero no se gobierna, sino que cada cual se gobernará a sí propio; con el segundo tampoco se gobierna, porque desaparece el súbdito y queda sólo el superior. Cuando el superior no se mete en nada, se origina el desorden, y como consecuencia el malestar, y cuando el superior se mete en todo, se origina el malestar y se origina la huelga de brazos caídos.

Cuanto más elevada es la autoridad, mayor atención ha de prestar al bien universal y menos a lo menudo. Un párroco puede laudablemente ocupar buen espacio de tiempo en visitar enfermos o dar unos ejercicios; un Papa, no. Porque la Iglesia tiene infinitos asuntos de trascendencia que claman su atención. El general de un ejército debe preocuparse de estudiar el plan de campaña; pero de si un soldado ha cumplido con su deber, no. Es norma de aplicación a todos los gobiernos.

Cuando un alto gobierno desciende a lo menudo, hace el daño de descuidar el bien común. Pareciendo bueno es perjudicial. Puede ello originarse por falta de criterio, por falta de preparación o por afición a meterse en lo pequeño, absorbiendo la autoridad del súbdito, lo que hace dos daños: molestar al de abajo, porque lo anula, y descuidar el bien común, que es el que peculiarmente le incumbe. A sí mismo se parecerá un héroe, que lo hace todo; pero a los demás, les parecerá un hombre insoportable.

Suprimir
Dios nos hizo libres; abusamos de la libertad, pero Él no la suprime. Precisamente la libertad consiste en eso: en poder obrar bien o mal, a nuestro albedrío. Lo que hay que hacer no es suprimir la libertad, sino educarla. Evitar el abuso manteniendo la libertad, para merecer con ella.

Los que a fuerza de supresiones quieren obligar a proceder con rectitud, son pésimos gobernantes. El ideal es: plena libertad y pleno cumplimiento del deber. No ser buenos porque no se puede ser malos. La autoridad debe no poner en mayor peligro del que puede llevar el súbdito; pero sí educarlo progresivamente, para que cada vez use de mayor libertad, cumpliendo con su deber. Es el modo racional de evitar el abuso en el ser libre, porque va creando el hábito de obrar bien y vigorizando la libertad.

Los niños que no salen de las faldas de sus mamás hasta muy hombres, por miedo a los peligros morales, no llegan nunca a ser hombres. Lo que es peor, abusan de su libertad cuando se les ofrece la primera coyuntura. Supuesta la fragilidad humana y tratándose de colectividades, el abuso no sólo ha de prevenirse, sino suponerse, y tener prevenida la sanción, que podrá ser muy varia, con tal de que en ningún caso sea la supresión de la libertad, que se estimó justa y prudente.

Uniformar
Sólo en el cielo se podrá dar una felicidad infinita siempre igual: la visión de Dios. Lo uniforme, invariable y monótono en este mundo, aunque se trate del manjar más exquisito y de la música más bella y del espectáculo más delicioso, se hace intolerable. ¡Cuánto más el deber y el sacrificio constante, son solaces que los entreveren!

La autoridad que no comprenda el valor y el deleite de lo mio, dar a la vida el dulce sabor de lo humano, matando el fastidio y el hastío de lo siempre igual, es que no se ha observado a sí mismo, ni ha visto que la variedad discreta de la vida, con el deber entreverado con el solaz, es no sólo humano por necesario, sino necesario para la virtud.

Cuando un alma es justa, amante de Dios y sacrificada, con nada crece más en el amor y la gratitud que cuando recibe la consolación espiritual, que la hace ver cuán bueno es Dios con ella y cuán buena debe ser ella con Dios, creciendo en el deseo de santificarse. Eso acontece al que obedece con respecto al que le manda, cuando observa que éste goza con que él goce, y se preocupa de que cuanto más cumple el súbdito obedeciendo, más se preocupa el superior haciéndole gozar. No se trata de la magnitud de las bondades, sino de su oportunidad, variedad y sorpresa.

