XXVII. PASIVIDAD
1.- El hombre providencial
Hace ya muchos años eran muchísimos los españoles que pensaban en el hombre providencial. Un hombre que salvase cuanto estaba en peligro próximo de derrumbarse: la religión, la patria, la familia, todo. ¿Quién podría ser ese hombre?
El hombre que supiera infundir en las multitudes la conciencia y en el cumplimiento de los deberes ciudadanos pondría la base fundamental de la felicidad de una nación, y los ciudadanos que cooperasen a esa labor de formación, educándose para las luchas por la religión y por la patria, serían partícipes con el educador en una obra verdaderamente salvadora. De donde deduzco una verdad que, si me parece cierta, me llena de emoción y de sentimiento de responsabilidad.
Luego…, ¡yo soy el hombre providencial!
¡Quién lo había de pensar! Yo y sólo yo. Es decir, tú, o lo que es lo mismo, él, nosotros, vosotros y ellos. Yo soy el hombre destinado por la Providencia para salvar a España. Yo el católico consciente y previsor, que sabe asociarse para todo, ni más ni menos que lo supo cualquier sindicalista. Yo el español con vergüenza decidido, para defender sus derechos, a usar todos los medios legales, los puños inclusive. Yo el ciudadano que no se satisface con indignarse contra los que atacan su fe, sino que además tiene coraje para defenderla eficazmente.
Yo el padre de familia que sabe sufrir las molestias de una denuncia contra los gobiernos intolerantes que no permiten clase de religión para su hijos. Yo el joven católico que tiene el valor de levantarse de una conferencia o de apagar la TV cuando se escarnece la religión, la patria y la familia. Yo el patriota que vota en las elecciones al mejor candidato que defienda nuestra civilización occidental.
El que administra los negocios públicos de un modo intachable. El que paga lealmente sus contribuciones. El que sostiene medios de comunicación generosamente. El que no perdona fatigas para llevar con su palabra la luz del Evangelio al mundo, seducido por miserables embaucadores. El patrono que trata a sus obreros como a hermanos, con amor y con justicia. El periodista, el profesor, el trabajador, el militar, el funcionario, el juez que cumple sus deberes profesionales y no oculta sus convicciones, sino que las defiende y propaga ante cuantos le cercan.
Si yo hago eso, es decir, si tú lo haces, o lo que es lo mismo, si lo hacemos todos, no hay necesidad de más hombre providencial. Gobernaremos el país a las mil maravillas. Habrá un ejército glorioso, y una magistratura admirable, y unos políticos que no habrá más que pedir, y unos trabajdores que serán el ideal del ideal.
2.- El gran defecto
No es el gran defecto de los hispanos la verborrea, con ser tan grande, que todos se sienten oradores; ni el quijotismo fantaseador, con el que vivimos fuera de la realidad combatiendo a los afines y dejando en paz los enemigos; ni el sanchopancismo grosero, por el que tantos hombres de la política sacrifican a su medro cuanto puede sacrificarse; ni la envidia, que nos pinta tirando de los pies al que lucha por subir; ni la maledicencia y la murmuración, que son el idioma de nuestras tertulias y nuestros cafés.
El gran defecto de los hispanos, el que parece ser por esencia defecto de nuestro carácter, es la pereza. Del obrero, que quiere comer sin trabajar. La del estudiante juerguista, que quiere aprobar sin estudiar. La del empleado, que quiere cobrar sin asistir a la oficina. La del rentista, que se contenta con vivir de las rentas, sin hacer nada más en su vida. La de los católicos, que se lamentan de los males de la Iglesia, pero no mueven ni el dedo meñique para remediarlos. La del sacerdote o religioso, que se despreocupan de estudiar y los grandes problemas sociales, como si no amenazaran destruir la religión.
Éste, éste es el gran defecto de la raza hispana, y mientras no desaparezca será en vano que esperemos un redentor de la patria. Cristo, con ser Dios, ha exigido la colaboración y cooperación de los pueblos para salvarlos.
