9.- Normas del buen dirigente
Saber oír
No es buen dirigente quien no oye. No lo es quien oye poco. No lo es quien oye a pocos. No lo es quien no oye a los contrarios. Ni lo es quien no oye a los que quieren orientarse. Ni a los que quieren quejarse. Ni a los que quieren informarse. No es buen dirigente: El que oye a los que adulan. El que oye sólo a los grandes. O sólo a los partidarios. El que oye y no remedia.
Ahora bien: si no oye, ¿cómo sabe las cosas? ¿Cómo conoce a los sujetos? ¿Cómo manda? Gran arte es saber oír y gran defecto no saber, y muy fácil no querer. Porque oír mucho es molesto.
El que rechaza al que habla la verdad es indigno de mandar a ciudadanos libres. El que no oye a los hombres libres, es que sólo quiere gobernar a esclavos.
El arte de oír no consiste sólo en escuchar, sino en oír sin contradecir ni molestarse; oír amable y pacientemente; pensar maduramente, y luego hablar y actuar con prudencia.
El que dirige ha de ser hombre de sillón y mesa, aunque no ha de gobernar como el piloto de un avión, que si deja un momento los mandos produciría una hecatombe; pero se ha de parecer al telefonista, que debe estar en comunicación continua con el que llama.
Una central en que nadie contestase a las llamadas de una ciudad, ocasionaría una revuelta. La autoridad ha de someterse a la dura ley de su despacho. Oirá muchas cosas inútiles, muchas apasionadas, muy pocas discretas.
Pero oído todo benignamente, servirá de información, de conocimiento de los sujetos, de satisfacción de los oídos, de remedio de muchos males y de aliento para los que trabajan y luchan.
Saber pensar
No son los más aptos para mandar los muy rápidos en el discurso; sino más bien los muy reposados en los juicios. Porque en todo acto de gobierno deben apreciarse datos y hechos; los cuales tienen puntos de vista, no apreciables por una inteligencia pronta, sino por un observador juicioso.
Para juzgar bien cada objeto hay que aproximarse a él, verlo despacio y observarlo desde distintos puntos. Nos equivocamos en los juicios y en las órdenes por irreflexión, por pasión, por falta de consejo, por credulidad, por oír a unos y no a otros, por presunción, por fantasía.
Ni lentos, ni irresolutos, ni olvidadizos; pero tampoco muy rápidos. Prevengámonos contra nuestra propia índole y si no deberemos decir siempre: «Lo pensaré», en casos de importancia siempre lo debemos hacer.
El proceso será: oír, callar, pensar y resolver. Un talento corriente acertará, y con talento brillante se errará muchas veces, si se va de prisa… A la madurez en el pensar se oponen la precipitación y la lentitud.
La precipitación
Cuando nos molestan y resolvemos antes de tiempo, para que nos dejen de fastidiar. Cuando un gran interés nos mueve a determinar las cosas sin apenas reflexión. Cuando nos abruman las ocupaciones y no tenemos espacio para estudiar bien los asuntos. Cuando el carácter es vehemente e impresionable.
Imitemos en todo gobierno la madurez con que se resuelven los asuntos en los bancos. El dinero da mucho seso. El pedir consejo también lo da. Eso no es lentitud. La lentitud procede de la falta de expedición, del desorden, de la indolencia natural, de la excesiva centralización. Prevengámonos contra los juicios temerarios; a veces juzgamos lentitud lo que es sólo caridad
Saber valorar
El primer criterio para estimar el valor de los hombres suele ser el talento. Del talento se ha hecho un fetiche omnisciente. En cuanto un hombre discurre bien, ya es apto para todo. ¿Tiene talento? Parece que ya es apto para ministro, para catedrático, para director de una empresa, para organizar una biblioteca, para alcalde de una capital, para presidir una organización.
Parece increíble lo inútiles que resultan muchos buenos talentos, por carecer de otras cualidades más vulgares: carácter amable, energía, sentido práctico, conocimiento de las personas. Y parece increíble también lo que aprovechan inteligencias aceptables con otras cualidades corrientes: actividad, simpatía, buen juicio, habilidades.
Muchas veces no se estima bien el valer de las personas por:
– Los medios de comunicación, que crean prestigios por motivos políticos.
