XIV.- MISMO QUERER
Suponed que en medio de una noche oscurísima, que ha sorprendido a una muchedumbre dispersa en lo alto de una sierra, llena de precipicios, aparece un foco de luz manejado por un guía experto: inmediatamente, la multitud descarriada se congregará y unirá como un solo hombre al amparo de la luz y del hombre que la lleva. ¿Cómo es, sin embargo, que teniendo los católicos una misma luz de doctrina, que es la de la Iglesia, haya tan poca unión entre ellos? Porque aparte de que existan materias opinables y variedad muy grande en el modo de aplicarlas, son hombres y tienen pasiones e intereses encontrados. Mas sobre esas discrepancias, hay vínculos de unión fortísimos: el amor a la Iglesia y el amor recíproco. Ambos amores producen la igualdad en el querer.
Cuando el amor a la Iglesia crece, crece también el amor mutuo y la unión de las voluntades y deseos. Los santos que amaron intensamente a la Iglesia, vivieron siempre unidos con estrecha caridad. Si yo veo que un católico ama fervientemente a Cristo, se me va el corazón tras él. Si una madre ve que una persona acaricia y regala a su niño, se siente inclinada a amarla.
¡Cuántas veces ocurre que dos esposos se profesan un afecto tibio y apenas les nace un hijo se unen con cariño más hondo! Es que el amor de cada uno se ha acrecentado por reflexión. Ese amor no es causa sólo de la unión en el amor, sino en la de los deseos de la persona amada. Una madre que ama a su niñito entrañablemente, está pendiente de sus caprichos: no quiere sino lo que él quiere. Los verdaderos hijos de Dios proceden igual. Los que aman a la Iglesia como a verdadera madre, sobre todos los amores, desean lo que ella desea.
La falta de esta unidad es causa de divisiones y procede de la subversión en la estima de los valores morales. Se pone en primer lugar lo secundario y en segundo lo primordial. Es el caso de unos hijos que tienen a su madre en una heredad, invadida por unos salteadores. Y dicen los hijos: Lo primero defenderemos la heredad; ya defenderemos a nuestra madre. y, en efecto, mientras luchan para expulsar a los bandidos, éstos la asesinan. Cuando el afecto es recíproco e intenso, ¡con qué facilidad hay unidad en el querer!
Dos esposos que se aman entrañablemente no discrepan, al menos, en el sentido de que ceden voluntariamente y con gusto en sus diferencias. Más bien, el mutuo amor tiene el peligro de que se ceda en demasía para no desunirse. Las madres pecan por exceso de condescendencia con sus pequeñines, porque no les nieguen éstos sus caricias.
Los católicos nos amamos poco; de donde nace que no estimamos debidamente el mal de nuestras diferencias. En eso se conoce que no somos verdaderos discípulos de Cristo, que puso como señal propia de los suyos el mutuo amor. Nos amamos poco. Decimos mal; no nos amamos, y lo que es peor, y verdadero, a veces nos odiamos y nos combatimos privada y públicamente, como si fuéramos enemigos mortales… Y lo que es peor, se justifica el aborrecimiento; porque el comunista o el liberal, se dice, es enemigo franco; pero el católico es enemigo solapado. De modo que el católico que practica, vive en comunión con su Prelado y con el Papa, lleva una vida sobrenatural intensa, y se consagra al apostolado católico o religioso, o social o político, ése, es un enemigo solapado de la Iglesia.
Se procede de buena fe: pero equivocadamente. Se quiere defender muchas veces a la Iglesia y se ataca a la Iglesia, es decir, a sus miembros, que con el Papa y los obispos forman la Iglesia. Ocurre lo que a veces en los ejércitos, que por una confusión, los que son de un mismo bando se destrozan entre sí. Ya que las diferencias de opiniones, en lo accidental, son inevitables, no las ahondemos. No hablemos en público los unos contra los otros. No nos injuriemos faltando a la obediencia y a la caridad.