10.- Lo que no puede ser el dirigente
Ni muy listo
Muy listo llamamos al sujeto que discurre mucho con facilidad y acierto, y de él decimos que, por esa rapidez y acierto, se siente, naturalmente, inclinado a fijar la atención en el mundo interno de sus ideas. Es que experimenta un deleite intenso en razonar, y de ahí nace que en los hombres de gran talento y los que saben muchas cosas, en la misma medida que aumenta la intensidad de su vida interna, en la misma su atención y su interés por lo exterior.
La vida intelectual de gran intensidad, produce el mismo efecto que el de una pasión cualquiera. El amor, el odio, la codicia, cualquiera pasión vehemente, se apodera del espíritu de tal manera, que no le deja actividad para ningún otro interés o sentimiento. Resulta así que los hombres de gran talento, de gran memoria o de gran fantasía, o de corazón excesivamente sensible, suelen distinguirse por su tendencia al aislamiento, por su desinterés de lo exterior, por su espíritu reflexivo y concentrado, por la sobriedad de su conversación, por su amor desmedido a la lectura.
Ahora bien, ¿qué es dirigir?
Conocer y dirigir personas, vivir entregados al estudio de actividades externas, que reclaman toda la atención del espíritu. Se establece así una especie de antagonismo entre la vida del que discurre mucho y la vida del que gobierna bien. Como el hombre es limitado en actividad, si vierte su atención a lo interno por el caño de las ideas, no le quedará agua para derramarla por el caño de los hechos exteriores.
No es falta de capacidad: es falta de aplicación del talento. Si se aplica a las ideas, no se aplica a los hechos. Por tanto, no es desdoro de las inteligencias notables suponerlas, como regla general, no tan aptas para el gobierno. Más bien sería presunción creer que, porque un hombre discurre, ya ha de saber actuar.
Tal vez sabría actuar si aplicara su talento a los negocios. Tal vez esto por lo que hombres muy listos se meten en ellos y se arruinan. Como no basta aplicar el talento a la música o la pintura para ser un buen artista. Consuélense los talentos con la idea de que los hombres prácticos, de ordinario, no sirven para la especulación. Y consuélense los unos y los otros con el hecho de que no faltan hombres de gran talento que sirven para mandar, como no faltan prácticos que sirven para la especulación.
Ni muy sabio
Distinguimos entre el muy listo, de talento extraordinario, y el sabio, que sabe de todo, aunque no sea un portento en discurrir. El sabio tiene la cabeza llena de ideas, de una o muchas materias. Si sabe muchas cosas, su cabeza será como una gran exposición, que recorrerá mentalmente, solazándose con ellas, entendiéndolas, curioseándolas, admirándolas. Si no se distrae porque razona, se distraerá por lo que sabe.
El dirigente no puede leer muchos libros, porque debe leer en los hombres lo que hacen, lo que dicen, lo que quieren, lo que sienten y debe leer en las obras, cómo marchan, sus provechos, sus deficiencias, sus mejoramientos. Leer muchos libros y leer en muchos hombres y leer en muchas empresas, no puede ser. El dirigente ha de tener buena inteligencia para saber gobernar. Todo el resto de su saber será bueno, si no le estorba para lo suyo, y si es mucho y le embelesa el entendimiento, será malo; sabrá mucho de muchas cosas, pero no sabrá gobernar.
Conocimos un sabio de tan prodigiosa memoria, que para quedarse con lo leído le bastaba leerlo una vez. Y así, queriendo nosotros comprobar su saber con un caso concreto, le sacamos la conversación sobre el uso de la chistera. En efecto, nos dio una conferencia amenísima sobre tan interesante asunto.
Era de talento y excelente persona; pero ¿qué hubiera hecho nombrado gobernador? ¿Cómo gobernaría un ayuntamiento de aldea quien supiera quince idiomas y necesitara sólo tres meses para hablar correctamente el alemán? Por consiguiente, no diremos nada de sabios, pero sí… ¡mucho cuidado! La idea de que los sabios, de ordinario, no son aptos para ser jefes, se comprueba con el hecho de que son rarísimos los sabios que han sido dirigentes.
