VIII.- VALOR

1. Contra el pánico
Los enemigos de la sociedad y de la religión usan frecuentemente la táctica del pánico. Es una táctica positiva y negativa; infunden miedo y lo quitan. Cuando están en el poder amenazan, atropellan, encarcelan, persiguen, imponen multas, destierran. Todo para infundir el miedo en el resto de los ciudadanos.

Cuando no pueden abusar de la fuerza, hacen correr los más absurdos disparates, cada día nuevos, cada día más temerosos. Es una táctica sagaz, que hace víctimas innumerables. Es digna de observación la regularidad con que en épocas revueltas se suceden los anuncios fatídicos de cosas horrendas. La frecuencia con que se suceden estos  pronósticos espeluznantes hace creer en la existencia de centros de donde salen y se difunden con arreglo a un plan.

Hay, pues, un plan en estos rumores, que otras veces no consiste en infundir el pánico, sino en todo lo contrario: en dar excesiva confianza. Mil veces hemos oído esta especie singular, extraordinariamente extendida y aceptada como un dogma: España va bien y cuidado con el que no opine igual. Es curiosa la seguridad con que eso se dice y la extensión del sector que lo asegura. Y eso, ¿por qué? Y ocurrió que las cosas no estaban tan bien y sólo Dios sabe cuándo se acabará el actual sistema político que ha arruinado la fe, la unidad de la patria y la familia en España. Porque contra todos los resortes del poder y de la fuerza material organizada es extraordinariamente difícil que los ciudadanos reaccionen y la venzan. La situación actual social de España habla elocuentemente.

Antes de que llegue la hecatombe es cuando hay que reaccionar. ¿Cómo? Teniendo serenidad para no creer en peligros imaginarios. Teniendo ánimo para desafiar y arrostrar los peligros verdaderos. Actuando sin cesar y organizándose en todos los órdenes de la vida.

2. Una sordera excelente
¡Qué triste es ser sordo como una tapia! Pero también tiene sus provechos muy estimables. Supongamos un banquero sordo. Mirad cómo por la calle, sin detenerse por nada, derecho a su banca. Ni que pase un accidente, ni que le insulten, todo le da igual; él, a su negocio.
Así ha de ser el hombre de acción. Que le critican, que le desalientan, que le contradicen, que le amenazan, ¡como si nada! Y desdichado de él si no se hace el sordo; no dará un paso en sus empresas.

Desde luego, le pondrán delante todas las dificultades positivas, ¡como si él fuera ciego y no las hubiera visto! Después, todas las imaginarias, existentes sólo en cabezas desequilibradas. Y, finalmente, se meterán en sus intenciones; eso, que es tan recóndito, que ni lo sabe el demonio. Dirán que es un ambicioso, que sólo aspira a ser ministro o a ganar dinero.

¡Válgame Dios, qué cosas han de oír los hombres de empresa católicos, no de parte de los socialistas, ni de la derecha pagana, sino de los cristianos! Pidamos a Dios el gran don de la sordera, y cuando nos vengan ganas vehementísimas de encararnos con los contradictores, decirles: pero vamos a ver, señores: ustedes, que todo lo critican, ¿qué han hecho?

Acordémonos del silencio de Jesucristo ante Pilatos y hagámonos no sólo sordos, sino mudos. Cristo calló e hizo la redención; callemos nosotros y redimamos al pueblo de sus miserias morales y materiales, actuando sin cesar hasta dar la vida por nuestros hermanos.  Para callar y actuar hay muchas y muy graves razones: Que, contestando, se pierde el tiempo y la paciencia. Que los que contradicen, es de ordinario porque no saben palabra del asunto. Que no sólo no saben, sino que muchas veces tampoco quieren. Es el mismo caso de los sujetos a quienes repugnan ciertos manjares sin haberlos probado jamás. Que el mundo está ahíto de palabras y discusiones; lo que necesita es hombres de acción, que cada dia hagan su labor, poca o mucha, la que puedan. Callar y hacer es el gran lema de la vida.

3. Valor en las palabras
No sólo los actos; también las palabras tienen su valor. La cobardía en el hablar nace de dos causas principales: de falta de visión y de falta de espíritu. Quien habla vergonzosamente de su fe lo hace movido con frecuencia por la idea de que las multitudes no quieren sermones. Se equivoca. Nada enardece más que la defensa acérrima de la religión.

Los sacerdotes no quieren hablar del infierno, sino de sociología, de cultura, y las iglesias se vacían, si la gente asiste, no se confiesan. En cambio, la muerte, el juicio, el infierno, la eternidad, que parece deberían espantar a las muchedumbres, las atraen, las subyugan. Y es que entre la sociología y la eternidad hay una diferencia inmensa de poder de atracción y de interés personal.

Esta cobardía nace a veces de falta de espíritu sobrenatural Hay católicos que jamás se llamarán católicos en público. Católicos que jamás pronunciarán el nombre de Dios y del Papa cuando hablan en sus conferencias. y, sobre todo, católicos que ni por casualidad expondrán una idea piadosa, propia de quien vive vida sobrenatural intensa. No pueden dar lo que no tienen.