3.- Inhibición
Es un error que los católicos se abstengan de tomar parte en la dirección, no sólo de la política, sino de todas las actividades de la vida nacional en que trabajan sus enemigos. La inacción es fruto generalmente del pesimismo, y además, de la falta de espíritu de sacrificio. El resultado es siempre el mismo; dejar dueños del campo a los enemigos. Los enemigos de la Iglesia asaltan todas las fortalezas; la política, la administración, las universidades, las academias, la justicia, la policía. Es necesario ir a la lucha, por deber y por instinto de conservación.
Pero si no ir a ella es una equivocación, ir a ella sin preparación y sin plan es peor. Un soldado que intente él solo tomar una fortaleza enemiga es un demente. Un católico que hubiera querido él solo conquistar la TC era otro, no menor, que el primero. Se necesita un plan de conjunto, en que entren tantos que puedan combatir con gloria. Y además, preparación, es decir, un núcleo selecto de hombres de talento, y preparados para sus puestos.
Desgraciadamente hemos seguido la norma de la inacción; y cuando no, hemos pecado de incautos. Si la fortaleza de una institución está tomada de un modo que no es posible llegar a su conquista, sino que por razón de su reglamento y la manera de elegir sus miembros se asegura el espíritu hostil a la moral, entonces ingresar en las obras es candor de paloma. Nuestros enemigos solicitan a veces nuestra cooperación en estas obras con un interés vivísimo; es que quieren cazarnos y que les sirvamos de señuelo para coger a otros. Así hemos visto ejemplos deplorables de católicos ilustres que figuran en partidos y asociaciones que sólo sirvieron de reclamo y tapadera.
El plan consiste muchas veces en preparar el triunfo. De un general que no quisiera comenzar una guerra hasta estar seguro de dar una gran batalla y ganarla, diríamos que era un pésimo general; porque desconocida la necesidad de entrenar sus tropas en escaramuzas, de conocer a los jefes, de darse cuenta de las condiciones de! enemigo, de conocer e! estado de los servicios. Pues un jefe político que se abstuviera de la lucha electoral por temor a la derrota, seria tan pésimo como el pésimo general; porque la lucha electoral es siempre un entrenamiento de las fuerzas, un recuento de ellas, un medio de conocer el valor o las deficiencias de las organizaciones. Pero hay que formar la conciencia de las masas declarándoles el verdadero objetivo de la lucha, que a veces no es la victoria inmediata, sino la preparación para ella. Y así las masas no sufrirán una desilusión, que podría perjudicar a la causa.
4. Hacer que se hace
Da pena ver a ciertos hombres buenos, pero completamente desorientados. Quieren hacer algo; no saben qué. Y como no tienen preparación para actuar, proyectan una inutilidad y se entusiasman. Y viene el fracaso y desaparece lo proyectado, y ni se dan cuenta de que aquello que se hundió no sirvió para nada, y encima lo ponen en su haber como un gran éxito.
Cuando se hace que se hace, todo es bombo y platillos. Ya que no se hace nada, aunque que parezca que se hace mucho. En una graciosa obra cómica, sale a la escena un sujeto que es director de orquesta: hace que toca el clarinete, pero no lo toca; es otro el que dentro de bastidores hace las maravillas. Hay tipos de estudio, a quienes devora el ansia de exhibición, que crean una obra inútil para hacerse a si mismos presidentes, que bullen con una actividad incansable para traer al retortero a todos los que tienen dinero y a todas las autoridades, que se confieren a sí mismos el honor de dirigir la palabra en las conferencias, echas a base de peloteos, y que, en último término, no sacan de toda esta acción estéril, sino el gusto de echarse piropos a sí mismo.
La señal más inequívoca de que trabajamos con esfuerzo es que nos combatan rudamente. ¿Los anticlericales atacan sañudamente la enseñanza católica? Luego es una gran obra de la Iglesia. ¿Persiguen con ensañamiento a las órdenes religiosas? Luego son fuerzas temibles para ellos. Yo pertenezco a una entidad que, a mi juicio, es trascendental y tiene una fuerza avasalladora; pero no preocupa a los adversarios de la religión. ¡Ah!, pues mi predilecta asociación, o lo que sea, no sirve para nada; hace que hace. El odio de los enemigos da la medida del daño que les hacemos. Hacemos que hacemos cuando las obras surgen por arte de encantamiento.
