VI.- LOS PROFESORES
1.- Cualidades de los profesores
– Carácter. No es cualidad peculiar del profesor; pero es condición Todos sus demás dones, virtudes, pedagogía, ciencia, serán inútiles si no sabe guardar el orden. Sin orden, sin silencio, sin atención, ¿quién puede enseñar? ¿Quién puede aprender? La mayoría de los maestros no poseen esta cualidad en un grado excelente; muchos la tienen mediocre, y no pocos son débiles en grado superlativo.
De donde se deduce que, por fuerza, algunos no han de servir. En el profesorado oficial pasa lo mismo. ¿Cuándo hemos visto exigir carácter? Cuando los alumnos son pequeñines, menos mal; aunque los angelitos, si son muchos y se dan cuenta de que el maestro es un bendito, se sienten con instintos bélicos y le hacen pasar el purgatorio.
Pero cuando los discípulos son de doce o más años, o el maestro es hombre de genio, o la clase se convierte en gallinero. ¡Pobre maestro! No tiene culpa; como no la tendría de que fuese gordo, alto, feo o muy pequeño. No tendrá culpa; pero ni enseñará ni los discípulos aprenderán.
– Sentido común. No es descubrir ningún arcano decir que en toda institución docente, sea de seglares, sea de religiosos, ha de haber maestros de sentido práctico nulo: a veces sabios, pero no aptos para gobernar muchachos.
Y eso en universidades, en colegios de enseñanza media y hasta en escuelas. Hay en universidades y colegios profesores eminentes de un candor columbino. A uno, todos los días le recitaba una poesía un discípulo poeta. La clase lo escuchaba con fruición y risas incontenibles, y el profesor no se daba cuenta: expulsaba cada a un alumno; nunca al culpable. Competía con él otro a quién diariamente le encontraban los discípulos una colección de ciempiés en el pavimento del aula; el maestro los mandaba matar, sin la suerte de descastarlos.
¿Y qué diremos de aquel a quién se le desmayó fingidamente un universitario. De veras creyó que se le moría. No hubo medio de persuadirle que fue broma; hasta que, pasados tres años, convencido de la verdad por la aseveración de otro catedrático de gran prestigio, llamó al discípulo y le dijo «No me la pegaste» . ¡Claro que no! ¡Qué hubiera sido si se la pega!
Sin llegar a semejante extremo, no son raros los casos en todo tiempo e institución docente de hombres sin malicia de quienes se burlan los renacuajos de diez años.
Educadores distraídos o bienaventurados; con los que resultan clases como las de aquel doctor en medicina, auxiliar en la Facultad, a quien persuadieron los discípulos que la escuadra inglesa, en la bahía de Cádiz, disparaba cañonazos: los cuales eran golpes dados en el tabique por las cabezas de los muchachos. De donde se saca que no pueden ser profesores demasiado benditos; aunque sean buenos, listos, con títulos académicos.
– Pedagogia.-No suponemos este caso, sino una clase con silencio y orden, Y en esta hipótesis, decimos que el profesor debe tener nociones de pedagogía; porque es un arte y nadie nace con él, aunque nazca con predisposición para él. El pedagogo es como el músico y el pintor: Un músico que no nace, a lo más será mediocre. Un pintor que no nace será una vulgaridad.
Pero el maestro que no nace eminente, sino con cualidades corrientes, puede cultivarlas y formarse bien. Supuesto, pues, que el profesor tiene algunas dotes, ha de saber enseñar, procurando ante todo el bienestar del discípulo en la clase.
a) El bienestar físico.-Primeramente, el bienestar físico; que haya luz abundante, ventilación frecuente, carpetas bancos cómodos, pizarras amplias. Que las clases no duren demasiadamente, una hora o poco más; que los discípulos pequeños no pasen el tiempo sentados; que no estén toda la clase en silencio.
Estudiar a cero grados es una quimera. Hasta la calidad de la tinta influye en el espíritu de los niños. ¿A quién no quita el gusto de componer la necesidad de deshojarse para leer lo que ha escrito? Manjón tenía las clases de sus niños al aire libre, en los cármenes de Granada, junto al Darro, entre flores y árboles y emparrados.
No decimos que en todo colegio y clase haya de hacerse lo mismo. Defendemos el principio, y ése sí guardarse cuanto se pueda, y como se pueda; evitando a toda costa el malestar innecesario e inútil. Malestar innecesario y nocivo es que los niños de primeras letras estén sin moverse, mudos, con un libro delante, para aprender de memoria materias aridísimas, como la gramática o la aritmética.