El deleite siempre es nuevo, y crece con la sorpresa, el modo de la sorpresa, la magnitud de la sorpresa y la novedad y variedad del solaz y esparcimiento. Eso cría amor en el que obedece. No sólo amor hacia él, sino hacia su género de vida, sacrificado, sí, pero amable.

Diferir
Cuando las resoluciones son tardas, los subordinados se impacientan y se dedican al dulce placer del comentario. Es irresolución o pereza, no madurez en el juicio, es a veces falta de interés en las cosas. Es triste sino el de los hombres tardos.

Los bueyes son lentos, pero seguros y trabajadores; van despacio, pero andan siempre, y son fecundos en su labor. Los cachazudos, no: andan poco, y hacen poca labor, y hacen lentos a los demás, y tienen el triste sino de que hasta los no activos se quejan de ellos y se aprovechan de su inactividad para paliar la suya.

Cuando un carácter irresoluto y tímido se enfrenta con una situación dura, halla un gozo inexplicable en diferirla:
1.˚ Porque su inacción le exime del sacrificio del trabajo.
2.˚ Porque teme un disgusto personal.
3.˚ Porque teme disgustar a otros.
4.˚ Porque espera varíen las circunstancias y que el problema se resuelva solo.
5.˚ Porque ve la posibilidad de que lo resuelva otro.
Pero acontece lo contrario:
1.˚ Que el problema se agrava y ha de emplear más energía y mayor sacrificio.
2.˚ Que el disgusto suyo es mayor, porque la situación es más violenta.
3.˚ Que el malestar de los demás es más hondo, porque la vida se paraliza.
4.˚ Que se ha perdido un tiempo precioso para enmendar un vicio.
5.˚ Que el gobernante pierde autoridad, porque se ve su inacción, su falta de visión y de energía.
6.˚ Que la coyuntura feliz, que se esperaba, nunca se ofrece y así nunca llega la solución.

Espiar
El dirigente debe saber lo que pasa, pero no debe echarse de ver que se desvive por saber lo que pasa. No debe preguntar con frecuencia lo que ocurre; pero debe procurar con arte se lo digan sin preguntarlo. Con el trato frecuente de los subordinados lo averiguará todo sin pretenderlo, y se lo dirán todo sin intentarlo. Lo que no puede hacer es desconfiar, fisgar, andar por los rincones huroneando. Bastará se le coja una vez para que se huya de él como de la policía secreta.

Un padre-policía seria una desgracia; si es padre, por el afecto y el trato, serán sus hijos los que le descubran sus faltas. La vigilancia del gobernante debe ser esmerada, porque tiene una responsabilidad grave; pero no desconfiada, cuando no ha precedido causa. Ni aun con los alumnos de un colegio se puede proceder así; porque desde ese momento el niño estudia el modo de hacerla, y goza cuando la pega.

Claro es que no es lo mismo una superiora de monjas que un director de seguridad. Cuando el oficio es de policía, todo el oficio consiste en eso; pero los gobiernos políticos, religiosos, de asociaciones, empresas, etc., no tanto son de descubrir rateros, sino de ordenar bien las sociedades. Por eso, la vigilancia es buena y necesaria en toda sociedad bien constituida; pero de padre en el hogar, de superior en los conventos, de ciudadano en la alcaldía y de jefe militar en el cuartel: Siempre discreta y justa.

Desalentar
La autoridad puede desalentar de muchos modos:
1.° Eligiendo a los no aptos para sus puestos, por desconocimiento de los sujetos.
2.° Manteniéndolos en ellos, a pesar de sus fracasos; lo que forzosamente quita el gusto del trabajo y de la vida.
3.° Mudándolos de cargos cuando los desempeñan bien; porque con facilidad pasan a otros, para los que no tienen vocación.
4.° No alentándolos en sus trabajos con su indiferencia o falta de estimación.
5.° No guiándolos en sus primeros pasos cuando son jóvenes, que no suelen saber nada de gobierno.
6.° No corrigiéndolos con seriedad cuando van descaminados, porque llegan a figurarse que lo hacen bien, cuando lo hacen mal.
Parte de los que fracasan no es tanto por su ineptitud cuanto por la ineptitud de los que les dirigen y es que se ocupan más en otras cosas que en gobernar; mandar es gustoso; pero gobernar, no. Muchos oficios ha de hacer el que manda; ninguno más importante que el de alentar. Sería absurdo no hacerlo por la razón de que el que obedece cumple con su deber. Eso hace el cristiano, y Dios le alienta con una eternidad de cielo.

