XIX.- HOMBRES DE ACCIÓN

Entendemos aquí por misión católica el ejercicio de la actividad humana en orden a conseguir los fines sobrenaturales y esenciales de la Iglesia. Acción, para nosotros, es sinónimo de apostolado. Es, por consiguiente, mucho más amplio el sentido en que tomamos esta palabra, porque comprende todo acto individual o social, encaminado al triunfo de los principios morales necesarios para el bien común de la sociedad, que son los que Dios nos enseña.

La acción es la fuente de todos los bienes, como la inercia la fuente de todos los males. En el orden material, el trabajo es la riqueza y prosperidad de los pueblos, así como la indolencia y la pereza es la pobreza y la miseria. En el orden religioso, la acción, la misión, son la vida de la Iglesia, su difusión, su triunfo sobre los individuos y sobre los pueblos. De ahí la necesidad de la Misión Católica y el empeño de la Iglesia por hacer partícipes a todos los seglares de su espíritu apostólico. Seamos, pues, hombres de acción y salvaremos a nuestro país. Si somos hombres de acción, nos uniremos; porque viendo que trabajamos, nos seguirán las multitudes, hartas de palabras y hambrientas de obras, que son la única esperanza del éxito.  Si somos hombres de acción, no censuraremos la actuación de los demás, pues sólo el que es hombre de acción aprecia lo que cuesta el trabajo de los otros y es humano en disimular sus desaciertos.

Si somos hombres de acción, obtendremos magníficos resultados en nuestras obras, ya que la acción perseverante es el manantial más fecundo del éxito. Si somos hombres de acción, tendremos unidad de pensamiento, porque la realidad nos hará a todos concurrir en las mismas afirmaciones.

Si somos hombres de acción, seremos racionalmente optimistas, porque Dios bendice, no los lamentos y las tertulias, sino los sacrificios y los trabajos. Si somos hombres de acción, daremos nuestro dinero con generosidad, porque nos persuadiremos de que trabajar sin él es perder el tiempo lastimosamente.

Si somos hombres de acción, lucharemos con plan, sin el cual es absurdo pensar obtener ninguna victoria. Si somos hombres de acción, tendremos sentido común, porque el trabajo aguza el sentido de lo real, y, por consiguiente, no suspiraremos porque perdimos las elecciones la primera vez, la segunda vez, ni la tercera vez. Entonces, es decir, si actuamos, veremos que es grotesco pensar en una actuación católica que consista en que uno o dos oradores den un mitin cada mes. Nos parecerá evidente que la acción católica y ciudadana es diaria y de muchos, muchos, o se la debe llamar pasividad estéril. y en fin, cuando trabajemos habrá directores, la gran necesidad del mundo: porque donde no hay acción ni hay directores, no hay vocaciones para nada.

¡Ah! y el día en que tengamos directores, tendremos organización, y con la organización, propaganda religiosa y social, defensa de la religión y de la patria, que es de lo que se trata aquí, y el que busque la solución en otra parte, a lo más, logrará un triunfo efímero y transitorio, lo que dure un dictador, que puede ser lo que tarde en ser encañonado por una pistola enemiga.

No nos engañemos poniendo la esperanza en otra cosa, aunque se ponga en una gran inteligencia, o en un gran rey o presidente de la república, o en un gran estadista, y lo que es más, aunque la pongamos en un gran santo.  Porque aunque sea un gran santo el conductor de un pueblo, si no hace el milagro de que los ciudadanos sean cumplidores de sus deberes religiosos, sociales y políticos, la sociedad, que es árbitra de sí misma, se regirá mal y perecerá sin remisión.

Un punto de interés se ofrece aquí; el de la libertad de acción con respecto a los que mandan y con relación a cuantos trabajan en el apostolado.

Nadie actúa con gusto, y, por consiguiente, con rendimiento sin un margen de libertad amplio que le permita desenvolver sus aptitudes. Es loque la gran Reina Isabel la Católica oyó de labios de Fr. Hernando de Talavera, el cual, contestándole a la pregunta de cómo se había de haber con sus gobernantes, le dijo: «Elíjalos bien y fíese de ellos bravamente.» Querer dirigirlo todo, no ya lo ajeno, sino lo de la propia jurisdicción, es intolerable, porque es negar la posibilidad de las capacidades ajenas; es enervar la acción subalterna y aun anularla, porque no hay nadie capaz de abarcar todo el campo de una obra de regular envergadura.

Preferible es tolerar errores a no, para evitarlos, matar las iniciativas. En el primer caso habrá apostolado con imperfecciones; en el segundo, no habrá absolutamente nada, y si este principio de libertad es evidente tratándose de los que mandan con respecto a los subalternos, mucho más lo ha de ser entre los iguales.

Todo católico puede fundar colegios, con tal de que en lo civil se someta a las leyes del Estado y en lo eclesiástico a los planes que para la enseñanza de la religión determine la Iglesia. Por otra parte, la libertad es fuente de vida. Haya muchos que funden obras, que de esa competencia de unas con otras resultará el bien de la organización, como de la competencia de los fundadores de centros de enseñanza se origina el bien de la cultura nacional.

Vienen a propósito estas consideraciones para los que, no sabiendo organizar, quisieran impedir que otros organizaran. Es el caso de quien, abriendo una empresa, deseara hacerla prosperar cerrando la del vecino, y de quien, abriendo un colegio, deseara verlo florecer cerrando el de enfrente. No hay derecho. El que quiera alumnos, que enseñe bien, y el que quiera trabajadores, que los organice bien, y el que quiera vender zapatos, que los haga buenos y económicos y se deje de monopolios, no sea que ni haga nada el que se considere con la exclusiva, ni pueda hacer nada el que tenga cualidades para actuar.