Los niños de siete a diez años han de aprenderlo todo de viva voz, a fuerza de repetir con poco tiempo cada materia, movilizándose y con descansos cortos. Se lo piden el alma y el cuerpo.
b) El bienestar moral.- Jugando se puede aprender geografía, ortografía y muchas otras materias. Pero si no jugando, se puede enseñar gustosa y provechosamente amenizando la clase y facilitando el aprendizaje con métodos racionales.
Una clase bien llevada, con dignidades, partidos y desafíos, se hace muy grata, como no sea a holgazanes y tontos. Prescindiendo de la condición más o menos expansiva del profesor y de su modo de explicar, acomodado a la edad de sus discípulos, ha de brotar el contento habitual de conjunto de la dirección pedagógica.
Esta dirección no exige, como a primera vista pudiera parecer, que estén en clase con la seriedad y silencio de los soldados en formación. La risa espontánea y los gritos de lucha son esenciales dentro de un sistema racional de pedagogía. Son el medio natural de descarga que tienen esos acumuladores eléctricos que se llaman discípulos. En efecto, el señalamiento de contrarios, los desafíos particulares, las preguntas constantes del maestro a los discípulos, el ascender y descender de puestos, lleva tal ardor y tal abundancia de incidentes graciosos, que por fuerza la clase ha de mantenerse en un estado más o menos continuo de hilaridad. Nadie dejará de ver la trascendencia de este estado de espíritu en orden, al adelanto literario.
Para los amantes en demasía de la disciplina militar, quizá haya aquí algún peligro de relajación; pero en último término, concediendo lo que no habría necesidad de conceder, que se perdiera algo en la austeridad de la disciplina, sería siempre en beneficio del espíritu; pues así se vive en el ambiente de la clase no sin mucho del bienestar que sienten los niños en sus horas de recreo.
– Métodos.-Perono basta la emulación para enseñar bien: se necesitan métodos razonables, de que hablaremos después. El uso de los buenos procedimientos es el característico del buen profesor. Es muy frecuente hallar profesores que saben muchas cosas menos lo que más deberían saber, que es enseñar. Profesores que nunca explican la lección, que nunca repiten la materia, que nunca o rara vez exigen ejercicios prácticos, que preguntan mal, que son oscuros e ininteligibles, que echan discursos, que no usan material pedagógico apto, que jamás hacen alusión a la virtud, etc.
Buena es la ciencia, pero para niños y jóvenes es más necesaria la pedagogía. Buenos son los títulos académicos, pero es mejor la experiencia de muchos años de enseñanza. Para enseñar a jóvenes y aun a hombres vale más el sacrificio con la ciencia necesaria que el saber sublime sin abnegación. Los institutos religiosos docentes tienen en esto una gran ventaja sobre las instituciones seculares, oficiales o privadas: ventaja en los métodos y ventaja en sacrificio.
Porque tienen métodos propios y disciplina religiosa y autoridades jerárquicas y exención de deberes familiares. y por todas estas causas son preferidos para la enseñanza y la educación.
– Trabajo. Generalmente con los niños, el esfuerzo del profesor para enseñarles bien ha de ser grande y penoso; porque se ha de suplir en la clase el trabajo que de ordinario no suele hacerse personal e individualmente. En las primeras letras, casi todo el aprendizaje ha de ser obra del profesor, el cual; a fuerza de repetir y repetir, deberá ir nutriendo de ideas las cabecitas de alumnos, que ni saben estudiar, ni ‘quieren, ni casi pueden.
El maestro ha de tenerlos en constante actividad, y él estarlo también y tenerlos en movimiento continuo, haciéndoles subir y bajar de puestos corrigiendo y siendo corregidos, con desafíos individuales y de bandos. Este movimiento continuo es utilísimo, pero penoso; el profesor saldrá del aula fatigado, no moral, sino físicamente.
En el supuesto de que a veces convenga, como convendrá, hacer corrillos, para que la clase sea viva, activa y grata, el profesor no deberá incurrir la costumbre del maestro don Cómodo, que, sentado en su sillón, deja que los jefes de grupo repasen a su modo a los demás; porque este procedimiento, que bien usado puede ser excelente a ratos, se convertiría en una preciosa ocasión de holganza.
Aun en estos momentos el maestro ha de estar en actividad, dando vida a los corros, enterándose de cómo los llevan los jefes, enseñándoles el método de preguntar con rapidez y viveza, para que los discípulos se corrijan y ganen puestos. En resumen, el buen maestro debe salir rendido de toda clase, más de las inferiores; pero de todas mucho, porque aun en las superiores el dinamismo, vida y entusiasmo deben .ser notables si se quiere que el aprovechamiento también lo sea.