Raros los sabios que fueron reyes, raros los sabios que fueron presidentes de gobierno; los sabios que han sido ministros, los sabios que han sido fundadores de institutos religiosos, los sabios que han sido directores de grandes organizaciones sociales o económicas. Ello parece dar a entender que el sentido común veía en los sabios cierta incapacidad para el mando, y que la misma naturaleza apartaba a los sabios de los cargos de gobierno.
En España sólo hemos tenido al Rey Alfonso X, sabio legislador, pero político mediano, y en nuestras dos Repúblicas, a Salmerón, filósofo krausista ininteligible; a Castelar, orador grandilocuente y vacuo; a Alcalá Zamora, hablador interminable, y a Azaña, ateneísta con pretensiones de hombre de Estado.
En España, la convicción nacional ha sido de que estorbaba la sabiduría para ser gobernante, y por eso se ha tenido generalmente el buen acuerdo de no escoger para ministros no ya a sabios, sino que tampoco a técnicos y competentes. De modo que estamos convencidos de que sabio y gobernante son términos antitéticos. Como debemos estarlo de que sabio y pedagogo lo son también.
Primero, porque los sabios no tienen dificultades y creen que sus discípulos tampoco las tienen, y sí las tienen, Y por lo mismo, no las resuelven. Segundo, porque les absorbe el ansia de saber por el deleite que en ello sienten, y les molesta enseñar, que es penoso, pues para ello se necesita observación asidua de los discípulos. Después de todo, no es desdoro: ¿qué mayor gloria que ser sabio?
Ni muy bueno
Hay varios tipos de dirigentes muy buenos: El muy bueno por timidez, que deja hacer por no disgustar a nadie. El muy bueno por indiferente, que deja ruede la bola porque no tiene un ideal de dirección, El muy bueno por complaciente, que reduce su oficio a ser paño de lágrimas. El muy bueno por cachaza, que espera la coyuntura para el aviso y nunca llega.
Es digno de observarse que nunca se encuentran gobernantes muy buenos entre los directores de bancos. Ni entre los presidentes de grandes empresas industriales. Ni entre los ingenieros que construyen puentes, puertos o túneles. El dinero está reñido con la excesiva bondad.
Desde el punto y hora en que se establece la relación de súbdito a superior, se entabla una lucha inconsciente, pero real, entre el que manda, para hacer cumplir la ley, y el que obedece, para excusarse de ella; lucha no de mala voluntad, sino de fragilidad, aun supuesto el buen deseo de cumplir la ley. Si en esa lucha el que ordena ayuda con sus blanduras al que propende a la libertad, el resultado será que mande el que obedece.
Ni muy político
Hay dos políticas: una alta y otra baja. La política alta es la que atiende al bien común; la baja, la que atiende al provecho propio o del partido y en esta última, dos formas esencialmente diversas: la de los partidos que sólo buscan el bien del partido y no el bien social, y la de los partidos que buscan el bien común, pero sólo dentro de sus ideales propios.
Gobernar exclusivamente con ideales propios, que se consideran salvadores, cuando existan otros que, a juicio de la Iglesia, son lícitos y libres, es descartar de la participación en la autoridad a muchos ciudadanos aptos para el gobierno. Esto, que en el gobierno de un pueblo es malo, en el gobierno del estado religioso es menos admisible.