A un joven que comienza a educar niños es un error grave reprenderle en su primer error. Pudiera ser que se deprimiese para en adelante fracasar por culpa ajena. Lo que quiere decir que la autoridad debe ser observadora, fina, no reparando sólo en lo heroico, sino en lo menudo constante, que también lo es. Debe saber qué piensa, siente y quiere el súbdito; sus preocupaciones, sus depresiones, sus entusiasmos.

Sólo así será oportuno en sus palabras y alentador razonable. No en todas las colectividades debe el jefe alentar del mismo modo; pero se puede pecar por carta de menos, no alentando nunca, o por carta de más, reduciendo casi el gobierno a dejar contentos. A lo que faltan con facilidad los bondadosos, creyendo que la bondad es más necesaria que la fortaleza, y que se gobierna mejor que con justicia, con caridad.

Se dirige mejor con ambas cosas: dulzura y energía. Pues si alabar es necesario, callar los defectos es justicia, porque si no es para remedio, no se puede hablar de los defectos ajenos. Es:
– Caridad, porque debemos querer para los demás lo que para nosotros mismos.
– Política, porque quien habla mal se inhabilita para mandar bien.
– Humanidad, porque es doloroso saber que se nos censura por el mismo superior.
– Talento, porque quien habla bien de otros se gana su amor y es correspondido del mismo modo.
– Hablar bien no es alabar sin ton ni son, sino lo bueno que tiene cualquier hombre. Es disimular sus defectos, no defendiéndolos como virtudes, sino excusándolos, aunque reconociéndolos. Raro es el hombre de quien no se puede decir algo bueno; pero es más raro no decir algo malo del hombre más virtuoso.

La autoridad que sepa hablar bien de todos, casi con ello gobernará bien, porque si hay palabras dulces son las que el superior dice del súbdito. Se debe hablar bien y desear que lo sepan los interesados; no por interés propio, sino por el bien suyo. El hablar bien es como el buen olor, que perfuma el ambiente.

Desunir
En cuanto sea posible, dice San Pablo, todos digamos y sintamos del mismo modo. ¡Qué bien dicho! Como palabra de Dios. Que todos pensemos y digamos lo mismo. Decir lo mismo es muy difícil: casi sólo en el cielo. Pero ya que a esa perfección no se puede llegar, no tenga a mas el arte de desunir.

Dentro del sistema representativo, con sus preciosas libertades, era imposible un buen gobierno, aunque fuera posible un buen gobernante. Porque con el derecho a pensar y decir cada cual su opinión, la nación se divide en infinitas fracciones; y, faltando la unión, falta el gobierno.

Es propio del arte de desunir, gobernar con una parcialidad, sean blancos, negros o colorados. El ideal es unir a todos los buenos, a todos los que buscan la verdad, llámense como se llamen. La verdadera democracia. De lo contrario, la injusticia en el reparto de cargas y honores convierte en enemigos a los no favorecidos, que pasan de ciudadanos a conspiradores.

El mismo problema se plantea en un colegio donde el profesor reparte honores, distinciones y castigos sin mirar a la justicia, sino a la simpatía, a la clase, al dinero. Los niños son inocentes, pero justos y ladinos, y roerán la fama y el prestigio del profesor. El amor a la justicia es innato y fortísimo, y ni las religiosas más santas se sentirán unidas a la superiora si la ven amiga de preferencias no justificadas.