– Por las sociedades de bombos mutuos, en que cada uno llama sabio a su vecino, para que su vecino se lo llame a él. De la solidaridad regional, que crea prestigios por amor a la patria chica, exagerando las cualidades. Del dinamismo personal, por el que sujetos de cualidades medianas se crean a sí mismos pedestales de gloria, que están muy lejos de responder a la verdad. De la indolencia de los hombres de verdadero valer, que contemplan indiferentes cómo la sociedad considera oráculos del saber a los que sólo saben hablar bien. De la modestia excesiva de quien, valiendo mucho, no se exhibe de ningún modo. De la ignorancia de la sociedad, incapaz de conocer el verdadero mérito de las personas. De las pasiones humanas, que rebajan el mérito de otros por envidia, antipatía o interés personales.
Saber hacerlo
Gobernar no es sólo mandar, aunque se mande bien. Gobernar es, muy principalmente, orientar y dirigir. Dirigir es ordenar. Es observar. Es precaver. Es vigilar. Es amar y sufrir. Es disgustar. Es tener un plan. Es aconsejar. Es rectificar. Es educar. Es meditar. Dirigir no es fácil. Es costoso y molesto.
¿Hay muchos directores? No.
¿Dirige el que no se entera de los fallos? No.
¿Dirige el que se entera y no corrige? No.
¿El que oye a los aduladores? No.
¿El que oye y no resuelve? No.
¿El que trabaja mucho, pero no orienta? No.
¿El que no entiende lo que manda? No.
¿El que no se crea enemigos? No.
¿El que a todo dice que sí? No.
En todo gobierno hay súbditos que yerran, abusan, son ineptos, murmuran, revuelven, no trabajan; hay que amonestar, corregir, sancionar, estimular. ¿No hay dirigentes? No hay gobierno. ¿Hay dirección? Hay disgustos. Quien no quiera disgustos, que no gobierne.
¿Cómo se evita la falta de dirección? Descentralizando el gobierno y dando discreta autonomía a los técnicos y competentes. Prescindiendo de lo menudo, que importa menos, y consagrando la actividad a los asuntos graves. Siendo prontos en las resoluciones, para disponer del tiempo necesario en orden a lo más trascendental. Ordenando las ocupaciones, a fin de destinar espacio a la resolución de los problemas graves.
El caso es que no se paralice la vida porque falta la autorización o la orientación precisa para actuar.
Saber alegrar
Ante todo, tener contentos a los súbditos; es la única disposición para trabajar bien y
recibir bien las órdenes del que manda.
Aprendamos del gobierno de Dios. No hay contento como el que Dios da a los suyos que quieren obedecerle. Es ley universal, lo mismo si se manda a niños que a soldados, que a monjas, que a funcionarios, que a trabajadores de una empresa. Hecho que equivale a esta ley: la aspiración a la felicidad es una necesidad del espíritu. La dificultad estriba en el modo de producir el bienestar, que depende de un conjunto de circunstancias y concausas no demasiado fáciles de reunir.
1.° De no mandar a los que no pueden estar contentos.
2.° De no sobrecargar a los capaces, que tampoco lo pueden estar.
3.° De hacer trabajar conforme a la propia vocación, que produce una satisfacción inmensa.
4.° De hacer sentirse estimados y defendidos.
5.° De ser tratados humanamente, en conformidad con las circunstancias personales, en las penas, en las enfermedades, en las alegrías.
6.° De ser avisados y corregidos con dulzura y benignidad.
En una palabra, de ser amados; el amor es la alegría de la vida, porque el que ama lo da todo por el que ama, y, más que todo, el mismo amor, que todos estimamos más que los dones.
No es lo mismo el amor de un rey a sus vasallos, que el amor de una madre a sus hijos, ni el amor de un empresario por sus trabajadores, ni el amor de un general a sus soldados; pero todo el que manda ha de amar con su propio amor. Y con ese amor ha de procurar la felicidad de los suyos, y con esa felicidad ha de hacerles amable su gobierno. Y si a eso no se llega, todas las demás normas de gobierno valdrán muy poco en orden al arte de gobernar. Serán fórmulas externas, que podrán causar orden y observancia más o menos duraderos; un verdadero gobierno, no.
Saber no sobrecargar
Un trabajo excesivo hace odiosa la vida y hace odioso a quien lo impone.
