VIII.- DISCURSOS Y ORADORES
1.- Breves y pocos
No sólo los oradores jóvenes, sino los viejos, se figuran a veces que la intensidad de su influjo sobre los auditorios es rectamente proporcional a la longitud del discurso. Sería como creer que un sujeto se alimenta mejor a medida que se harta. No; puede morirse de indigestión. Los discursos, como los sermones, han de saciar el deseo, pero no fastidiar.
La labor profunda en el ánimo de las multitudes no se labra echando largos discursos con ideas nuevas y originales. Lo que hay que meter en el espíritu es media docena de ideas, y eso a fuerza de repetirlas. ¡Qué labor tan magnifica! Todo lo demás de las concepciones altas, de los períodos rotundos, de las genes sublimes, es inútil. Nada de ello deja huella en las muchedumbres.
Hace años, por espacio de ocho días, estuvieron en los Estados Unidos repitiendo a todas horas y en todas partes, innumerables oradores, esta idea sencilla: «Los viejos deben dejar a los jóvenes la dirección de los negocios.» Y muchos viejos los dejaron.
Como lo es que en un mitin no haya siete oradores. ¡Dios santo! ¡Siete oradores! Basta eso para destruir el efecto de los discursos. Aunque los oradores fueran Demóstenes; eso no se puede aguantar humanamente. Con tres que hablen bien, con brevedad y energía, basta y así saldrán los auditorios satisfechos y enardecidos.
2.- El auditorio
Lo mismo en los sermones que en los mítines y conferencias, suelen pecar los oradores de elevarse sobre el nivel medio de inteligencia del auditorio. Y en el pecado llevan la penitencia, porque los oyentes se quedan en ayunas y disgustados. Suele acontecerles lo que a los maestros de escuela: explican con su lenguaje y sus ideas y no con el lenguaje y las ideas de los niños, y éstos se vengan haciendo pajaritas y cogiendo moscas. Para explicarles hay que bajar extraordinariamente el nivel de las palabras y las ideas hasta introducirse en el mundo de la vida, los juegos y las comparaciones infantiles.
Lo mismo pasa con los auditorios, aunque sean cultos. En cuanto un conferenciante se eleva un poco, ya no le sigue nadie, como no sean los especializados, que son escasos. Y es que la rapidez con que se suceden las ideas y las imágenes no da tiempo a analizarlo y juzgarlas coordinadamente. y eso explica por qué a veces oradores que no dicen nada, pero que exponen bien, entusiasman no sólo a los vulgares, sino a personas inteligentes.
Al auditorio, por tanto, hay que considerarle como a un niño; repetirle las cosas, si queremos que se quede con ellas, y hablarle con imágenes, y comparaciones, y estilo vivo y enérgico. y con eso, entonación y declamación, quedará enseñado y persuadido.