11.- Normas del mal dirigente
Subir
La primera norma del mal gobierno es pretenderlo y arreglárselas para lograrlo. Porque el que lo desea, aunque no lo pretenda, es que no ve su responsabilidad y si sobre eso lo procura, está más ciego. ¿Quién no desea ser ministro? ¿O director general? ¿O gobernador?
Subir: he ahí el ideal. Hasta la muchacha que se casa anhela mandar y ser señora de su casa y de marido. La Iglesia quiere a los que no quieren; al que no quiere la parroquia,
la canonjía, la mitra. Porque ve que esa disposición de no apetecer el mando es la primera condición para ejercerlo bien. Se ve la modestia, la humildad, el temor a la responsabilidad.
Según esto, ¡qué pocos dirigentes aptos debe haber en el mundo!
Si nos quedáramos en desearlo…, ¡pero lo procuramos! y el que no, parece un tonto. Tan natural se considera. Como una gracia, como un derecho, como un premio, como un ascenso; sin eufemismos, sin empacho y procurándolo por el influjo, por la recomendación, por el parentesco, por el mérito de hablar bien, por la promesa de incondicionalismo. Cuando al tomar posesión nos digan: «Yo, elevado a este cargo, sin méritos, pretenderlo…». Falso.
El mando es un peligro para quien no lo quiere; para el que lo busca, más. Saúl fue bueno cuando pequeño, y fue malo cuando fue rey. David fue bueno cuando pastor, y pecador cuando Cristo dijo: «Cuando os conviden no escojáis los primeros puestos» (Lc 14,8), desmerecerlos. Recibirlos y ejercitarlos como una carga, como un deber, como un sacrificio: ésa es la primera condición para mandar bien, y la primera norma de mal gobierno desearlo y procurarlo.
Si San Pablo dice que desear el episcopado es desear obra buena, ¿por qué ha de ser imperfección y peligro querer el ascenso a cargos de autoridad? Porque el sentido de San Pablo es que el que desea el episcopado desea una cosa en sí excelente; pero lo que no quiere decir San Pablo es que el deseo del episcopado es un deseo excelente. El episcopado en sí es bueno; pero el deseo, no.
Desear cargos de autoridad es peligroso. Porque supone certeza de la aptitud. La Sagrada Escritura amenaza duramente a los constituidos en autoridad:
“¡Escuchen, reyes, y comprendan! ¡Aprendan, jueces de los confines de la tierra! ¡Presten atención, los que dominan multitudes y están orgullosos de esa muchedumbre de naciones!
Porque el Señor les ha dado el dominio, y el poder lo han recibo del Altísimo: él examinará las obras de ustedes y juzgará sus designios. Ya que ustedes, siendo ministros de su reino, no han gobernado con rectitud ni han respetado la Ley ni han obrado según la voluntad de Dios, él caerá sobre ustedes en forma terrible y repentina, ya que un juicio inexorable espera a los que están arriba. Al pequeño, por piedad, se le perdona, pero los poderosos serán examinados con rigor.
Porque el Señor de todos no retrocede ante nadie, ni lo intimida la grandeza: él hizo al pequeño y al grande, y cuida de todos por igual, pero los poderosos serán severamente examinados. A ustedes, soberanos, se dirigen mis palabras, para que aprendan la Sabiduría y no incurran en falta; porque los que observen santamente las leyes santas serán reconocidos como santos, y los que se dejen instruir por ellas, también en ellas encontrarán su defensa.
Deseen, entonces, mis palabras; búsquenlas ardientemente, y serán instruidos. No se sigue de todo esto que haya de renunciarse a los cargos de autoridad. Pero sí que debe considerarse si podrán ejercerse lícita y provechosamente para el bien común o el personal. (Sabiduría 6, 1-11)”.
No caer
Supuesta la norma primera de mal gobierno, que es desearlo y procurarlo, la segunda consiste en el de no caer. Es complicado y sutil, y entre otras artes y marañas puede consistir en las siguientes:
1. En el arte de mirar arriba demasiado: ¿Que quieren blanco? Blanco. ¿Que quieren negro? Negro. ¿Se levanta el brazo? El brazo. ¿Se levanta el puño? El puño de seis horas? Seis horas. ¿Piden aumento del 50 por 100 de jornal? El 50 por 100. Es de un éxito maravilloso. El pueblo contento, el Ministro contento y el Presidente del gobierno contento.