Mirad lo que ocurre con un mago. Coloca la chistera en una mesa; coge un huevo, lo parte y lo echa en ella, coge otro y hace lo mismo. Toma la varita mágica, da unos golpecitos y saca del fondo una tortilla. ¡Ca! No la ha hecho, ¡si no ha tenido tiempo! Hacía que hacía. Una misión católica que obtiene 20.000 miembros en un año, no puede ser. A lo más, serán nombres escritos en unas listas, una junta, un domicilio, unos impresos, unas invitaciones a las autoridades, unos discursitos y unas notas a la prensa. Total, nada.
La indiferencia de los buenos, ante la desaparición de una obra, es otra señal de que con ella no se hacía cosa positiva. Cuando nuestra misión es provechosa y se concreta en una entidad útil a la sociedad, las raíces que han penetrado en ésta se cortan con mucho dolor. Por consiguiente, si los católicos contemplan sin pena el paso a mejor vida de una misión cualquiera, es que ésta no interesaba al pueblo, es que en ella se hacía que se hacía.
Hay muchos modos interesantes de hacer que se hace: Querer lo mejor, criticar lo bueno y no conseguir nada. Quitar a una asociación sus elementos para hacer con ellos otra asociación. Intentar vencer a la subversión desde las tertulias de amigos o de familiares y los banquetes. Nombrar el comité de los trece, la comisión de los cinco y la asamblea de los cincuenta. Hacer que los trabajadores estudien apologética, cuando no saben el resumen del catecismo. Hablar a los hambrientos del infierno y de la gloria. Echar discursos a los niños para enseñarles y tenerles rabiando para educarlos. Publicar en los periódicos columnas y columnas de actos religiosos. Meter en una asociación a los que piensan blanco y a los que piensan negro.
Pero además hay otros procedimientos especiales de hacer que se hace. Enumeremos algunos:
– Las Juntas
En España, la vida de una asociación es inversamente proporcional al número de sujetos de su Junta directiva. ¿Tiene diez directivos? Pues hace la que sí tiene cinco. Naturalmente que llegará al colmo de la actividad cuando tenga un hombre. Un hombre para cada obra; ése debe ser el lema. Un hombre inteligente, entusiasta, sacrificado, activo, con sentido práctico, en fin, un hombre. ¿No lo hay? Pues no habrá obra, ni se hará nada y menos cuantos más directivos haya.
Las juntas demuestran su actividad de las siguientes maneras:
El secretario manda las convocatorias la víspera de la junta, cuando ya tienen compromisos contraídos. Los directivos, o no asisten, o si asisten acuden a las sesiones con notable retraso casi siempre. El presidente concede la palabra a un directivo tras otro, los cuales todos hablan para discrepar entre sí y no entenderse. Es condición indispensable de una buena Junta que sus miembros asistan a las sesiones sin estudiar los asuntos, y mejor aún y más frecuente, sin saber de lo que se va a tratar. Los acuerdos se difieren para la siguiente sesión y se nombra una ponencia. O se toman acuerdos tan luminosos como los que verá el lector en la siguiente acta:
«Constituida la junta, bajo la presidencia de D. Fulano de Tal y Tal, Y después de una amplia discusión, se tomaron los acuerdos siguientes: Con el fin de llegar a una represión eficaz de la blasfemia, se recurre a varios medios: 1.° Celebrar un retiro todos los meses. 2.° Poner unos carteles en las porterías de los conventos de monjas. 3.° Disponer que todos los socios de esta entidad se provean de un pito, a fin de que cuando oigan alguna barbaridad, piten, y los demás digan: ¡Alabado sea Dios! Finalmente, se acordó por unanimidad no denunciar a ningún blasfemo.»
Demostrada así la actividad y espíritu positivo de la Junta, cada cual toma su sombrero y su bastón y se marcha a su casa a descansar. (El lector creerá que faltamos al respeto, al buen gusto y a la verdad. Perdone, pero el hecho es histórico).
– Las conferencias
Confesemos, desde luego, que las conferencias son un medio deficiente de aprender. Asistiendo a clases diarias, con estudio preliminar, textos y profesores aptos, se aprende muy poco, porque ésa es la condición humana: ¿qué será con una hora de conferencia, sin preparación ninguna y sin volver a tratar más del asunto?