Están satisfechos de sus discursos laicos porque son rotundos y las ideas brillantes, y se figuran que con figuras retóricas van a subyugar al mundo. No sólo el valor en la defensa de la fe electriza a las multitudes; más aún, si cabe, las electriza el lenguaje sobrenatural, el propio, no del predicador, sino del seglar enamorado de Cristo y de su Iglesia.

De manera que por donde se querría medrar, no asustando a los auditorios, por ahí viene la falta de entusiasmo y la falta de atracción de las multitudes. Las cuales tienen instinto certero para distinguir entre el que busca el bien de la Iglesia y el que no. No se engaña a los pueblos llamándoles en público católicos, si la vida no lo es. Se ve claro y pronto quién se llama católico para hacer política, y quién habla de política para servir a la religión.

Un apóstol que sube desde a la tribuna para dar una conferencia y vuelve desde la tribuna al patio dónde está la gente para recibir los plácemes del corro de contertulios, será un misofo, o es un político, o es un orador; un católico convencido, no.

4. Valor en la misión
Joven católico no es lo mismo que joven tímido. Puede y debe ser católico y valiente. El valor ha de demostrarlo en arrostrar los peligros, en la defensa de la religión y en acometer empresas difíciles. Huir de los peligros cuando hay que arrostrarlos es de cobardes; además, no se evita la afrenta. El riesgo suele ser mayor cuando se huye, porque se recibe la herida por espalda.

Cuando en días de revueltas acecha la muerte en la calle, si el peligro no es sólo para nuestras personas, sino para la religión y la patria, salir a las plazas es derecho y deber, cosa de valientes y más de jóvenes, porque se necesitan no sólo ánimos, sino fuerza. En esta lucha violenta no buscada, ni querida, pero sí aceptada como una obligación dolorosa, ha de haber víctimas. ¡Cuántas ha habido ya! Pero no por eso es ni decoroso lícito abandonar el campo, como no lo es en la guerra justa.

No es provocar organizar una procesión, una manifestación, defender a la Iglesia en publico, en nuestros trabajos, en las universidades etc.. protestar en la calle contra una película canallesca. Todo eso o es ejercicio pacífico de un derecho o defensa legítima contra una agresión injusta.

Pero hay un valor moral, tal vez más difícil y raro que ése: el de dar la cara por Jesucristo. No se necesita para eso acudir a la violencia, ni verbal ni de ningún tipo; basta el entendimiento, la palabra, el influjo.

Hay más valientes para la guerra cruenta que para la de las ideas. En la guerra da valor el peligro personal y el ejemplo, la disciplina, la misma sangre vertida y la muerte; en la lucha moral y doctrinal son enemigos el respeto humano y los intereses que peligran, los puestos y honores que vacilan. Para la guerra de sangre basta el coraje; para la de las ideas se necesita una estimación justa de sus resultados, que depende del criterio moral, de la educación y de la intensidad de la vida sobrenatural. Por eso hay tanto católico cobarde.

Si se disputa un buen trabajo, una buena posición, un buen cargo en la política ó en la judicatura veremos a muchos que, llamándose católicos a boca llena, se inclinan a dar su voto a los candidatos que no sean cristianos. Si se trata de juzgar a los profesores, la vanidad ridícula de aparecer defensores de los prestigios científicos les hará cometer el crimen de exponer a la juventud a su perversión moral e intelectual.

Si se trata de hacer la crítica de prestigios escritores, comunicadores, políticos etc.. cometerán la equivocación de creer que dando la sensación de imparcialidad con sus adversarios, éstos serán justos con ellos.

Estos católicos son, en el orden espiritual, verdaderos mutilados de guerra, porque les faltan los ojos para ver, las manos para obrar y la voluntad para querer la victoria de la religión y su influjo en la vida. Para que los socialistas no digan que los curas dirigen a las masas suprimirán al sacerdote; para que no digan que a los estudiantes de las Universidades Católicas les han comido la cabeza los sacerdote, los aventarán de sus centros; para que no se les tache de inhumanos, dejarán de denunciar maniobras de los ladrones y criminales. ¡Cuánta y cuán disfrazada cobardía!

En la lucha de las ideas y de la propaganda hay que tomar la  ofensiva. Entendemos por ella adelantarse en el combate. ¿Se crea un problema que puede tener solución favorable o adversa  a la religión? La ofensiva consistirá en dar nosotros antes la so- lución católica. Es de suma importancia esta previsión en la lucha incruenta  de las ideas, como en la cruenta de la guerra, como en los negocios y en todas las actividades de la vida.