2. En el de mirar enfrente. Un ministro ve frente a sí dos fuerzas, una y otra no; da vueltas al caso, y se decide por la que juzga más poderosa. Es el arte de no caer. Eso si acierta; si no, se hunde.
3. El arte de ver de lejos. Lo que se llama «verlas venir». Porque hay gobernantes que ven de cerca, pero de lejos, no. Creen que nunca van a cambiar las cosas, y eso es una quimera, y cuando cambian, caen en su propia trampa.
4. El arte de no mirar hacia adentro. Viene a reducirse a lo que un político corrupto decía con desenfado: «Los cargos, para los amigos».
Centralizar
En una organización de hombres hay muchas actividades, unas más altas que otras, todas subordinadas y dependientes de una dirección central. Cada actividad tiene su autoridad respetable, aunque sólo se trate de un hogar. La madre tiene la suya, las hijas la suya, la cocinera la suya y el chófer la suya. Si el padre, que es el jefe supremo de la casa, no se limita a llevar la alta dirección, sino que se quiere meter en lo que corresponde a la señora, a las hijas, a la cocinera y al chófer, se producirán los males siguientes:
– El padre se hará antipático, dando a entender que cuantos él dependen son unos torpes.
– Los hará remisos, porque si todo lo ha de mandar él, ¿para qué molestarse? Incurrirá en errores frecuentes, porque ¿va a guisar mejor que la cocinera? Perderá el prestigio de su autoridad, por sus frecuentes disparates, y una de dos: o se los dicen y se molesta, o se le callan y salen las cosas mal.
Estos despistados son como bombas: primero, absorben la autoridad, sin dejar gota, y luego impelen a la acción con una fuerza arrolladora. ¡Dios nos ampare! Lo discreto es lo contrario: que si el súbdito acude a él para minucias, le despida diciéndole: «Tiene usted edad». Que si acude a él para aquello en que no tiene jurisdicción, le conteste: «No mando en eso». Y que si se identifica con su criterio sólo porque es súbdito, le diga: me diga lo que me agrada».
Un alto gobierno puede pecar por dos extremos: o por dar exceso de libertad o por no dejar libertad, tomando para sí la actividad de los de abajo. Ambos extremos son viciosos; con el primero no se gobierna, sino que cada cual se gobernará a sí propio; con el segundo tampoco se gobierna, porque desaparece el súbdito y queda sólo el superior. Cuando el superior no se mete en nada, se origina el desorden, y como consecuencia el malestar, y cuando el superior se mete en todo, se origina el malestar y se origina la huelga de brazos caídos.
Cuanto más elevada es la autoridad, mayor atención ha de prestar al bien universal y menos a lo menudo. Un párroco puede laudablemente ocupar buen espacio de tiempo en visitar enfermos o dar unos ejercicios; un Papa, no. Porque la Iglesia tiene infinitos asuntos de trascendencia que claman su atención. El general de un ejército debe preocuparse de estudiar el plan de campaña; pero de si un soldado ha cumplido con su deber, no. Es norma de aplicación a todos los gobiernos.
Cuando un alto gobierno desciende a lo menudo, hace el daño de descuidar el bien común. Pareciendo bueno es perjudicial. Puede ello originarse por falta de criterio, por falta de preparación o por afición a meterse en lo pequeño, absorbiendo la autoridad del súbdito, lo que hace dos daños: molestar al de abajo, porque lo anula, y descuidar el bien común, que es el que peculiarmente le incumbe. A sí mismo se parecerá un héroe, que lo hace todo; pero a los demás, les parecerá un hombre insoportable.
Suprimir
Dios nos hizo libres; abusamos de la libertad, pero Él no la suprime. Precisamente la libertad consiste en eso: en poder obrar bien o mal, a nuestro albedrío. Lo que hay que hacer no es suprimir la libertad, sino educarla. Evitar el abuso manteniendo la libertad, para merecer con ella.
Los que a fuerza de supresiones quieren obligar a proceder con rectitud, son pésimos gobernantes. El ideal es: plena libertad y pleno cumplimiento del deber. No ser buenos porque no se puede ser malos. La autoridad debe no poner en mayor peligro del que puede llevar el súbdito; pero sí educarlo progresivamente, para que cada vez use de mayor libertad, cumpliendo con su deber. Es el modo racional de evitar el abuso en el ser libre, porque va creando el hábito de obrar bien y vigorizando la libertad.