Por otra parte, los que organizan los actos buscan, no pedagogos, sino capacidades; hombres que sepan mucho, no que sepan enseñar. Con lo que entre el nivel cultural del que habla y de los que le escuchan, se establece una diferencia notable: la suficiente para que, o no le sigan, o por lo menos, no se queden con lo explicado. Es lo que pasa en las asociaciones con pretensiones, que buscan predicadores de cartel; no los entienden y se quedan tan orgullosos y satisfechos. Lo que ocurre con muchos profesores, que escriben sus textos no para que los entiendan los niños, sino para que los admiren los sabios.
Ante tan sugestivos asuntos, no es raro que a las conferencias científicas asistan muchas personas que no saben qué hacer en su vida; las cuales gozan lo indecible cuando se dan presentaciones de alta calidad. Esto por lo que toca a conferencias de las llamadas científicas.
En lo que atañe a las de apostolado, es a todas luces necesario que haya música. Sin acompañamiento de música no se concibe una invitación a trabajar. Así, un acto, por ejemplo, sobre represión de los robos, conviene que comience de esta manera: 1. Discurso preliminar. II. Música moderna estridente e imágenes. Por supuesto, se prohibe terminantemente haya un tercer número que diga: III. Procedimiento de denuncias y de evitación de los robos.
Existe un peligro en estas conferencias: que se nombre un comité. Nadie se considera digno. Es una especie de caza de directivos; sin consecuencias, porque van bien preparados a no hacer nada. ¡Lo llevamos en la sangre! De modo que, en conclusión, lo que sentimos sobre las conferencias es:
1.° Que aunque las hay provechosas, son muchísimas las que resultan inútiles, por falta de debida preparación de los auditorios y de los conferenciantes.
2.° Que se echa de menos espíritu práctico en las de apostolado; se habla mucho y se hace poco. Sobran conferencias y faltan obras.
– Los congresos
Un congreso debe ser cosa utilísima, pero puede ser cosa inútil; un modo de hacer que se hace. Entre nosotros los hay fecundos; estériles, muchos más. Hablamos de los congresos en general, políticos, culturales, científicos, educativos, etc. Tras, cinco días, con sesión mañana y tarde, lecturas de sabias ponencias, discusiones vivas, conclusiones, y unos magníficos discursos de clausura: son algo con que se da la sensación de actividad y de provecho. Y en efecto, concluida la asamblea, cada cual se va a su casa, a esperar la Memoria del congreso. La cual llega a los dos años con toda puntualidad. Mientras tanto, los congresistas olvidan las conclusiones y se dedican a la dulce tarea de hacer cada cual lo que le da la gana, o a no hacer nada, que es nuestra ocupación más favorita.
Sin embargo, no seamos pesimistas; porque los socios se ilustran mucho, viendo museos, mejoran de salud con las excursiones a los alrededores, los ponentes lucen sus dotes de inteligencia y cultura, los oradores arrancan ovaciones, los espectáculos se ven más concurridos, y con la Memoria, los autores de los trabajos, al cabo de los años, se recrean leyendo en letra de molde cada cual su propio escrito. ¡Cuántos provechos de un golpe!
Para el éxito rotundo no hay necesidad de aconsejar las cosas siguientes: Es imprescindible que los temas y las ponencias sean tantos, que no haya tiempo material para tratarlos; como suele suceder. Lo mismo decimos de las conclusiones, cuantas más se saquen mejor. Que se pueda hacer con ellas un folletito. Los congresos deben sólo celebrarse de tarde en tarde; así las cosas parecen nuevas y no se fatigan demasiado los asistentes. Ha de ponerse exquisita diligencia en que a nadie se le ocurra la peligrosa idea de pedir al comenzar el congreso una breve Memoria de lo actuado desde el congreso anterior.
La elección de los oradores que han de clausurar las sesiones, pide sean hombres de palabra fácil, selecta; pero, sobre todo, que no sean especialistas. Hablemos con sinceridad. No podemos vanagloriarnos de ser exclusivos en la celebración de congresos de esta naturaleza. También los congresos internacionales nos dan ejemplo de banquetes, excursiones, visitas a espectáculos y demás métodos de aprovechar el tiempo.