Estrechar
La disciplina es el orden en el modo de vivir. Ahora bien: como hay muchos modos de vivir, hay muchos géneros de disciplina. Sería un exceso que los soldados guardasen el orden de los conventos o que los escolares guardasen el orden de los cuarteles. El orden no se guarda por el orden, sino por algo superior al orden: para la educación, en los escolares; para la virtud, en los religiosos; para la guerra, en los soldados.

El orden exige sacrificio; cuanto más orden, más sacrificio. De modo que si se exagera el orden, se hace intolerable. El demasiado orden estrecha la vida. Hay exageración cuando se exige demasiado conforme a la condición del que obedece, y entonces del orden nace el desorden, el malestar, la murmuración, la insubordinación.

La exageración del orden convierte la sociedad en un mecanismo; pero una sociedad no es una fábrica. Eso parece pensar el que exige demasiado la disciplina. Error funesto, del que no saldría sino cuando su superior jerárquico impusiera una disciplina férrea. Entonces exclamaría: ¿Soy acaso una máquina? Una disciplina sin bienestar no se podrá sostener; como tampoco una disciplina sin virtud. El proceso debe ser: satisfacción, virtud, disciplina. La disciplina ayuda a la virtud; la virtud, a la disciplina; pero la satisfacción ha de ser base de la una y de la otra.

La satisfacción es la virtud, la flor; el fruto, el orden. No que la disciplina sea lo más precioso, sino lo último, como resultado del bienestar y del espíritu. Cuando no la hay vienen las faltas de orden, por desconocimiento, por ligereza y porque cuesta la disciplina. y entonces vienen las voces destempladas y los castigos fuertes.

¡Pobre sociedad a la que toca en suerte un gobernante vulgar!

Entre un orden exagerado y un desorden no exagerado, es éste preferible a aquél; porque la disciplina excesiva crea angustia y malestar; la disciplina blanda, no. Si a un escolar se le castiga cada vez que falta al silencio, el colegio será una cárcel para él. Si el educador le avisa amablemente y le disimula alguna vez, la vida se le hará, por lo menos, llevadera. La disciplina suave, con orden siempre, es en el que manda consecuencia de una visión humana del sacrificio de la obediencia.

El orden exagerado es consecuencia de la ignorancia del educador: no sabe formar. Las faltas de disciplina provienen de que no se ha prevenido, de que no se ha hablado de su importancia; de que no se ha estimulado con el honor y el premio, lo cual supone previsión, sacrificio y método, sobre todo repetición de normas.

Sancionar mucho
Una colectividad donde las sanciones son frecuentes, ¿da indicios de estar bien dirigida? No. Una sociedad donde los castigos son con frecuencia generales, ¿da a entender que se gobierna bien? No. Una asociación donde se castiga sin dar oídos al que hace mal las cosas, ¿está bien dirigida? No. Una sociedad donde se da el crédito a todos, ¿está bien mandada? No.

No se dan colectividades malas; pero se dan gobernantes malos. El cumplimiento de la ley debe ser lo ordinario; su infracción, lo extraordinario. Cuando de cincuenta discípulos hay veinte sancionados, es que el profesor es inepto. Es que le resulta más cómodo castigar a muchos, sin indagar los culpables, que no averiguar quiénes son los cabecillas. Cuando se castiga a muchos por la falta de uno, todos hacen causa común con el delincuente. Castiga mucho será temido. Y un gobierno temido es positivamente malo.

Un gobierno donde se castiga mucho pierde la eficacia de la sanción; si se castiga mucho es que se teme poco el castigo. Cuando se castiga mucho es porque se educa poco, es que no se previene y evita la sanción frecuente. El gobierno no es malo exclusivamente cuando se castiga mucho, sino cuando no se castiga nada. Porque no hay sociedad donde no exista algún delincuente. Son preferibles las sanciones raras, pero justas y fuertes; más que las penas frecuentes y leves, que molestan como las moscas, pero no duelen, como las avispas o las abejas.