Los niños que no salen de las faldas de sus mamás hasta muy hombres, por miedo a los peligros morales, no llegan nunca a ser hombres. Lo que es peor, abusan de su libertad cuando se les ofrece la primera coyuntura. Supuesta la fragilidad humana y tratándose de colectividades, el abuso no sólo ha de prevenirse, sino suponerse, y tener prevenida la sanción, que podrá ser muy varia, con tal de que en ningún caso sea la supresión de la libertad, que se estimó justa y prudente.
Uniformar
Sólo en el cielo se podrá dar una felicidad infinita siempre igual: la visión de Dios. Lo uniforme, invariable y monótono en este mundo, aunque se trate del manjar más exquisito y de la música más bella y del espectáculo más delicioso, se hace intolerable. ¡Cuánto más el deber y el sacrificio constante, son solaces que los entreveren!
La autoridad que no comprenda el valor y el deleite de lo mio, dar a la vida el dulce sabor de lo humano, matando el fastidio y el hastío de lo siempre igual, es que no se ha observado a sí mismo, ni ha visto que la variedad discreta de la vida, con el deber entreverado con el solaz, es no sólo humano por necesario, sino necesario para la virtud.
Cuando un alma es justa, amante de Dios y sacrificada, con nada crece más en el amor y la gratitud que cuando recibe la consolación espiritual, que la hace ver cuán bueno es Dios con ella y cuán buena debe ser ella con Dios, creciendo en el deseo de santificarse. Eso acontece al que obedece con respecto al que le manda, cuando observa que éste goza con que él goce, y se preocupa de que cuanto más cumple el súbdito obedeciendo, más se preocupa el superior haciéndole gozar. No se trata de la magnitud de las bondades, sino de su oportunidad, variedad y sorpresa.
El deleite siempre es nuevo, y crece con la sorpresa, el modo de la sorpresa, la magnitud de la sorpresa y la novedad y variedad del solaz y esparcimiento. Eso cría amor en el que obedece. No sólo amor hacia él, sino hacia su género de vida, sacrificado, sí, pero amable.
Diferir
Cuando las resoluciones son tardas, los subordinados se impacientan y se dedican al dulce placer del comentario. Es irresolución o pereza, no madurez en el juicio, es a veces falta de interés en las cosas. Es triste sino el de los hombres tardos.
Los bueyes son lentos, pero seguros y trabajadores; van despacio, pero andan siempre, y son fecundos en su labor. Los cachazudos, no: andan poco, y hacen poca labor, y hacen lentos a los demás, y tienen el triste sino de que hasta los no activos se quejan de ellos y se aprovechan de su inactividad para paliar la suya.
Cuando un carácter irresoluto y tímido se enfrenta con una situación dura, halla un gozo inexplicable en diferirla:
1.˚ Porque su inacción le exime del sacrificio del trabajo.
2.˚ Porque teme un disgusto personal.
3.˚ Porque teme disgustar a otros.
4.˚ Porque espera varíen las circunstancias y que el problema se resuelva solo.
5.˚ Porque ve la posibilidad de que lo resuelva otro.
Pero acontece lo contrario:
1.˚ Que el problema se agrava y ha de emplear más energía y mayor sacrificio.
2.˚ Que el disgusto suyo es mayor, porque la situación es más violenta.
3.˚ Que el malestar de los demás es más hondo, porque la vida se paraliza.
4.˚ Que se ha perdido un tiempo precioso para enmendar un vicio.
5.˚ Que el gobernante pierde autoridad, porque se ve su inacción, su falta de visión y de energía.
6.˚ Que la coyuntura feliz, que se esperaba, nunca se ofrece y así nunca llega la solución.
Espiar
El dirigente debe saber lo que pasa, pero no debe echarse de ver que se desvive por saber lo que pasa. No debe preguntar con frecuencia lo que ocurre; pero debe procurar con arte se lo digan sin preguntarlo. Con el trato frecuente de los subordinados lo averiguará todo sin pretenderlo, y se lo dirán todo sin intentarlo. Lo que no puede hacer es desconfiar, fisgar, andar por los rincones huroneando. Bastará se le coja una vez para que se huya de él como de la policía secreta.
Un padre-policía seria una desgracia; si es padre, por el afecto y el trato, serán sus hijos los que le descubran sus faltas. La vigilancia del gobernante debe ser esmerada, porque tiene una responsabilidad grave; pero no desconfiada, cuando no ha precedido causa. Ni aun con los alumnos de un colegio se puede proceder así; porque desde ese momento el niño estudia el modo de hacerla, y goza cuando la pega.