Un superior religioso no puede ser partidario de política determinada, de partido político determinado, hacer propaganda de ella, manifestarla, sugerirla. Puede tener ideas políticas, y aun debe tenerlas, porque no tenerlas sería dar a entender que no le interesaban los bienes o los males de la patria; pero lo que no puede es defender las ideas de un partido, propagarlas, porque desde ese momento perderá autoridad para con los extraños y con los propios que piensen de distinto modo. Este es uno de los males a nuestro juicio de la Iglesia en España. Lo que si hay, son unos principios innegociables: El bien común, la defensa de la vida y la familia, el derecho de los padres a educar a sus hijos y la libertad religiosa. Fuera de ahí la Iglesia nos deja libres, señal de que no considera obligatoria ningún adscripción a un partido político concreto, ni ideario político.
Ésta es la política de las ideas. Pero hay otra política de la conducta y tampoco un gobernante puede seguirla. Es la política que atiende a palabras y a contestar a todos, y salir del paso, y mirar arriba, y ganar amigos, y considerar demasiado las personas o el dinero, la clase o el puesto, o la esperanza del provecho, etc.
Un dirigente debe ser sagaz, prudente, previsor, reservado, con prudente cautela; pero no hombre de palabra ambigua, de intenciones recónditas, que va a lo suyo, que concede favores para lograr prosélitos, que rebaja al adversario para realzarse él, que busca la ovación populachera, que remedia el desastre para aumentar su prestigio, que no oye cuando le van a molestar y sí oye cuando le van a adular.
El dirigente político se da también en el estado religioso, que sería el de los criterios humanos, que consistirían en estimar en más el talento, la ciencia o la oratoria que la virtud; en buscar más el trato de los grandes que el de los humildes; en apreciar más el aplauso y la fama que el verdadero fruto de la santidad; en exagerar el valor de los medios humanos y desestimar medios sobrenaturales.
Ni muy militar
La ley militar ha de ser dura, porque lo pide su propia naturaleza. Pero toda ley y gobierno han de partir del fundamento de que se establecen para seres que son humanos.
Por consiguiente, sea cual fuere la naturaleza del mando, siempre la ley habrá de ser humana y su aplicación más. El súbdito es hombre, y, sobre eso, hijo de Dios y hermano del que gobierna. El mismo gobierno militar, salvo el cumplimiento de la ley, que debe ser humana, aunque severa, en su exigencia debe ser exacta, pero benigna y comprensiva de que el soldado no es ni una máquina, ni un delincuente, ni una oveja: un hombre con flaquezas, errores, pasiones y corazón. Aplicarle el rigor de la ley sin una interpretación benigna ni una muestra de cordialidad y amor, como si no hubiera en él sino la calidad de soldado, es hacer el mando inhumano, odioso y propicio a la indisciplina y la rebelión.
Un colegio sería aborrecible si en él imperase el rigor de los cuarteles, aun suavizado por la benignidad de los educadores. El colegio es un hogar grande; los niños, hermanos; los educadores, padres; la ley, de amor; el gobierno supremo, fuente de alegría y bienestar, alma y fundamento de la educación, pródigo de premios y escaso en los castigos, enemigo de ordenaciones molestas e innecesarias.
La energía como hábito de gobernar ha de mezclarse con la dulzura, y entonces resulta el mando como un caramelo de menta: dulce y picante a la vez. La energía no ha de consistir en las voces destempladas, sino en los remedios callados. Un educador hará mal si en el gobierno de sus súbditos a cada paso los amenaza; avisados con dulzura, si no hay enmienda procédase con energía.
De los presbíteros dice San Pedro en su Primera Carta: los presbíteros suplico yo… que apacentéis la grey de Dios, puesta a vuestro cargo… no por un sórdido interés… ni como que queréis tener señorío sobre la heredad del Señor, sino siendo verdaderamente dechados de la grey…» (1 Pe 5,1 -4).
De los maridos dice San Pablo en su epístola a los Colosenses: «Maridos, amad a vuestras mujeres y no las tratéis con aspereza».«Padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos con excesiva severidad, para que no se hagan pusilánimes. Tratad a los siervos según lo que dicta la justicia y la equidad, sabiendo que también vosotros tenéis un amo en el cielo» (Col 3,19-22).
