IV.- BASES FUNDAMENTALES

– El proceso de la educación

Dos son las ideas más fundamentales sobre las que se basa la sólida educación en los colegios o en cualquiera otra institución educadora: el bienestar de los alumnos y la vida espiritual intensa. En el orden de excelencia, primero es el cultivo espiritual; pero en el orden del tiempo, primero es el bienestar. Tal como nosotros concebimos la educación, el proceso es el siguiente:

El niño que es trasplantado desde su casa al colegio, va a él a sacrificarse de mil maneras: va a guardar una disciplina, a obedecer, a estudiar, a estar en silencio muchas horas, a ser amonestado, a negar su voluntad constantemente. Eso, que para los grandes es duro, para los pequeños lo es más; porque son inquietos, nerviosos, juguetones, muy difíciles para el trabajo.

En esas circunstancias, ¿quién podrá amar a sus educadores, que le han de exigir el sacrificio continuo de sus caprichos y de su libertad? ¿Quién no verá en colegio una cárcel más o menos hermosa? La pérdida de la libertad ha de tener alguna compensación humana, que haga tolerable y aun amable la vida; y algún motivo sobrenatural, que la haga meritoria y gustosa.

– Primera fuente de bienestar: un régimen humano.-

Esa compensación es el régimen de bienestar, aquel conjunto de prácticas de la vida escolar que por su naturaleza sitúen al educando en un gran ambiente de alegría, donde sienta el amor, goce con sus compañeros, no le resulte odiosa la disciplina, obedezca no por temor, sino por conciencia y convicción.

Este proceso está tan hondamente basado en la naturaleza, que es insustituible. A unos suburbios habitados por comunistas jamás los atraeremos con levantar parroquias, sin antes proporcionarles pan, trabajo, vivienda, salario justo, holgura de vida. Es el amor que entienden y agradecen.

A unos niños que dejan a sus madres y su libertad, sus comodidades y su conducta más o menos defectuosa, no les hablemos del deber, de la disciplina, del temor de Dios, sin que antes vean que nos preocupamos de su alegría, de sus deportes, de darles un trato amable, de evitarles sacrificios inútiles, de hacerles concesiones agradables, compatibles con su virtud y aprovechamiento en las letras.

Cristo curaba a los enfermos y daba de comer a los hambrientos, y con esa prueba de su amor les predicaba después la Cruz. Lo primero, pues, en la obra educadora es conquistar el corazón. El gobernante que no empiece por eso, lo mismo si se trata de un colegio que de una comunidad religiosa, que de una sociedad política, no educará bien.

El bienestar, por consiguiente, es condición sine qua non para educarse; el cual, tratándose de niños, no consiste sólo en que se le trate con amor y se le organicen bien los deportes, sino en que se le haga la vida escolar humana, sin sacrificios estériles, sin clases aburridas, sin silencios innecesarios, sin devociones áridas, con libertad de niños, con variedad en la forzosa uniformidad de su vida.

El bienestar no es una retribución como la del recreo, o la de un día de campo: es la sal de la vida, que ha de derramarse en todas las ocasiones, como en todos los manjares. El mismo sacrificio hay que hacerlo con alegría. ¡Cosa más desabrida que la clase! Pues también es susceptible de producir una alegría intensa si se sabe llevar bien.

– Segunda fuente de bienestar: el cumplimiento serio del deber.-

Eleducando que cumple con su deber está contento consigo mismo,con sus educadores y su colegio. Pero para que cumpla con su deber es preciso facilitarle habitualmente su cumplimiento.Imponer deberes de gran dificultad, sin facilitarlos, es lomismo que obligar no cumplirlos.En las clases se facilita el deber cuando el maestro sabe enseñar,sabe explicar bien, repetir bien, estimular bien; guardar ladisciplina, usar métodos racionales.

En la disciplina se facilita el deber cuando lo que se ordena es acomodado a la condición del niño, de modo que la generalidad pueda cumplirlo sin gran violencia; cuando se entrevera la exigencia del sacrificio con la concesión de la expansión; cuando se eliminan los pervertidos o perturbadores habituales; cuando se reciben palabras de aliento y cariño; cuando se enseña a obrar bien por convicción, no por temor. Por convicción del deber para con Dios, para con los padres, para consigo mismo. Por convicción de la necesidad de cumplir el deber para su porvenir y felicidad. Todo esto es educar la libertad.

– Tercera fuente de alegría: concesión de una justa libertad.

Dos cosas hay que considerar en ella: la facultad misma y su ejercicio. Cada edad, estado o condición tienen su libertad propia: la del hombre no es la de la mujer; la del niño no es la del joven; la de la soltera no es la de la casada. Negar esa libertad, que da la naturaleza, es ir contra la naturaleza misma y tenerla violenta e insatisfecha.

Un niño de diez años, que durante todo el día y todos los días estuviese encerrado en un cuarto, rodeado de juguetes, acabaría por enfermar de tristeza. ¡Si les pasa a los pajaritos encerrados en sus jaulas! Negar esa libertad, que da la naturaleza, es ir contra la propia.