Claro es que no es lo mismo una superiora de monjas que un director de seguridad. Cuando el oficio es de policía, todo el oficio consiste en eso; pero los gobiernos políticos, religiosos, de asociaciones, empresas, etc., no tanto son de descubrir rateros, sino de ordenar bien las sociedades. Por eso, la vigilancia es buena y necesaria en toda sociedad bien constituida; pero de padre en el hogar, de superior en los conventos, de ciudadano en la alcaldía y de jefe militar en el cuartel: Siempre discreta y justa.
Desalentar
La autoridad puede desalentar de muchos modos:
1.° Eligiendo a los no aptos para sus puestos, por desconocimiento de los sujetos.
2.° Manteniéndolos en ellos, a pesar de sus fracasos; lo que forzosamente quita el gusto del trabajo y de la vida.
3.° Mudándolos de cargos cuando los desempeñan bien; porque con facilidad pasan a otros, para los que no tienen vocación.
4.° No alentándolos en sus trabajos con su indiferencia o falta de estimación.
5.° No guiándolos en sus primeros pasos cuando son jóvenes, que no suelen saber nada de gobierno.
6.° No corrigiéndolos con seriedad cuando van descaminados, porque llegan a figurarse que lo hacen bien, cuando lo hacen mal.
Parte de los que fracasan no es tanto por su ineptitud cuanto por la ineptitud de los que les dirigen y es que se ocupan más en otras cosas que en gobernar; mandar es gustoso; pero gobernar, no. Muchos oficios ha de hacer el que manda; ninguno más importante que el de alentar. Sería absurdo no hacerlo por la razón de que el que obedece cumple con su deber. Eso hace el cristiano, y Dios le alienta con una eternidad de cielo.
A un joven que comienza a educar niños es un error grave reprenderle en su primer error. Pudiera ser que se deprimiese para en adelante fracasar por culpa ajena. Lo que quiere decir que la autoridad debe ser observadora, fina, no reparando sólo en lo heroico, sino en lo menudo constante, que también lo es. Debe saber qué piensa, siente y quiere el súbdito; sus preocupaciones, sus depresiones, sus entusiasmos.
Sólo así será oportuno en sus palabras y alentador razonable. No en todas las colectividades debe el jefe alentar del mismo modo; pero se puede pecar por carta de menos, no alentando nunca, o por carta de más, reduciendo casi el gobierno a dejar contentos. A lo que faltan con facilidad los bondadosos, creyendo que la bondad es más necesaria que la fortaleza, y que se gobierna mejor que con justicia, con caridad.
Se dirige mejor con ambas cosas: dulzura y energía. Pues si alabar es necesario, callar los defectos es justicia, porque si no es para remedio, no se puede hablar de los defectos ajenos. Es:
– Caridad, porque debemos querer para los demás lo que para nosotros mismos.
– Política, porque quien habla mal se inhabilita para mandar bien.
– Humanidad, porque es doloroso saber que se nos censura por el mismo superior.
– Talento, porque quien habla bien de otros se gana su amor y es correspondido del mismo modo.
– Hablar bien no es alabar sin ton ni son, sino lo bueno que tiene cualquier hombre. Es disimular sus defectos, no defendiéndolos como virtudes, sino excusándolos, aunque reconociéndolos. Raro es el hombre de quien no se puede decir algo bueno; pero es más raro no decir algo malo del hombre más virtuoso.
La autoridad que sepa hablar bien de todos, casi con ello gobernará bien, porque si hay palabras dulces son las que el superior dice del súbdito. Se debe hablar bien y desear que lo sepan los interesados; no por interés propio, sino por el bien suyo. El hablar bien es como el buen olor, que perfuma el ambiente.
Desunir
En cuanto sea posible, dice San Pablo, todos digamos y sintamos del mismo modo. ¡Qué bien dicho! Como palabra de Dios. Que todos pensemos y digamos lo mismo. Decir lo mismo es muy difícil: casi sólo en el cielo. Pero ya que a esa perfección no se puede llegar, no tenga a mas el arte de desunir.
Dentro del sistema representativo, con sus preciosas libertades, era imposible un buen gobierno, aunque fuera posible un buen gobernante. Porque con el derecho a pensar y decir cada cual su opinión, la nación se divide en infinitas fracciones; y, faltando la unión, falta el gobierno.