Cuando se organizaron con anticipación los Católicos para evitar un mal, pareció a
algunos que era inútil y perjudicial. De hecho, generalmente, no hacemos sino defendernos. Creaban nuestros enemigos la mejor TV y Radio con los mejores medios técnicos, económicos y profesionales, y al cabo de treinta años, nos defendemos nosotros con los nuestros y todavía andamos muy escasos. Invadían las universidades, copando las cátedras, y entonces pensábamos en crear nuestra universidad. Organizaban los socialistas los sindicatos, y cuando empezaron a atacar las iglesias y conventos, nos poníamos a reflexionar sobre la conveniencia de defendernos con organizaciones obreras católicas. Así nos ocurre.

Adelantarse es difícil por la novedad; más en lo económico. Es más arduo arriesgar el dinero que la vida. Por eso se guarda el capital en los bancos y se busca el destino del Estado. Sobran ingenieros que busquen empleos y faltan quienes emprendan negocios por su cuenta. Comprometer cantidades de importancia en empresas morales es un hecho rarísimo; el cine, la TV, Partidos Políticos, Internet, el mundo de los juegos electrónicos. Un gran medio de comunicación requiere formar hombres, organizar una administración complicada, invertir millones, correr los riesgos de la suerte adversa, consagrar la vida con gran actividad a la obra, necesita un corazón fuerte y magnánimo, si se ha de operar con recursos propios, y más si con ajenos, que han de buscarse a costa de inmensos trabajos.

5. Valor en los sufrimientos
La causa de la Iglesia exige de sus apóstoles saber sufrir la contradicción de los enemigos y la contradicción de los amigos, que es más dolorosa; el desagradecimiento de los de abajo y la incomprensión de los de arriba, en vez del aliento que se merecía; la falta cooperación de todos, y encima el estorbo, la murmuración, la crítica despiadada, el silencio, las defecciones.

¡Y hay que sufrir callando como Cristo! Como si no se supiera contestar, como si no se tuviera razón, como reo que tiene conciencia de su culpabilidad. El apóstol que quiera hacer algo grande por Cristo, que se resigne a ser asaeteado como San Sebastián, despellejado como San Bartolomé y tostado como San Lorenzo. ¡Gran fortaleza, por cierto! Y bien necesaria, porque la persecución le seguirá como la sombra al cuerpo. El hombre de acción ha de tener fortaleza para sufrirla y ánimo generoso para entenderla. La persecución no es un mal absoluto. Mayor mal que la persecución es el pecado de la sociedad que la merece. ¡Ése sí que es mal!

Mayor mal que la persecución que encarcela es la adulación que halaga y seduce. Más daño ha hecho a la Iglesia, seduciendo a los universitarios católicos de talento con las cátedras, que el comunismo, quemando nuestras iglesias y conventos. Los católicos debemos aceptar ser perseguidos como una expiación por los egoísmos personales y colectivos, que han alejado de la fe a las muchedumbres. Castigo para todos, patronos y obreros, sacerdotes y seglares. Castigo de Dios, Juez y Padre, que busca el bien permitiendo el mal.

La persecución intenta hacer esclava a la Iglesia, separándola del Estado, y Dios, permitiendo la separación, intenta hacerla más libre.  La persecución pretende hacer pobre a la Iglesia, despojándola de sus bienes, y Dios pretende hacerla más digna, haciendo que no reciba su sustento del Estado, como si fuese una mecenas suya.  La persecución es sobrenaturalmente una gracia, si sabemos aprovecharnos de ella. No podemos cooperar a que venga; pero sí aprovecharnos de ella si viene.

Bendita sea si nos trae el bien de estimularnos, de purificarnos, de iluminarnos, de robustecernos, de deslindar el oro de la escoria. Bendita sea si nos trae la unión de los católicos; unión en lo necesario con libertad en lo accesorio; unión en los principios, con libertad en los procedimientos; unión en lo religioso con libertad en lo político. Bendita sea si nos empuja a la organización social católica. Esa organización tan difícil ahora, en que el Estado se encarga de deshacerla. Enormemente descuidada por las clases conservadoras; necesaria para los pobres y más aún para los ricos; predicada por los Pontífices y pedida muchas veces por la gente más humilde. Pero en la que, aún hoy, debemos preocuparnos por darle espíritu.

Pero si no sabemos arrepentirnos de nuestras miserias y llevar una vida más cristiana, y unirnos y trabajar por Dios y por nuestros país, entonces tendremos tempestad como así está siendo. Pues parece que en sus altos juicios la Providencia ordenado
otro castigo de nuestros pecados y otra persecución violenta  como la pasada, no seamos de ánimo ruin; aprendamos de  nuestros enemigos a padecer por el ideal y no nos amilanemos ante la idea de que nos van a encarcelar. Ir a la cárcel por ser  ladrón es bochornoso; por defender el ideal católico, es una  gloria. ¡Ah!; pero no pocos se consideran con derecho a no sufrir nunca molestia ninguna por sus creencias. ¡Buenos imitadores de Jesucristo!

No se salvará un pueblo de las garras de la evolución antirreligiosa mientras no se haya formado en él la conciencia de que ir a la cárcel por un ideal noble, aunque humano, es digno de loa; e ir a la cárcel por Jesucristo es don tan alto, que no hay católico que lo merezca.