– Las Obras-Asilos
Apenas corre la noticia de que se va a fundar una obra, el presidente se ve abrumado con cartas como ésta: Querido Pepe: Te recomiendo eficacísimamente a Tal persona. Con decirte que es un excelente católico, padre de diez hijos y por añadidura cojo y sordo, me parece que he dicho bastante para que lo coloques. Un abrazo de tu buen amigo, Juan.»
Otra carta: «Queridísimo Fernando: Enhorabuena por tu cargo. De veras que me he alegrado de tu nombramiento, entre otras causas, para que ejercites tu caridad con los desgraciados. Hace un año me viene persiguiendo una persona y espero me libres de esta pesadilla. Dale cualquier cosa, que de fijo se contenta con ella. No sabe leer ni escribir; pero es un alma de Dios. Está delicado de salud, no sé si herido del pulmón, y hay que procurar que no se canse, ni se esfuerce, ni se enfríe. Tu amigo que te abraza, Paco.»
Y ahora vamos al presidente. Si se enternece, llena la obra de inútiles, la mata y falta a sus deberes de justicia para con los accionistas que le confiaron sus intereses. Es decir, convierte en un asilo de desgraciados lo llamado tal vez a ejercer un influjo religioso, social o político de primer orden. y por añadidura, los asilados se quedan en la calle, porque como son inútiles, ellos mismos matan la obra.
– Las Recomendaciones
Las recomendaciones son una verdadera plaga social, como la de la langosta o la de los mosquitos de Egipto. ¡Desgraciado de aquel sobre quien recaiga la sospecha de que tiene influjo para dar un trabajo de cualquier cosa! Porque hay que saber que la mayoría son para eso; no para una embajada, sino cualquier cosa. Es decir, que el que la solicita se considera apto para todo; cuando, en realidad, lo que ocurre es que, en la mayoría de los casos, no sirve para nada. A dos causas se reducen las recomendaciones: al favoritismo con que se supone se reparten siempre los puestos, y a la falta de idoneidad de los pretendientes.
Los efectos son: en los que las hacen, en los que las reciben y en los pretendientes, que pierden el tiempo. Todos hacen que hacen. Naturalmente, que no somos tan candorosos que neguemos haya excesos escandalosos de favoritismo, en una sociedad falta de justicia y de moral, sino que siendo así, sea la recomendación un medio de conseguir algo positivo para la mayoría de los solicitantes. ¿Quién negará que ha hecho un negocio redondo aquel a quien le ha tocado el premio gordo de Navidad? Pero un porcentaje elevadísimo de jugadores han perdido el dinero, el tiempo, las ilusiones y… la brújula; pues se ha orientado mal sobre el modo de abrirse un porvenir en el mundo.
Casi todas las recomendaciones han de ser inútiles, por la desproporción entre los puestos y los que los pretenden. Si el número de plazas es cinco, el de pretendientes cincuenta y el de recomendaciones doscientas, han sido inútiles 195. O las 200, por ejemplo, si las cinco han sido para cinco sobrinos de Consejeros de un Banco, que ¡claro está! no necesitan recomendación
Qué pena da ver a tantos y tantos jóvenes absolutamente desorientados sobre su porvenir. Ellos y sus padres no piensan más que en las influencias para conseguir un puesto. No se les puede censurar si tienen un pariente o amigo que quiera favorecerlos; pero cuántos acuden a los recursos más disparatados para no lograr nada. ¡Pobres muchachos! Se buscan desmesuradamente el empleo y la oficina; y no habilitarse para la vida; primero en algo que encaje dentro de la propia esfera social; y en último término, en cualquier cosa; porque la necesidad de vivir está sobre todas las categorías. Si se trata de un abogado y no halla medio de vivir con su carrera, ¡cuánto mejor no sería que en vez de pasarse la vida buscando influjos se dedicaran a ser profesores por ejemplo!
Una gran parte de los que no se colocan no son sujetos útiles, aunque tengan talento. Los hombres de empresa no quieren sabios, sino hábiles; no cultos, sino de iniciativas y actividad.
6. Dejar hacer
Hay muchas maneras de dejar hacer.