¿Les perjudica? No; les educa. Porque la libertad se aclimata, se acomoda al ambiente; supuesta la educación del colegio y de la familia. La libertad ha de sufrir en los internados restricciones necesarias, impuestas por el régimen de la vida escolar. Pero nótese bien que esas restricciones no son arbitrarias, a gusto y capricho del educador, sino sólo las taxativamente exigidas por la necesidad del orden, la disciplina y la educación. En cuanto se sobrepase esa regla y se suprima la libertad, se habrá incurrido en un delito de lesa educación. Esto en cuanto a la libertad misma.

Consideremos ahora su uso.

Entre todos los medios con que se puede producir satisfacción y alegría al niño, ninguno más poderoso que el de la concesión de la libertad que le es debida: Mandad a un niño que juegue cuando no quiere. Veréis qué cara pone. Mandad que juegue cuando quiera, pero con quien no quiere o a lo que no quiere. No es eso. Lo que él necesita es jugar, si quiere, a lo que quiera y con quien quiera; es decir, lo que prefiere es usar de su libertad, la de sus años, legítima y necesaria.

Eso no sólo es justo; es debido, es educador; porque es un uso de su libertad, inocente y sano. Sería funesto suprimir en los internados todo aquello que, por ser libre, da ocasión a una posibilidad de abuso. Eso es suprimir la libertad, no el abuso. Con todas esas supresiones, en efecto, no se cometerían los abusos; pero el espíritu de los colegios no sería, ni mucho menos, el ideal.

Peca, pues, el sistema, porque la disciplina se hace dura, ya que se suprimen así hasta las libertades más inocentes, y además porque no se forma a los educandos con actos espontáneos que pudieran crear los hábitos de obrar bien; meta última a donde ha de mirar la educación y fuente de una alegría intensa e inocente.

La educación de la libertad y la disciplina moderada y amable son un manantial de alegría, el más apto para el logro de una excelente educación. ¿Cómo educaremos el ejercicio de la libertad?

Primeramente, concediendo un uso moderado de ella. De la misma manera que se educa físicamente concediendo un uso razonable del deporte. En segundo lugar al niño un uso progresivo de su libertad, de un modo semejante al modo que usan los padres con sus hijos pequeños cuando en el hogar y han de educarlos como externos en el colegio.

En tercer lugar, con un uso de la libertad acompañado de una formación de intensidad progresiva en la vida espiritual, dentro de los límites de la educación de colegiales seculares. En cuarto lugar, con una selección exquisita que, sin ser exagerada, sea sin la cual se dificulta grandemente el ejercicio de la libertad donde hay muchos niños y es moralmente imposible todos sean como deben ser. Esta selección forzosamente lleva consigo no sólo una admisión muy considerada, sino una eliminación que, sin ser excesiva, sea prudentemente seria. Todo lo cual ha de basarse sobre un régimen humano y amable de la del colegio.

– Indicios del malestar de los alumnos
Nos engañaríamos si creyésemos que son indicio claro del contento de los alumnos sus gritos y carreras en los patios de recreo, ya que muchas veces juegan forzados, ya porque también saben ellos el dicho: los duelos con pan son menos. Ni se trata aquí del recuerdo grato que todo hombre conserva de los años de su niñez, pasados en la inocencia, rodeado de compañeros queridos y libre de las graves preocupaciones de la vida.

Se necesita haber vivido en un presidio para no experimentar esa nostalgia de lo pasado, en cuyo dulce recuerdo influye más que el verdadero bienestar del niño la estima de una educación literaria y religiosa sólida y de la virtud y competencia de los maestros; lo que no falta en los colegios, y más según el juicio de las cosas hecho a la distancia de treinta o cuarenta años.

Ni, finalmente, es indicio exclusivo del estado de malestar de los alumnos tal cual tempestad de insolencia y rebeldía con que responden a la falta de experiencia o aptitud de los que los gobiernan. Puede haber calma en los colegiales y no ser ello señal sino de sujeción a la fuerza y de temor a las sanciones.

El verdadero barómetro que marca el espíritu de un colegio son los de quinto, sexto y séptimo curso. Bien está que los colegiales menores vivan alegres; pero si en los últimos años viven inquietos y descontentos; se malogrará el fruto del colegio, que entonces es cuando, por razón de la edad y del término de nuestro influjo, se ha de perfeccionar y consolidar la educación.

Examinemos, pues, cómo viven de ordinario los alumnos mayores, particularmente los bachilleres; si hablan mal o bien del colegio, si gustan del trato de sus educadores, los estiman y los aman. Observemos si rehúyen acudir a sus asociaciones, salidos ya del colegio; si no buscan su dirección, si no figuran como miembros en sus obras, ni se les ve en las directivas de ellas; porque si esto ocurre en algún colegio, señal clara de que en él no vivían a gusto.