Sancionar es cosa necesaria en todo buen gobierno, necesaria y delicada. Por eso, no raras veces se deja la corrección: por prudencia, por evitar mayores males. Lo que ocurre con frecuencia es que se evita, no el mal mayor común, sino la molestia mayor particular. Se haría la corrección con provecho, pero con disgusto del súbdito. Y no se hace la corrección para evitar el disgusto propio.

La comodidad propia es muy sutil, y se encubre con la capa del bien común. De ese modo crece el abuso, porque no se sanciona, y con el mal ejemplo cunde el desorden y se hace general, y entonces, dejando de corregir, no se evita un mal mayor, sino que se produce un mal mayor, por no causar una molestia particular.

Por otra parte, si se generaliza el procedimiento, se suprime en absoluto el aviso y la sanción, y desde ese instante no hay gobierno posible. En este abuso pueden incurrir, no sólo los gobernantes tímidos, sino los prudentes, porque también a los prudentes les es más halagüeño ser queridos que ser odiados. La situación es a veces difícil y peligrosa, y no fácil de resolver atinadamente, si ha de disimularse o no; lo cierto es que, como sistema, no puede admitirse, porque fatalmente conduce a la indisciplina.

Dos artificios son corrientes para evitarse disgustos corrientes, pero de dudosa eficacia saludable. El primero consiste en querer ganarse la voluntad de los hombres de valer, para evitar su hostilidad, dándoles cargos de mando sin cualidades para él. Recurso malo para la entidad gobernada, porque la manda quien no sirve. Malo para el que recibe el cargo, porque se cree que porque vale para entender, vale para mandar y malo para el que da el destino, porque se desprestigia.


El segundo artificio consiste en que al que lo desempeña mal, se le eleve a mayor empleo para no tenerle a disgusto. Y aquí el daño es mayor; porque a mayor cargo corresponderá mayor daño; para el que lo da, para el que lo recibe y para la colectividad que se gobierna.

Avisar mucho
Para gobernar debe bastar la ley, y no para cada ley un capítulo de avisos, y para cada aviso, otro de interpretación de los avisos. 
Los avisos son como las chinches, no hay quien pueda descansar con ellos, y los avisos, como las chinches, tienen una fecundidad horrible; cada aviso produce ciento.

Los admonitores, tienen voluntad de oro, pero quitan el gusto de la vida. Tienen buena intención, pero entendimiento estrecho. Ven con microscopio, pero no las líneas fundamentales. Quieren hacer el bien con perfección, pero sólo consiguen que se aborrezca. Quieren educar, pero deseducan; porque ni alientan ni entusiasman, pinchan. Un admonitor discreto, que sepa hacer amable el aviso, es un portento, porque la admonición es siempre ingrata. Aunque sea rara y justa y necesaria.


¿Qué pasará con un dirigente que a cada paso avisa, amonesta y amenaza? Pidamos a Dios nos dé gobernantes de muy pocos avisos, que nos hagan cumplir la ley con gusto, por deber y por amor, no con molestia y miedo. Por eso, bien pudiéramos tener en la Biblioteca Nacional, una sala que se podría titular «Biblioteca de los Reglamentos».

De igual modo hay autoridades que no se hartan de pasar cartas de avisos y más cartas de avisos, hasta para lo más menudo; Este modo de proceder adolece de muchos inconvenientes:


Que no hay memoria que pueda retener tanta minucia. Que, si se retiene, no se cumple, por su número y pequeñez. Que un aviso llama a otro aviso, como una cereza a otra. Que se pierde la vista de lo esencial, porque todo se pone en lo baladí. Que se multiplica el número de las faltas y el de las correcciones. Que la vida se hace desagradable.

Generalmente, en todo gobierno, la eficacia estriba en media docena de ideas fundamentales. Ni una universidad, ni un colegio, ni una asociación, requieren para llevarse bien un código administrativo y un código penal. Bastan unas prescripciones bien exigidas. Imitemos a Dios que con 10 mandamientos gobierna el mundo.