Luego quien manda, debe pesar bien la carga que impone sobre los hombros ajenos. Norma prudente es que el trabajo se pueda llevar holgadamente, sin ociosidad, pero más sin agobio abrumador. La excesiva ocupación es mala para el cuerpo, porque se agotan las fuerzas; y mala para el espíritu, porque se pierde el ánimo y el gusto. Entre pecar por exceso de carga o pecar por falta de ella, preferible es un trabajo llevadero, aunque serio, a un trabajo que resulte excesivamente molesto.
Esta norma rige lo mismo para quien carga blocs, que para quien se dedica al estudio. La Iglesia ha sido siempre humanísima en pedir un trabajo humano para los trabajadores; para los niños y las mujeres, más. Y el Estado, cediendo a las reclamaciones de los trabajadores, más que a sus impulsos propios, ha de reglamentar las condiciones del trabajo, de modo que no haya abusos ni en cuanto al trabajo, ni en cuanto al tiempo, ni en cuanto al modo, ni en cuanto a los peligros de la salud, ni en cuanto a la retribución.
Pero existen obras en las que es posible excederse con cargas excesivas. Si quienes se consagran a obras de caridad toman dos hospitales con personal para uno, la carga que pesará sobre los religiosos será perjudicial para ellos, para los enfermos, para el instituto y para el mismo superior, que verá con pena, pero irremediablemente, todos los males.
Hay un remedio: no dejarse llevar del celo tomando más obras de las que se puedan llevar de un modo humano. Éste es el gran peligro del dirigente, sacerdote o seglar; peligro del celo de las almas mal entendido. De ahí tantas depresiones como se dan en el mundo moderno. Es un mal gravísimo tomar más obras de las que se pueden llevar convenientemente.
Mal para los subordinados, que se gastan en el cuerpo y en el alma.
Mal para las obras, que forzosamente han de ser deficientes.
Mal para el prestigio de quienes las han de llevar que no las pueden llevar como Dios manda.
Mal para aquellos a quienes se ha de dirigir, porque se les atiende mal, y es imposible dirigirlos bien.
El mayor peligro de las obras es su número excesivo.
Pues, aparte de los males dichos, el excesivo número de obras suele estar en el papel; parece que se hacen y no se hacen. Parece virtud y es sólo ruido. Parece talento y es puerilidad; porque todos se dan cuenta de que sólo es fantasía. Y si no es nada de eso, es por lo menos falta de visión real; se cree que se hace más y se hace menos. Causa regocijo y burla ver esquemas de apostolado que son sólo alardes de dibujo lineal.
Hay un cuadrito central que es el motor supremo, y de él parten líneas y líneas, que terminan en rectángulos, que son obras preciosas. A primera vista, parece una organización maravillosa; pero a segunda vista, cuando se estudia el contenido, se ve con claridad que los rectangulitos son pompas de jabón inútiles. Menos nombres y más obras.
Hacerse cargo.
¿Cómo son los hombres? Desde luego, no hay ninguno sin tacha. En algunos, lo bueno supera a lo malo; en otros es al revés. La autoridad sólo puede aspirar a que sus subordinados sean más útiles que dañosos. Como los súbditos sólo deben aspirar a que quien los gobierna tenga menos defectos que virtudes. Rechazarlos por lo que tienen de imperfección es resignarse a no tener autoridades ni súbditos aceptables. El talento del que nombra cargos de gobierno se ha de demostrar en saber hacer una resta: minuendo, cualidades útiles; sustraendo, defectos nocivos; resta: sirve o no sirve.
Tomar a los hombres como son es hacerse cargo de: Que les disgusta que se metan en su campo de actividades. Que les subleva que los desautoricen en sus decisiones. Que suelen figurarse valen más de lo que son. Que no soportan autoridades chinchorreras. Que observan las imperfecciones menudas de los que mandan. Que llevan a mal el excesivo trabajo. Que les gana el corazón más un dulce que un palo. Que no se les debe mudar de ocupación sino por necesidad. Que la confianza les subyuga. Que no se les debe abandonar a sí mismos. Que cada nuevo mandato es un nuevo sacrificio, y cada nuevo aviso, un motivo de antipatía.