El carácter activo de la enseñanza, que nos referimos en otra parte, es cosa distinta de lo que aquí decimos. Allí hablaremos del modo de enseñar obligando a hacer lo que se aprende. Aquí hablamos de la actividad del maestro mismo. La cual, cuanto mayor sea más fruto en el aprovechamiento de los alumnos: cuanto más entusiasmo tenga en su adelanto, en preparar la clase, en explicarla, en preguntar, en repetir, en los certámenes, en actos públicos.
La actividad y el fervor del maestro, cuando son excelentes, pueden conseguir el fruto de duplicar el provecho, como si duplicara el tiempo. Puede hacer en una hora lo que otro en dos.
Un profesor, dos asignaturas a lo más. Suponemos que son diarias y que tiene inspección. Pues si la tiene, no podrá enseñar ni tres, ni menos cuatro. Aunque no se tenga inspección, creemos que no se pueden enseñar cuatro materias diversas con clase diaria.
Ni por la actividad que debe desplegarse, ni mucho menos en razón de poder el maestro convenientemente. Un maestro, aunque no inspeccione, no es capaz de enseñar decorosamente inglés y matemáticas por la mañana, filosofía y química por la tarde. Eso sólo en academias de mala muerte, a tanto la asignatura, donde la acumulación de materias es el medio que puedan vivir malamente los profesores y malamente los que los toman.
Un sacerdote que da cuatro meditaciones diarias de una hora en ejercicios espirituales, acaba rendido al cabo de ocho días. ¿Qué pasará con un maestro que da cuatro horas diarias de clase por espacio de los meses de curso? Tres clases suponen el tiempo de la preparación y la corrección de trabajos, la cual, si los alumnos son muchos, es tarea abrumadora. Con lo que se pierde el gusto de la enseñanza, que requiere tiempo para el descanso y ánimo sereno para educar.
– Amenidad– ¡Qué cosa más aburrida es una clase de inglés, matemáticas o geografía sin un poco de gracia en las explicaciones del profesor! Así hay tanto que bosteza en clase, tanto que se entretiene en hacer pajaritas de papel o en sacarle la silueta al profesor.
Si ese profesor es religioso, es posible que durante la comunión haya estado pidiendo luces para conseguir el aprovechamiento de los discípulos. y que ni una sola vez se le haya ocurrido que un modo de hacer provechosas las clases es saber espolvoreadas con unos granitos de gracia, para espabilar a los niños y sacarlos de la modorra de tanto concepto árido y de tanta idea sustanciosa, pero sin sal.
¡Cuánto mejor hubiera sido sacar de la meditación el propósito de hacer amena la clase con un chiste, un cuentecillo, una alusión! Si es que no se tiene humor y gracejo, ¡pobres muchachos! ¡Qué días les esperan!
Pero si es falta de hacerse cargo, que se haga la prueba y se verá la diferencia. La diferencia de atención, de alegría, de aprovechamiento. Lo que no autoriza al maestro don Ameno para que, con el fin de alegrar la clase, en vez de hablar de pretéritos y supinos, se la pase contando cuentos. La gracia ha de derramarse por toda la explicación en granos menudísimos, no en cuentecillos de cuarto de hora. Porque si dura cada uno quince minutos, con cuatro de ellos se acabó la clase.
– Experiencia. Podrá parecer redundancia la repetición de algunas ideas por otra parte pero hay muchas ideas vulgares fecundas y olvidadas o descuidadas. Todo libro viene a ser como una lección de clase, si lo que con él se intenta es enseñar alguna cosa, y todo libro con el que se intenta enseñar será estéril o poco menos si no se repite en él lo que otras partes se haya dicho.
Los hombres somos como los niños para aprender. Por eso repetimos la vulgaridad de que el buen profesor no es el inteligente y culto, ni el que tiene ideas pedagógicas, sino, muy señaladamente, el que enseña muchos años una misma materia, la domina y sabe enseñarla.
La experiencia enseña las dificultades con que tropiezan los alumnos, la manera de resolverlas, el método más apto para enseñar las materias, los ejercicios más útiles, las maneras de concentrar la atención, de hacer ameno y fructuoso el tiempo. La experiencia no se suple con nada. Un maestro de muchos años, con aptitudes regulares de talento, actividad y método, hará las clases con más provecho que un joven de gran entendimiento sin práctica de enseñar.
Es como si a un teniente, recién salido de la Academia, se le mandase a la guerra a ocupar un puesto de veterano en una acción decisiva. ¡Pobre teniente, pobres soldados y pobre honor del ejército! El teniente podrá morir gloriosamente, pero el maestro sólo podrá fracasar indecorosamente.
El honor de los institutos religiosos, el prestigio de los colegios y el aprovechamiento de los alumnos, corre grave riesgo cuando los colegios no tienen profesorado experimentado y competente; hoy sobre todo, en que la enseñanza católica suscita tantos recelos y envidias, cuando ciertos licenciados y doctores miran con cien ojos a ver si hallan mácula en la enseñanza privada.