A) Dejar hacer a los que trabajan en nuestro propio campo con espíritu y orientación
¡Cuántas obras magníficas se han visto fracasar por impedir que trabajen los demás! Cinco veces, nos decía un organizador, nos han echado abajo la asociación. ¡Cinco veces! Y eso, los amigos, los que en muchos años no habían podido hacer nada, y es que ocurre lo siguiente: Se pasan lustros y lustros sin que a nadie se le ocurra una idea provechosa. Pero viene un hombre de iniciativas y concibe una empresa y comienza a ejecutarla. Lo que era un lago tranquilo se convierte en un mar tempestuoso. ¿Cómo se entiende?, dicen los de abajo, y despellejan al desgraciado que ha tenido la idea querer hacer algo. ¡Abajo!, dicen los émulos, los que tal vez proyectaron algo parecido y no lo supieron hacer. ¡Alto!, dice la autoridad. Eso no se puede hacer sin sus trámites debidos. Total: se examina el plan, se discute, se le dan largas, se le ponen condiciones al autor y se acaba por no dejar hacer nada. En unos es molestia, porque ven que otros trabajan, mientras ellos se dedican a holgar. En otros es envidia, porque ven que otro van a sacar adelante lo que ellos no pudieron, y finalmente, en la autoridad es a veces falta de orientación. Y así, en vez de estimular las iniciativas, las mata. Las mata, o porque estorba que se actúe, o porque ella lo quiere hacer todo; hombres absorbentes que se figuran que sólo ellos saben organizar;
B) Dejar hacer a los enemigos
Cuando en un cine o teatro en un teatro se exhibe una película u obra irreligiosa u obscena, el método corriente de combatirla de las personas decentes es muy sencillo: no asistir. Con no asistir, y dejar que se ponga en escena centenares de veces y que se envenenen los demás, ¡el colmo del deber cumplido!
Los indecentes e irreligiosos aplauden a rabiar… ¡Claro; están en su derecho! Ejercitan la libertad de pensamiento, la libertad de reunión, la libertad de conciencia… Y los decentes y honrados también están en el suyo: en el derecho a no molestarse por la decencia pública, en el de no meterse en líos para evitar se hunda la sociedad… Parecería natural que tuviéramos derecho a que no se ultrajasen públicamente nuestros sentimientos religiosos y, por consiguiente, a manifestarlo. Pero los demasiado prudentes se espeluznan y exclaman: ¡Oh! ¡Ante todo, la corrección y la legalidad!
Mas lo que sucede es que si los osados se desenfrenan y los decentes se callan y la autoridad se inhibe, prácticamente la calle y la plaza y los espectáculos quedan en poder de los enemigos del orden. Es decir, que si no cabe la protesta fundada, pero pacífica, será necesario que emigren de la tierra los ciudadanos decentes. Para los demasiado legalistas, es un consuelo pensar que protestar sería peor que aguantarse; dar aire al incendio. Es un consuelo. Le pegan a uno cuatro palos; pues mejor es que los reciba con resignación que no exponerse a que le den ocho.
Sin embargo, resignarse es dar aliento al enemigo para que multiplique los golpes. ¿Hay leyes? Pues exigir que se cumplan. Lo segundo, protestar ante la autoridad, como quien exige su derecho, con tenacidad y energía. Lo tercero, ir a la prensa, hablando recio, para que se entere el mundo. Y lo cuarto, y lo quinto, y lo sexto, usar de todos los medios morales y físicos que conceden las leyes divinas y humanas; todo menos callar. Es decir, todo menos creer que un incendio crece si se echa agua a las llamas y se apaga si no se echa.
7. Tener que hacer
Es ley general que no pueden hacer nada los que no tienen nada que hacer. ¿Les sobran todas las horas del dia porque tienen aseguradas la subsistencia propia y la de los suyos con superabundancia? Pues ésos son los que no disponen de media hora para consagrarla a promover el bien común y a defender la causa de la religión. ¿Están abrumados de trabajo porque han de procurar la sustentación y el bienestar de sus familias? Pues ésos son los que sacan tiempo de cualquiera parte para defender sus ideales religiosos.