Es propio del arte de desunir, gobernar con una parcialidad, sean blancos, negros o colorados. El ideal es unir a todos los buenos, a todos los que buscan la verdad, llámense como se llamen. La verdadera democracia. De lo contrario, la injusticia en el reparto de cargas y honores convierte en enemigos a los no favorecidos, que pasan de ciudadanos a conspiradores.
El mismo problema se plantea en un colegio donde el profesor reparte honores, distinciones y castigos sin mirar a la justicia, sino a la simpatía, a la clase, al dinero. Los niños son inocentes, pero justos y ladinos, y roerán la fama y el prestigio del profesor. El amor a la justicia es innato y fortísimo, y ni las religiosas más santas se sentirán unidas a la superiora si la ven amiga de preferencias no justificadas.
Estrechar
La disciplina es el orden en el modo de vivir. Ahora bien: como hay muchos modos de vivir, hay muchos géneros de disciplina. Sería un exceso que los soldados guardasen el orden de los conventos o que los escolares guardasen el orden de los cuarteles. El orden no se guarda por el orden, sino por algo superior al orden: para la educación, en los escolares; para la virtud, en los religiosos; para la guerra, en los soldados.
El orden exige sacrificio; cuanto más orden, más sacrificio. De modo que si se exagera el orden, se hace intolerable. El demasiado orden estrecha la vida. Hay exageración cuando se exige demasiado conforme a la condición del que obedece, y entonces del orden nace el desorden, el malestar, la murmuración, la insubordinación.
La exageración del orden convierte la sociedad en un mecanismo; pero una sociedad no es una fábrica. Eso parece pensar el que exige demasiado la disciplina. Error funesto, del que no saldría sino cuando su superior jerárquico impusiera una disciplina férrea. Entonces exclamaría: ¿Soy acaso una máquina? Una disciplina sin bienestar no se podrá sostener; como tampoco una disciplina sin virtud. El proceso debe ser: satisfacción, virtud, disciplina. La disciplina ayuda a la virtud; la virtud, a la disciplina; pero la satisfacción ha de ser base de la una y de la otra.
La satisfacción es la virtud, la flor; el fruto, el orden. No que la disciplina sea lo más precioso, sino lo último, como resultado del bienestar y del espíritu. Cuando no la hay vienen las faltas de orden, por desconocimiento, por ligereza y porque cuesta la disciplina. y entonces vienen las voces destempladas y los castigos fuertes.
¡Pobre sociedad a la que toca en suerte un gobernante vulgar!
Entre un orden exagerado y un desorden no exagerado, es éste preferible a aquél; porque la disciplina excesiva crea angustia y malestar; la disciplina blanda, no. Si a un escolar se le castiga cada vez que falta al silencio, el colegio será una cárcel para él. Si el educador le avisa amablemente y le disimula alguna vez, la vida se le hará, por lo menos, llevadera. La disciplina suave, con orden siempre, es en el que manda consecuencia de una visión humana del sacrificio de la obediencia.
El orden exagerado es consecuencia de la ignorancia del educador: no sabe formar. Las faltas de disciplina provienen de que no se ha prevenido, de que no se ha hablado de su importancia; de que no se ha estimulado con el honor y el premio, lo cual supone previsión, sacrificio y método, sobre todo repetición de normas.
Sancionar mucho
Una colectividad donde las sanciones son frecuentes, ¿da indicios de estar bien dirigida? No. Una sociedad donde los castigos son con frecuencia generales, ¿da a entender que se gobierna bien? No. Una asociación donde se castiga sin dar oídos al que hace mal las cosas, ¿está bien dirigida? No. Una sociedad donde se da el crédito a todos, ¿está bien mandada? No.
No se dan colectividades malas; pero se dan gobernantes malos. El cumplimiento de la ley debe ser lo ordinario; su infracción, lo extraordinario. Cuando de cincuenta discípulos hay veinte sancionados, es que el profesor es inepto. Es que le resulta más cómodo castigar a muchos, sin indagar los culpables, que no averiguar quiénes son los cabecillas. Cuando se castiga a muchos por la falta de uno, todos hacen causa común con el delincuente. Castiga mucho será temido. Y un gobierno temido es positivamente malo.