– Prestigio.- Un colegio que lleva muchos años de existencia y no ha producido libros excelentes tiene profesorado vulgar y no tendrá prestigio científico. Los textos propios, los exámenes y los actos solemnes científicos o literarios son el termómetro que mide la temperatura de su enseñanza.
Bueno es que el profesorado posea títulos académicos, que revelen la preparación de algunos años, en ciertas materias; pero eso, que da crédito, es menos importante que la persistencia por muchos años en la enseñanza de una misma materia.
El título supone ciencia, pero no arte en el modo de enseñar; y la perseverancia de un maestro en la enseñanza supone ciencia y destreza pedagógica. Ningún colegio puede soportar por mucho tiempo a un profesor que, aun siendo eminente en una ciencia, saca aprovechados suspensos.
De manera que dos bienes trae consigo la perseverancia en las cátedras, a saber: el prestigio de la ciencia y el prestigio de saber comunicarla. Así se logrará la especialización de los educadores, hoy tan en boga y de tanta estimación.
Es, pues, no sólo el colegio sino el instituto religioso, el interesado en no pasar por tener sólo entre sus miembros verdaderas mediocridades. Mientras acaso en otros institutos docentes, de menos sujetos y con menos posibilidades de formación, florecen hombres destacados en todas las ramas del saber y la enseñanza.
Cuando los maestros adquieren prestigio, como tienen conciencia de que sirven donde están y experimentan la satisfacción, no ilegítima, de ser útiles en sus trabajos, regularmente no sienten la tentación de mudar de ocupaciones y de lugar; mientras que los vulgares, por lo mismo que no representan papel ninguno destacado, están siempre dispuestos a mudar de sitio y ocupación. Es que ven que ni de la estimación de los de fuera ni de la estimación de sus discípulos, que calan muy bien a sus maestros y saben entre ellos quién sabe mucho y quién no sabe.
El prestigio científico del profesor para con sus discípulos da sobre éstos un ascendiente notable, tanto mayor cuanto más sobresalientes son los alumnos. La ciencia, razonablemente comunicada, tiene un poder misterioso de atracción y de interés, que se adueña de las inteligencias y las voluntades, y como en las clases son los talentos los que imponen la estimación del maestro y a veces la conducta que ha de observarse con él, de ahí que para la disciplina sea de influjo notable el aprecio del valor científico del profesor.
Como, al contrario, el menosprecio de su ciencia lleva de suyo a la indisciplina y el desorden. Un maestro del que los discípulos murmuren que no sabe, es un hombre inepto para enseñar. No sólo carecerá de autoridad científica, sino de autoridad disciplinar.
– Justicia.- Enlas notas y dignidades es donde más echan de ver los discípulos el sentido recto de la justicia del profesor, y por ello, su criterio habrá de acomodarse a normas razonables: Ni el criterio de excesiva benignidad ni el de excesivo rigor es justo.
Por consiguiente, se falta a la justicia cuando se juzga a los alumnos o casi todos sobresalientes o casi todos suspensos. Eso es una falsedad, porque en una clase de treinta alumnos es un absurdo pensar que la mayoría son unos talentos, o unos incapaces.
Como el criterio para las notas es algo moral, no matemático, es más de prudencia que de justicia. Por eso conviene fijar bien el concepto de las calificaciones, con arreglo a normas que estimulen más al trabajo que depriman en el esfuerzo. Si un alumno de buen talento y estudioso ve que nunca puede con su aplicación llegar a conseguir una nota brillante, lo natural será que desfallezca en el trabajo y deje de estudiar bien.
Cuando la calificación ofrezca dudas, lo mejor será inclinarse en favor de la benignidad, que de suyo produce efectos mejores en los discípulos aplicados. El criterio de las notas, desde el punto de vista del aprovechamiento, debe ser justo, pero exigente. Así estudian más los muchachos.
Como el criterio para la fijación de las notas es moral, las pondrá bien el profesor que tenga juicio y las pondrá mal el que no lo tenga. Luego condición necesaria para que los profesores sean aptos es que sean sensatos y tengan sentido práctico. No pueden ser las notas justas si no se lleva cuenta de las lecciones dadas, con su calificación correspondiente. Porque al cabo de unos días, ¿quién puede retener en la memoria la nota merecida? Así puede ocurrir que a un alumno desaplicado se le ponga nota muy baja en una quincena, no habiéndosele preguntado ni una sola vez la lección.A los niños que de ordinario saben muy bien las lecciones, es una injusticia tratarlos con severidad en las notas cuando han tenido un descuido en la quincena. Que se les juzgue entonces benignamente, rebajándoles ligeramente la nota, les deja agradecidos y contentos.