Ni muy engolado.
Fino, sí, y caballero; pero no excesivo en las formas sociales. Porque las excesivas formas son vallas y barreras que apartan a la autoridad del que obedece. Eso, para el Papa, el Rey, el Presidente del Gobierno; para los demás, que han de vivir al lado del dirigente, la sencillez, la llaneza, la confianza, aunque sea entre el soldado y el capitán.
Es error creer que esa sencillez destruye la autoridad; la aumenta, porque aumenta el amor. Una autoridad ceremoniosa, aunque sea una maestra de novicias, nunca será amada; será respetada, temida, admirada, pero al verla, y más al tratarla, se estará pensando no en abrirle el corazón, sino en hacer lo que manda lo políticamente correcto.
Un hijo debe ser atento con su madre y con su padre; ponerse de guante y frac para hablar con ellos sería monstruosidad. No con todos los dirigentes se debe guardar el mismo protocolo; la razón pide que a un Jefe de Estado no se le trate como a un alcalde de barrio, pero es evidente que aun las más altas jerarquías, si son llanas y amables, se ganan el corazón; si exigen la etiqueta rigurosamente, no se lo ganan.
Porque hay un grado razonable de etiqueta que debe guardarse, pero si se pasa, y cuanto más se pasa, ya no sabe a necesidad de respeto, sino a soberbia o vanidad ridícula. ¿Quién no ha visto dirigentes tiesos, entonados, taciturnos, que necesitan cinco permisos para ser vistos y hablados? Eso no es autoridad. La autoridad nace de la virtud, como la de un Francisco Javier, Nuncio del Papa en las Indias, sirviendo a los enfermos de la nave en que él iba.
Ni muy joven para mandar
Unos prefieren jóvenes; otros, viejos. Los jóvenes, porque tienen fuerzas, energía, entusiasmos. Los viejos, porque tienen experiencia, serenidad de juicio A nadie se le puede ocurrir la idea de elegir presidente de la Nación a un jovencito de 40 abriles. Ni a un monarca electivo. Ni a un director de banco. Los años no se suplen ni aun con el carácter reposado y sereno de un joven notable por su virtud. Un santo, a los dieciocho años, no sería apto para gobernar una orden religiosa. Le faltaría conocimiento de la vida, de los hombres, de los asuntos, de los innumerables problemas que lleva consigo. La santidad ayuda, pero no basta.
Los años dan peso, pero como a la par restan energías, debe haber un límite prudencial, más allá del que las cualidades del gobierno se aminoran o se extinguen. ¿Cuál es ése? A los noventa años es evidente que no está el espíritu, ni el cuerpo, para las tareas del gobierno. Ni a los ochenta, si han de gobernarse colectividades numerosas, con problemas que requieran estudio y actividad. De los cuarenta a sesenta y cinco hay espacio para que una autoridad con cualidades desarrolle una acción muy bienhechora.
Lo que no hará si, después de la primera etapa, se la relega a la oscuridad. Se daría el caso de que gobernaría cuando aún careciese de experiencia y no gobernaría cuando el ejercicio del gobierno le hubiera formado para mandar. Que es como si habiendo un sujeto sido presidente del Consejo de Ministros, andando el tiempo fuese juzgado inepto para alcalde de Miguelturra.
Preferirnos un dirigente de cincuenta años a otro de cuarenta. Creemos que la experiencia de los hombres y de las cosas, y la madurez del juicio que dan los años, es un tesoro de ideas que no lo dan los libros ni el talento. Un hombre de setenta años podrá creer que ya sabe por experiencia cuanto la vida da de sí. No es verdad: si llega a los ochenta sabrá más. De modo que si se hubiese de atender sólo a la sabiduría de los años y no al vigor del espíritu y el cuerpo, ningún gobernante hubiera sido mejor que Matusalén.
