III.- EL PUEBLO Y LA POLÍTICA

Nunca se ha abominado de la política tanto como hoy, y nunca como hoy ha invadido la política todas las esferas de la sociedad. Es curioso comprobar que hacemos ascos a la política, pero la entrometemos en todo. Se va a nombrar un presidente de una multinacional, pues ya se sabe que, ante todo, han de entrar en ellas los prohombres de los partidos.

Se quiere ganar un importante pleito, no se acude al abogado más inteligente, sino al que tiene o ha tenido más conexiones con los hombres de gobierno. Esta conducta equivale a reconocer que aquí no se puede vivir ni económicamente, ni jurídicamente, ni en un equipo de futbol, como no sea al amparo de la política. Desde que en España se implantó el régimen de los partidos, los españoles estuvieron divididos en dos castas: los profesionales de la política, que mandaban, y los ciudadanos pacíficos que se dejaban gobernar. Entre unos y otros se establecía el pacto do uf des. «Yo te doy el voto, decía el pueblo al cacique, y tú me das a mí que pueda trabajar y vivir.»

Las colectividades, lo mismo asociaciones que pueblos, nunca han puesto condiciones al voto, y los gobernantes fueron metiéndose cada vez más en la vida de los ciudadanos, hasta invadirlo todo: la conciencia, la escuela, el hogar, el tabaco, la hacienda, la libertad, todo.

El ataque ha llegado a ser tan brutal, que las gentes están despertando de su letargo y ven la necesidad de la desaparición de castas y privilegios y de una actuación seria y continuada. Ya está en la conciencia de todas las entidades y multitudes que no se puede continuar así, hemos comenzado a tener juicio y saber ser ciudadanos. Es una ley providencial: nos apartamos de la ley de Dios para caer en manos de los políticos sin Dios. Las terribles consecuencias de estar alejados de la mano de Dios nos fuerzan a volver a hacer su voluntad. Debimos ser ciudadanos y cumplir con nuestros deberes eligiendo diputados aptos y dignos; no lo hicimos, y los indignos que se apoderaron de las riendas del gobierno están azotando nuestras espaldas; y ahora, hartos de golpes, reconocemos nuestra obligación de volver a Dios y nos resolvemos decididamente a ello. Justicia de Dios y bondad de Dios!