Es fácil desentenderse de la dificultad que estos indicios representan, interpretándolos por la edad, las pasiones y el ambiente; subterfugio poco hábil, porque es el caso que en otras partes también existen ese ambiente, esa edad y esas pasiones y, sin embargo, los colegiales aman a sus educadores y viven unidos a ellos toda la vida.

– Vida espiritual intensa

Lo que verdaderamente perjudica a la educación no es tanto la de un cultivo más intenso del espíritu, sino más bien el rigor de la disciplina, que puede considerarse como ideal de la formación.

Si el régimen es humano, la educación es más fecunda, con la misma intensidad de vida espiritual. Porque el niño naturalmente cristiano, cuando está satisfecho con quien le educa, naturalmente acepta gustoso las normas de conducta que se le dan, tan conformes con la razón. Por motivos humanos, pero elevados, se inclina a proceder rectamente, por pundonor, por amor a sus padres, por honor de los premios. ¡Cuánto más por conciencia, por el deber, por el temor de Dios, por amor de Dios!

Pero ni los motivos naturales ni los sobrenaturales pueden marcar huella profunda en el ánimo de los que viven amargados por una disciplina que les exige con frecuencia sacrificios costosos e inútiles. La disciplina exagerada mata el espíritu. Y lo mata aun cuando la formación espiritual sea exquisita. No ya tratándose de colegiales, sino de jóvenes, cuando el régimen no es humano, se hace la vida difícil y la perseverancia costosa. Lo que no quiere decir que no nos podamos satisfacer con un gobierno razonable y sensato y un fomento de la virtud que hubiera sido bastante en otras épocas.

En otros tiempos, la familia era profundamente cristiana, el ambiente profundamente religioso, la literatura, las artes, las costumbres, todo incitaba a crear un espíritu católico. Hoy han cambiado totalmente las cosas: todo cuanto rodea al niño es hostil a su espíritu; muy frecuentemente la familia, por lo menos por su indiferencia; las amistades, los diversiones, los medios de comunicación, las modas, el frenesí del placer, el ansia del dinero.

A esa serie de influjos malsanos no se puede oponer una plática quincenal, una meditación leída, la misa oída rutinariamente, un examen de conciencia por la noche ritual y ceremonioso, unos ejercicios espirituales, en que se tenga recreo, a veces clase y recreo, una lectura espiritual poco fructífera, por la natural irreflexión de los niños.

Hoy se necesita más, y cada día más; porque cada día son mayores las dificultades de la buena educación. Hay que contrarrestar el mal influjo de las causas que actúan sobre el niño perniciosamente con nuevos medios de formación virtuosa. No se trata de aumentar rezos, sino más bien de sustituir unos medios menos fecundos por otros más eficaces y activos.

Es lo que se va practicando ya en no pocos centros educadores. La misa que antes se oía diariamente, ahora se oye diariamente también, pero de otro modo más provechoso: o dialogada, o con rezos cortos y cantos selectos, o con explicación breve del Evangelio. La lectura espiritual, que antes se hacía diariamente, ahora se sustituye por la palabra del Padre espiritual, que es más interesante y puede ser más variada, más de actualidad, más  provechosa.

El examen de conciencia, que antes se hacía todas las noches, siempre útil, pero fácilmente convertible en mecánico y rutinario, ahora suele hacerse con provecho, no leído, sino explicado, o convertido en puntos sencillos de meditación los alumnos mayores. Los ejercicios espirituales, que antes se hacían a principio de curso, a veces silencio, por tres días, ahora suelen hacerse a mediados de curso, por cinco días, en silencio riguroso, a veces fuera del colegio, y para los mayores y más selectos, en las casas de formación religiosa. El trato con el Padre espiritual, que antes no se tenía, generalmente hablando, ahora se tiene con sobre todo con los mayores y dispuestos.

Las visitas individuales al Santísimo en la capilla del colegio, que antes no podían practicarse, ahora ya se practican durante el recreo en algunos colegios, gran fomento de la piedad y fruto de la formación en la virtud.

Se trata, pues, más que de aumentar las prácticas religiosas, de sustituirlas por otras más humanas y fecundas. Por supuesto, todo ello sobre la base de un estudio serio de la religión, enseñada por profesores sacerdotes bien formados en pedagogía. ¿Todo esto son teorías? ¡Qué han de ser teorías!

¡Qué han de ser teorías! Son ideas macizas, de sentido común. ¿Cuándo se pudo soñar que un grupo de colegiales mayores hiciera meditación diaria, acudiendo al colegio antes de la hora de la misa, para hacerla solos en la capilla? ¿Cuándo se vio que los congregantes de la Virgen, todos de los cursos superiores, comulgaran diariamente en sus pueblos durante las vacaciones de verano, meditaran diariamente un cuarto de hora, tuvieran catequesis, ejercitaran el apostolado otras maneras y, lo que tal vez significa más que todo esto, pensaran con gusto en el día de su vuelta al colegio?

¿A qué debe atribuirse este milagro sino al bienestar de los niños en el colegio y a su cultivo, no tanto corporativo cuanto individual y personal?