El Eclesiástico dice: «Corona de los ancianos es la mucha experiencia, y la gloria de ellos el temor de Dios» (Eclo 25,8). Con todo, no sólo los años dan experiencia, ni la dan siempre los años. Hay hombres que, viviendo mucho, carecen de experiencia, y hay jóvenes que con pocos años han vivido muchos. La experiencia la dan no sólo el tiempo, sino la reflexión, la intuición y, sobre todo, el trato de los hombres y de los asuntos.
Los niños de ahora que viven en medio de las ciudades y en las grandes urbes, saben más de la vida que en otros tiempos los jóvenes. En algunas cosas, más que sus abuelos. Viven muy de prisa y aprenden en la TV, Internet, los juegos y el cine lo que aprendían antes los hombres en el roce con las gentes. Un rey que se criara en una isla, fuera de todo comercio humano, aun con grandes cualidades de inteligencia, bondad y energía, sería incapaz de gobernar.
Ni muy rico
Hay dos clases de ricos: los que nacen y los que se hacen, y entre los que se hacen, dos modos de educarse: uno, como señoritos, sin más oficio que el de gastar; otro, como industriales, para llegar a una inteligente dirección de las empresas.
El rico que nace y no trabaja es inútil para el gobierno. Pero el que nace y se forma para continuar la tradición industrial de la familia, servirá para el gobierno de sus cosas, que conocerá perfectamente, por la larga y sabia práctica de ellas, heredada de sus padres, y el de otras entidades similares, porque el trabajo continuado e inteligente es un mundo de experiencias sobre los hombres, su trato, los negocios, sus dificultades, etc.
Por un misterio de la herencia, con la sangre se heredan muchas veces las aficiones y las aptitudes; pero por la educación, por el ambiente, por el trato continuo de los padres, por sus lecciones de ideas y de cosas, adquieren los hijos un caudal de conocimientos que es un verdadero tesoro para la vida. Por el contrario, los menos aptos para el gobierno, cabalmente porque carecen de sentido de la realidad, son los opulentos por herencia, cuyos padres también lo fueron; los hijos de los muy ricos, que se han criado en el ocio y en las comodidades y los placeres.
Un Ford que de la nada llega a multimillonario, revela visión realista, prudencia, tacto para dirigir, conocimiento de asuntos, condiciones nada vulgares para mandar. La clase media lleva consigo trabajo, sufrimiento, experiencia, afán de crearse un porvenir, contacto con las dificultades y los desengaños, visión de ordinario más realista que la de los poderosos y herederos ricos; tesoro de cualidades que dan madera, de suyo, apta para el gobierno.
¿Quién manda en el mundo, sino la clase media? Por tanto, como regla general, para jefes, ni muy ricos, nacidos y criados en la opulencia; ni muy pobres, nacidos y criados en la miseria. Generalmente, se ha seguido entre nosotros el criterio de la riqueza y de la aristocracia para conferir cargos de autoridad. Yerro lamentable, porque se ha confundido el arte de dirigir con la prosapia y el dinero. De ordinario, los muy ricos y muy aristócratas pecan de excesivo amor a su propio juicio; creen que saben dirigir, porque viven opulentamente; que aciertan siempre, porque nadie les contradice. A parte de que los nacidos en la aristocracia o la opulencia no suelen pecar de sacrificados, y el oficio de mandar exige abnegación.
Mas como el dirigente, de ley ordinaria, no puede extraerse de entre los nacidos en la opulencia, tampoco, de ley ordinaria, han de tomarse de los criados hasta la virilidad en pobreza extrema; porque quien sube a puestos muy elevados necesita conocimiento de los hombres de todas las esferas sociales, más de las clases altas que de las bajas. Pues del mismo modo es cierto que, de ley ordinaria, no serán los más aptos para jefes de colectividades importantes los nacidos y criados hasta la virilidad en los campos o en las aldeas.