Los mismos hombres de negocios, que no tienen cinco minutos libres al dia para honestas expansiones, esos mismos hallarán tiempo para cooperar a las obras católicas. Todos menos los que no tienen que hacer, y es que el que no tiene que hacer es un hombre sin ideales que no se da cuenta de que es un soldado obligado a la lucha por su fe; un inconsciente de sus deberes para con la sociedad, de la cual recibe innumerables bienes y a la cual debe una parte de su tiempo y de su actividad.
Por eso, cuando queráis un hombre al frente de una de vuestras obras, no discurráis así: Don Fulano, que no tiene que hacer; sino así: Don Mengano, que está abrumado de ocupaciones. Los que no tienen que hacer, o son ricos acostumbrados a no sacrificarse, o son inútiles para el buen desempeño de cualquier puesto de responsabilidad.
8. Hacer que se hace en la justicia
Cuando Dios preguntó a Eva por qué había comido de la manzana, contestó: «Me engañó la serpiente.» Fue una contestación cómoda. La misma que nos damos cuando hacemos un pecado. ¡Como si nosotros no fuéramos suficientes diablos de nosotros mismos! Debe el demonio estar muy molesto. Así se explica cómo, harto y furioso, contestara en cierta ocasión: «Yo, ¿la culpa? Si no tenia la menor idea de que eso pudiera hacerse.» y con razón. Sabemos nosotros más medios de pecar que él. Pero es muy cómodo cargarle a él la responsabilidad. y no pensar en corregir nuestras pasiones, nuestra codicia, nuestra sensualidad, nuestra ambición.
Existen en el mundo innumerables causas, además de los jesuitas y las sociedades secretas, para explicar las cosas. Para explicar lo bueno, hay suficientes gentes amigas de hacer lo bueno. Para explicar lo malo, infinitas gentes amigas de hacer lo malo. Dejémonos, pues, de sotanas y de sociedades secretas y vamos a las obras. Y allí donde encontremos el mal, descarguemos el golpe. Existen muchísimos capaces de hacer lo que se atribuye a los masones. Los conocemos, conocemos sus obras detestables, su historia funesta. ¿Qué táctica sería cerrar los ojos, auparlos y arremeter contra la masonería? Táctica fácil, inocentona, y farisaica. Aclaremos el pensamiento.
Lo interesante es saber cuales con las obras perversas y luchar contra ellas, más que si lo hizo tal o cual grupo de poder.
9. Academia de elocuencia recreativa
Por ejemplo, Tácticas contra el comunismo:
Son muchas muy fecundas. La primera es hacer un estudio profundo de la esencia metafísica del comunismo. La segunda es hacer una historia documentada de sus orígenes, su desarrollo, su estado actual, sus funestísimos efectos. La tercera, celebrar un cursillo de ocho días, con ponencias eruditas sobre las diversas especies de comunismo. La cuarta, celebrar un curso superior sobre los diversos dos de combatir el comunismo. La quinta, reunir una asamblea nacional para oír el parecer de las diversas regiones acerca del estado en que el comunismo se encuentra en cada una de ellas. La sexta, crear una asociación cuyo sea combatir el comunismo poniéndose en el ojal de la americana un distintivo con ese letrero: Anticomunista.
¡Qué fecundos son muchos españoles en hallar remedios eficaces contra los males de la Iglesia y de la patria!
Con eso de lucir unas banderas, y hacer de cuando en cuando un campaña contra el comunismo, podemos descansar tranquilos, pensando en que sobre el sepulcro del comunismo se pueden poner las consabidas palabras: Requiescat in pace.
10. Academia preparatoria del sacrificio
Para la guerra, como para el apostolado, se necesita preparación. Son dos artes que nadie nace sabiéndolas. Pero la preparación es un medio, no un fin. Nadie se prepara por el gusto de prepararse. Luego en tanto ha de ejercitarse la preparación en cuanto sea necesario: nada más. Un ejército que hoy hiciera una maniobra mañana otra, y pasado otra, y nunca fuese al frente, no sería un ejército, sino una comparsa.
¡No nos ocurra lo propio con el apostolado! No sea que preparándonos, preparándonos, echemos a correr, cuando haya que sacrificarse para hacer aquello para lo cual nos prepararnos.