Arte de innovar
Es inevitable que haya gobiernos malos, y es natural que las deficiencias de esos gobiernos se deberán corregir por las nuevas autoridades. Pero no es prudente que, al día siguiente del cambio, se corrijan los defectos. Primero, porque hiere el amor propio del gobernante anterior. Segundo, porque da impresión de suficiencia, cuando, sin apenas tiempo de observación, ya se ha caído en la cuenta de los males y sus remedios. Tercero, porque de los súbditos siempre hay quien juzgue bien lo deficiente: unos, por simpatía; otros, por comodidad. Y esta precipitación les molesta y dispone mal.
Al principio, ver y callar. En fin, corregir, lenta, gradual y suavemente, sin que se note el cambio. Lo contrario es imprudente, enojoso y expuesto a crear dificultades. La tentación de corregir es tanto mayor cuanto mayor es la falta y mejor el dirigente. Pero el bien común exige tiempo y suavidad.
En el régimen de los partidos, cuando caen unos, los siguientes destituyen en el acto a todos los cargos del anterior gobierno, se cambian los nombres de las calles y se tiran las estatuas. Y viceversa. De modo que los unos y los otros, por confesión propia y ajena, reconocen su propia inhabilidad.
Estas alternativas, de subir unos y bajar otros, se dan a cada paso en esta España que soporta el gobierno de la Unión Europea, el del Estado, el autonómico, el municipal etc… De ahí la creciente indiferencia con que el pueblo hispano ve a esta casta, a esta especie de tío vivo descendente y ascendente de cargos políticos, en que empieza a dar lo mismo que suban unos que suban otros.
Desgraciadamente, no sólo en el gobierno político se puede faltar quitando y poniendo cargos políticos, y dando leyes y suprimiéndolas a cada paso, sino que en otros géneros de gobierno, no viciosos como el del turno de los partidos, se puede abusar con las continuas mudanzas del personal. Porque hay jefes de espíritu inquieto que sólo ven las deficiencias de los subordinados, y no saben remediarlas sino con un trasiego continuo de las personas. Olvidando que hace más y mejor una capacidad regular con tiempo, dirección y experiencia, que muchos talentos consecutivos sin espacio para educarse.
El continuo cambio de dirigentes es tan absurdo e irracional, que sólo puede desearse por quienes no buscasen el bien común de la patria, sino el bien común del partido y el bien particular de los aspirantes a gobernar. Hubiera bastado esta sola razón contra el actual régimen político para argumentarle contundentemente: <<¿Cambias continuamente a los que gobiernan, hay demasiados niveles gobierno en España: el europeo, estatal, autonómico, ayuntamientos?>>, luego es un sistema absurdo.
Arte de hacer hacer
Saber dirigir es mandar, tener un plan, hacerlo ejecutar. Es el trabajo del que gobierna, peculiar e insustituible.
El director que hace lo que es deber del dirigido no cumple con su deber, a no ser que tenga plenamente satisfecha su obligación fundamental. No ya un arquitecto, sino el director de obra, harían mal si hicieran la labor de un albañil. El arquitecto hace los planos, el director de obra los interpreta, y los obreros los ejecutan. ¿Quién hace más? El arquitecto, después el maestro, luego el oficial y, finalmente el peón.
Meterse el arquitecto a peón es faltar a su deber, que consiste no sólo en trazar los planos; sino en saber si el maestro los interpreta bien y el oficial los ejecuta bien. Nunca un arquitecto desciende a poner ladrillos; pero no rara vez el director de un colegio enseña, no dirige; el superior de una casa religiosa da ejercicios y no gobierna; el ministro de un ramo echa discursos y no gobierna.
Dirigir es hacer y trabajar; pero sólo el trabajo propio del jefe. El que dirige hace más que el que ejecuta; como el timonel de una nave hace más que el que la barre. Un cálculo de un arquitecto es más importante que todo el trabajo de los albañiles; el cual puede venirse abajo si el edificio se hunde por estar calculado mal.
A veces, la autoridad trabaja porque le molesta dirigir, y le agrada más otra ocupación; Si la ayuda es tal que no le quite su ocupación esencial, que es dirigir, bien; si se la quita o la aminora notablemente, mal. Malo es esto, pero, al fin, necesario; pero darse a una ocupación que no es gobernar, el que debe gobernar, y eso por afición a otras cosas, eso ya no es necesario, sino defecto voluntario de gobierno.
Cuando la centralización es mucha y no se puede trabajar sin el visto bueno del jefe superior, entonces se paraliza la vida, de modo que trabaja el jefe y sobran los demás.