Un hombre de campo o aldea puede tener talento natural, honradez, virtud y sentido común, cualidades inestimables para mandar, pero no tendrá la cultura que da el ambiente de la ciudad, y más de la gran ciudad, que no se da en los libros, sino en el ambiente social; tesoro de ideas que si no se adquiere en los años niños de juventud, jamás llega a asimilarse totalmente, ni con la más exquisita educación.
El ambiente moral es como el material. En éste se absorbe con el aire la fragancia de los campos o los miasmas de la ciudad, que influyen insensiblemente en la salud y en la vida. Y en el ambiente moral, el alma absorbe y se asimila, sin notarlo, infinitas ideas de cultura, de religión, de moralidad, de experiencia, de lenguaje, de estética, de todo lo que constituye el mundo espiritual. No lo parecerá, pero es evidente que es mucho más lo que se aprende con estas lecciones de cosas que lo aprendido en una enciclopedia.
El que aprenda en ésta sabrá más de historia, geografía y ciencias; pero el caudal de sentimientos, lenguaje, modales, juicios, experiencia, gusto, que adquiera en el ambiente de una gran ciudad, será mayor en cantidad y más o menos selecto en calidad: según la categoría de la atmósfera que se respire. De aquí resulta que cuando con el pensamiento se salta de la aldea a la gran ciudad, fácilmente puede creerse que se gobierna una gran urbe como pudiera gobernarse un pueblecito como El Toboso. Es que los problemas de una aldeíta no tienen complicación, y el que no ha visto sino campos, labradores, corderos y mieses se figura que todo el mundo es orégano. ¿Un aldeano nunca podrá mandar? No es eso. Como rarísima excepción, podrá ser alcalde de Londres, pero será uno entre los miles nacidos en las aldeas.
Ni muy raro
Raros son los que hacen y dicen cosas extravagantes. Mala condición para vivir en sociedad, porque son objeto de crítica acerba, aunque tengan cualidades excelentes: A un rey ridículo habría que destronarle por caridad, para que no se convirtiera en befa nacional. Ninguna mujer bella se vestiría de un modo extravagante, como no fuera la que pretendiera, más que parecer hermosa, llamar la atención por fines inconfesables.
Y es que la rareza es antipática, descuido de educación, vanidad de espíritus estrechos, herencia desagradable, falta de espíritu observador, reveladora de ausencia de buen gusto, cosa fácilmente ridícula e incompatible con la dignidad del mando. La rareza se agranda con la excelencia de quien la tiene. Si la tiene un labrador nadie la nota; si la tiene un rey, es defecto que ve y censura todo su pueblo como cosa intolerable. El hombre raro no es frecuentemente un gran hombre; lo frecuente es que los grandes hombres tengan rarezas.
Quizá algunos las tengan por parecer originales, pero sólo logran ser más vulgares. No se observan ni observan a los demás; de lo contrario, huirían del ridículo en que caen. Huirían del trato social, para no ser víctimas de la sátira, tanto más dura cuanto es más elevado el cargo. Es gran don de Dios ser anónimo en el modo de proceder: uno más.
La naturaleza humana, inclinada más a juzgar con rigor que con benevolencia, no perdona el defecto del igual; el del superior, mucho menos. El súbdito más bondadoso tiene siempre al superior en su microscopio, y en él ve los microbios de sus defectos. ¡Qué no verá cuando la rareza la distinga a simple vista! No es malicia humana, es condición humana. Por eso repara en lo chocante, aunque nada tenga de culpable, como ocurre en los neurasténicos y escrupulosos. Se dan casos de escrupulosos para sí y no para los demás, pero ¡qué pocos! Lo que no se dan es neurasténicos para sí y no para los demás. Ni los unos ni los otros son aptos para la vida social, ¡cuánto menos para jefes!
Pidamos a Dios, jefes no extravagantes en nada, ni en el hablar, ni en el reír, ni en el pensar, ni siquiera en la virtud, que puede ser grande, pero no llamativa y rara.