Un gobierno donde se castiga mucho pierde la eficacia de la sanción; si se castiga mucho es que se teme poco el castigo. Cuando se castiga mucho es porque se educa poco, es que no se previene y evita la sanción frecuente. El gobierno no es malo exclusivamente cuando se castiga mucho, sino cuando no se castiga nada. Porque no hay sociedad donde no exista algún delincuente. Son preferibles las sanciones raras, pero justas y fuertes; más que las penas frecuentes y leves, que molestan como las moscas, pero no duelen, como las avispas o las abejas.
Sancionar es cosa necesaria en todo buen gobierno, necesaria y delicada. Por eso, no raras veces se deja la corrección: por prudencia, por evitar mayores males. Lo que ocurre con frecuencia es que se evita, no el mal mayor común, sino la molestia mayor particular. Se haría la corrección con provecho, pero con disgusto del súbdito. Y no se hace la corrección para evitar el disgusto propio.
La comodidad propia es muy sutil, y se encubre con la capa del bien común. De ese modo crece el abuso, porque no se sanciona, y con el mal ejemplo cunde el desorden y se hace general, y entonces, dejando de corregir, no se evita un mal mayor, sino que se produce un mal mayor, por no causar una molestia particular.
Por otra parte, si se generaliza el procedimiento, se suprime en absoluto el aviso y la sanción, y desde ese instante no hay gobierno posible. En este abuso pueden incurrir, no sólo los gobernantes tímidos, sino los prudentes, porque también a los prudentes les es más halagüeño ser queridos que ser odiados. La situación es a veces difícil y peligrosa, y no fácil de resolver atinadamente, si ha de disimularse o no; lo cierto es que, como sistema, no puede admitirse, porque fatalmente conduce a la indisciplina.
Dos artificios son corrientes para evitarse disgustos corrientes, pero de dudosa eficacia saludable. El primero consiste en querer ganarse la voluntad de los hombres de valer, para evitar su hostilidad, dándoles cargos de mando sin cualidades para él. Recurso malo para la entidad gobernada, porque la manda quien no sirve. Malo para el que recibe el cargo, porque se cree que porque vale para entender, vale para mandar y malo para el que da el destino, porque se desprestigia.
El segundo artificio consiste en que al que lo desempeña mal, se le eleve a mayor empleo para no tenerle a disgusto. Y aquí el daño es mayor; porque a mayor cargo corresponderá mayor daño; para el que lo da, para el que lo recibe y para la colectividad que se gobierna.
Avisar mucho
Para gobernar debe bastar la ley, y no para cada ley un capítulo de avisos, y para cada aviso, otro de interpretación de los avisos. Los avisos son como las chinches, no hay quien pueda descansar con ellos, y los avisos, como las chinches, tienen una fecundidad horrible; cada aviso produce ciento.
Los admonitores, tienen voluntad de oro, pero quitan el gusto de la vida. Tienen buena intención, pero entendimiento estrecho. Ven con microscopio, pero no las líneas fundamentales. Quieren hacer el bien con perfección, pero sólo consiguen que se aborrezca. Quieren educar, pero deseducan; porque ni alientan ni entusiasman, pinchan. Un admonitor discreto, que sepa hacer amable el aviso, es un portento, porque la admonición es siempre ingrata. Aunque sea rara y justa y necesaria.
¿Qué pasará con un dirigente que a cada paso avisa, amonesta y amenaza? Pidamos a Dios nos dé gobernantes de muy pocos avisos, que nos hagan cumplir la ley con gusto, por deber y por amor, no con molestia y miedo. Por eso, bien pudiéramos tener en la Biblioteca Nacional, una sala que se podría titular «Biblioteca de los Reglamentos».
De igual modo hay autoridades que no se hartan de pasar cartas de avisos y más cartas de avisos, hasta para lo más menudo; Este modo de proceder adolece de muchos inconvenientes:
Que no hay memoria que pueda retener tanta minucia. Que, si se retiene, no se cumple, por su número y pequeñez. Que un aviso llama a otro aviso, como una cereza a otra. Que se pierde la vista de lo esencial, porque todo se pone en lo baladí. Que se multiplica el número de las faltas y el de las correcciones. Que la vida se hace desagradable.
Generalmente, en todo gobierno, la eficacia estriba en media docena de ideas fundamentales. Ni una universidad, ni un colegio, ni una asociación, requieren para llevarse bien un código administrativo y un código penal. Bastan unas prescripciones bien exigidas. Imitemos a Dios que con 10 mandamientos gobierna el mundo.