No sólo a veces se necesita el visto bueno del jefe superior; es que se necesita su consejo y dirección en casos que son de monta. Y, para darlos, se necesita tiempo y reflexión, que no se tienen cuando el superior trabaja, pero no hace trabajar.
Arte de saber negar
Es un arte exquisito el de saber negar. Porque negar es cosa necesaria y desagradable, y un modo indiscreto en el modo de negar hará odioso al gobernante. Ya que haya de negar, que envuelva la negativa en la píldora dulce de las palabras.
Lo pide la caridad, y, si no se tiene, la finura del sentimiento. Y el arte de dirigir no puede existir cuando el que manda se enajena el afecto del que obedece. La regla general de buena política consiste en ser más inclinados a conceder que a negar, cuando la concesión puede hacerse sin detrimento del bien común o privado. Hay gobernantes cuyo primer impulso es la negativa seca. Les parece que toda concesión entraña una debilidad. Otros se inclinan más a negar que a conceder; son poco humanos. Ni faltan quienes acceden a peticiones razonables, pero a puros ruegos, como si una cosa baladí fuera una perla preciosa. Finalmente, hay quienes nada saben negar de puro bondadosos. En el medio está la virtud.
Pero si se concede, que no sea con displicencia, y si se niega, que sea con dulzura, expresando el sentimiento y la razón de la negativa. Un dirigente puede ganarse más el afecto negando que concediendo, si negando lo hace con dolor y con dulzura; y si concediendo lo hace con molestia y displicencia.
Cuando el que manda es sagaz, el otorgamiento del favor se lo reserva él; la negativa, el subalterno. La habilidad del que manda ha de mostrarse de un modo especial en la interpretación de la teoría del precedente. Es peligroso establecer costumbres; pero es peor no conceder por el temor de crearlas. La bondad halla modo de compaginarlo todo.
Los principios esenciales deben ser: inclinarse más a conceder que a negar; conceder cuanto se pueda, sin daño del bien común o el bien particular; considerar que para hacer cumplir con el deber más eficaz es una bondad que un sacrificio, porque la vida es dura, y el hacerla llevadera acerca a Dios.
Lo que en ningún caso es tolerable es no saber, después de hecha una petición, si el jefe la concede o la niega; si le parece bien o le parece mal. Preferible es una negativa discreta, razonada y franca, a una concesión ambigua, que deja el ánimo sin saber a qué atenerse.
Arte de autorizar
La autoridad superior ha de mirar como propia la autoridad de los subalternos. Ha de robustecerla, manteniendo sus decisiones. Ha de acrecentarla con la palabra y con los hechos. Aun en sus errores, ha de proceder con cautela, porque por remediar un mal leve, puede hacer un mal grave.
Las autoridades inferiores no son impecables, ni indefectibles, ni deben estar exentas de dirección; pero sin que pierdan el prestigio. Si lo han de perder, que pierdan antes el cargo. Nadie quiere el cargo sin prestigio, a no ser quien desmerezca el cargo.
El prestigio se pierde pronto:
1.° Cuando se revoca una orden.
2.° Cuando se niega lo ya concedido por otra autoridad.
3.° Cuando el superior mayor se mete demasiado en el campo de las actividades subalternas.
4.° Cuando se oye a los súbditos de las autoridades inferiores y no se las oye a ellas.
5.° Cuando se restringe demasiado el campo de las actividades de los jefes inmediatos.
6.° Cuando se les demuestra desconfianza en su aptitud para el gobierno.
No hay vidrio tan frágil como el prestigio de la autoridad.
La cual difícilmente dejará de tener enemigos, aunque dirija bien: los sancionados, los no virtuosos, los apasionados, todos los cuales conspirarán contra ella y la harán fracasar. Las discrepancias entre las autoridades no pueden salir al escenario. Al súbdito se le debe disimular a veces; al jefe inferior, más.
A éste darle libertad y confianza y amplitud de acción; cuanto más sirva, más. Si sirve, ayudarle y fortalecerle; si no, quitarle. Pero desprestigiarle, nunca. Es menos mal tolerar el error del subalterno que quitarle el prestigio. Salvo en lo que sea de justicia o de conciencia; que en eso ni se debe defraudar al súbdito ni el superior inmediato tiene derecho a su prestigio.